Ha transcurrido algún tiempo; la
familia Ratón ha conquistado definitivamente la forma humana, excepción hecha
del padre, que siempre tan filosofo como gotoso, ha continuado siendo ratón.
Otros, en su caso, habrían estado desesperados, se habrían quejado de la
injusticia de la suerte y hubieran maldecido las existencias. Él se contentaba
con sonreír, «dichoso -decía, por no tener que cambiar sus costumbres».
Como quiera que fuese, a pesar de
ser ratón, era un señor rico. Como su mujer no habría consentido en habitar el
viejo queso de Ratópolis, ocupa un palacio suntuoso en una gran ciudad, capital
de un país desconocido todavía, sin estar por eso más orgulloso. El orgullo y
la altivez, o, más bien, la vanidad, la deja toda a la señora Ratona, convertida
en duquesa. Hay que verla paseándose por sus habitaciones, ¡cuyos espejos
acabará por gastar a fuerza de mirarse en ellos! Aquel día, sin embargo, el duque Ratón se ha
alisado el pelo con el mayor cuidado, y emplea en su tocado todo el tiempo que
debe emplear un ratón que se estime. En cuanto a la duquesa, se halla adornada
con sus mejores galas: tejido rameado, donde se mezclan el terciopelo de buena
calidad, el crespón de China, el surá, la felpa, el satén, el brocado y el
moaré; blusa a lo Enrique II; cela bordada con azabache, zafiros, perlas de
varias anas de largo, reemplazando las diversas colas que ella había llevado
antes de ser mujer; diamantes que sueltan destellos deslumbrantes; encajes que
la hábil Ariana no habría podido hacer ni más finos ni más ricos; sombrero
Rembrandt, sobre el que se escalona un parterre de flores; en fin, todo lo que
está a la última moda.
Pero me preguntaréis: ¿por qué ese
lujo...? He aquí por qué:
Hoy es el día en que debe
celebrarse el matrimonio de la encantadora Ratina con el príncipe Ratín.
¡Cómo! ¿Ratín príncipe...?
Sí, queridos niños, Ratín se ha
convertido en príncipe para complacer a su suegra.
Pero ¿cómo ha podido ser eso?
Muy sencillamente, comprando un
principado.
Bueno, pero los principados, por
mucho que vayan de baja, deben costar bastante caros.
Indudablemente; por eso Ratín
consagró a su adquisición una buena parte del valor de la perla, porque no os
habréis olvidado de la famosa perla encontrada en la ostra de Ratina, y que
valía muchos millones.
Es rico, por consiguiente. Pero no
vayáis a creer que la riqueza haya modificado sus gustos ni los de su
prometida, que al casarse con él va a convertirse en princesa. ¡No! Aun cuando
su madre sea duquesa, ella continúa siendo la jovencita modesta que vosotros
conocéis, y el príncipe Ratín está más enamorado de ella que nunca. ¡Está tan
hermosa con su traje blanco y sus guirnaldas de flores de azahar!
Inútil será decir que el hada
Firmenta no ha dejado de acudir a la boda, de la que no deja de corresponderle una
buena parte.
Es, pues, un día de fiesta para
toda la familia. Así es que don Rata está magnífico; en su calidad de ex
cocinero, ha llegado a ser un hombre político.
Ratana ya no es una oca, con gran satisfacción por su parte; es una
señora de compañía. Su esposo ha sabido hacerse perdonar sus maneras desdeñosas
de otros tiempos; su esposa ha vuelto a conquistarle por completo, y hasta el
bueno de Rata llega a mostrarse un tanto celoso de los señores que mariposean
en torno de su mujer.
Por lo que hace al primo Raté...,
pero pronto va a aparecer y podréis contemplarle a vuestra satisfacción.
Los invitados se hallan reunidos en
el salón grande, lleno de luces, embalsamado con el perfume de las flores,
adornado con los más ricos muebles y espléndido, en suma, de elegancia y
con/órl.
De los alrededores han llegado
muchas personas para asistir al matrimonio del príncipe Ratín. Los grandes
señores, las grandes damas han querido asistir al cortejo de aquella encanta-dora
pareja. Un mayordomo anuncia que todo está dispuesto para la ceremonia. Fórmase
entonces el cortejo más maravilloso que se puede ver, y que se dirige hacia la
capilla, en tanto que se deja oír una armoniosa música.
Más de una buya fue precisa para el
desfile de todos aquellos personajes. Al fin, en uno de los últimos grupos,
apareció el primo Raté. Un lindo joven,
a fe mía; un verdadero figurín: manto de corte, sombrero adornado de una
magnífica pluma con la que barre el suelo a cada saludo. El primo es marqués y no hace mal papel en la
familia. Tiene muy buen aspecto y sabe presentarse con distinción y gracia, así
es que no le faltan los cumplidos y los halagos, que él recibe con cierta
modestia. Puede observarse, sin embargo, que su fisonomía tiene cierto tinte de
tristeza, y su actitud es algo embarazosa; baja los ojos y aparta las miradas,
evitando las de cuantos se le acercan. ¿Por qué esta reserva...? ¿No es acaso,
en la actualidad, tan hombre como cualquier duque u príncipe de la corte?
Helo aquí que se adelanta a ocupar
el puesto que le corresponde en el cortejo, avanzando con paso acompasado, con
paso de ceremonia, y llega al ángulo del salón, se vuelve... ¡¡¡Horror!!!
Por entre los pliegues de su
uniforme, bajo su manto de corte, sale una cola, una cola de asno... En vano
trata de disimular aquel vergonzoso resto de la forma precedente. ¡Está escrito
que no se desembarazará de ello! ¡He
aquí lo que son las cosas, queridos niños; cuando uno empieza la vida mal, es
sumamente difícil volver al buen camino. El primo es hombre y lo será para lo
sucesivo; pero como ya ha llegado al grado más elevado de la escala, no puede
contar con una nueva metempsicosis que le libre de aquella cola; habrá de
conservarla hasta su último suspiro...
¡Pobre primo Raté!
1.016. Verne (Julio)
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