Algunos de mis amigos, que saben por casualidad que a
veces me entretengo con el hipnotismo, la lectura de la mente y fenómenos
similares, suelen preguntarme si tengo un concepto claro de la naturaleza de
los principios, cualesquiera que sean, que los sustentan. A esta pregunta
respondo siempre que no los tengo, ni deseo tenerlos. No soy un investigador
con la oreja pegada al ojo de la cerradura del taller de la Naturaleza , que trata
con vulgar curiosidad de robarle los secretos del oficio. Los intereses de la
ciencia tienen tan poca importancia para mí, como parece que los míos han
tenido para la ciencia.
No hay duda de que los fenómenos en cuestión son bastante
simples, y de ninguna manera trascienden nuestros poderes de comprensión si
sabemos hallar la clave; pero por mi parte prefiero no hacerlo, porque soy de
naturaleza singularmente romántica y obtengo más satisfacciones del misterio
que del saber. Era corriente que se dijera de mí, cuando era un niño, que mis grandes
ojos azules parecían haber sido hechos más para ser mirados que para mirar...
tal era su ensoñadora belleza y, en mis frecuentes períodos de abstracción, su
indiferencia por lo que sucedía. En esas circunstancias, el alma que yace tras
ellos parecía -me aventuro a creerlo-, siempre más dedicada a alguna bella
concepción que ha creado a su imagen, que preocupada por las leyes de la
naturaleza y la estructura material de las cosas. Todo esto, por irrelevante y
egoísta que parezca, está relacionado con la explicación de la escasa luz que
soy capaz de arrojar sobre un tema que tanto ha ocupado mi atención y por el
que existe una viva y general curiosidad. Sin duda otra persona, con mis
poderes y oportunidades, ofrecería una explicación mucho mejor de la que
presento simplemente como relato.
La primera noción de que yo poseía extraños poderes me
vino a los catorce años, en la escuela. Habiendo olvidado una vez de llevar mi
almuerzo, miraba codiciosamente el que una niñita se disponía a comer. Levantó
ella los ojos, que se encontraron con los míos y pareció incapaz de separarlos
de mi vista. Luego de un momento de vacilación, vino hacia mí, con aire
ausente, y sin una palabra me entregó la canastita con su tentador contenido y
se marchó. Con inefable encanto alivié mi hambre y destruí la canasta. Después
de lo cual ya no volví a preocuparme de traer el almuerzo: la niñita fue mi
proveedora diaria; y no sin frecuencia, al satisfacer con su frugal provisión
mi sencilla necesidad, combiné el placer y el provecho, obligándola a
participar del festín y haciéndole engañosas propuestas de viandas que,
eventualmente, yo consumía hasta la última migaja. La niña estaba persuadida de
haberse comido todo ella, y más tarde, durante el día, sus llorosos lamentos de
hambre sorprendían a la maestra y divertían a los alumnos, que le pusieron el
sobrenombre de Tragaldabas, y me llenaban de una paz más allá de lo
comprensible.
Un aspecto desagradable de este estado de cosas, en otros
sentidos tan satisfactorio, era la necesidad de secreto: el traspaso del
almuerzo, por ejemplo, debía hacerse a cierta distancia de la enloquecedora
muchedumbre, en un bosque; y me ruborizo en pensar en los muchos otros indignos
subterfugios producto de la situación. Como por naturaleza era (y soy) de disposición
franca y abierta, esto se iba haciendo cada vez más fastidioso, y si no hubiera
sido por la repugnancia de mis padres a renunciar a las obvias ventajas del
nuevo régimen, hubiera vuelto al antiguo, alegremente. El plan que finalmente
adopté para librarme de las consecuencias de mis propios poderes, despertó un
amplio y vivo interés en esa época, aunque la parte que consistió en la muerte
de la niña fue severamente condenada, pero esto no hace a la finalidad de este
relato.
Después, durante unos años, tuve poca oportunidad de
practicar hipnotismo; los pequeños intentos que hice estaban desprovistos de
otro premio que no fuera el confinamiento a pan y agua, y a veces, en realidad,
no traían nada mejor que el látigo de nueve colas. Sólo cuando estaba por
abandonar la escena de estos pequeños desengaños, realicé una hazaña
verdaderamente importante.
Me habían llevado a la oficina del director de la cárcel y
me habían dado un traje de civil, una irrisoria suma de dinero y una gran
cantidad de consejos que, debo confesarlo, eran de mucha mejor calidad que la
ropa. Cuando atravesaba el portón hacia la luz de la libertad, me di vuelta de
súbito y, mirando seriamente en los ojos al director, lo puse rápidamente bajo
mi control.
-Usted es un avestruz -le dije.
El examen post mortem reveló que su estómago contenía una
gran cantidad de artículos indigestos, la mayor parte de metal o madera.
Atragantado en el esófago, un picaporte; lo que según el veredicto del jurado,
constituyó la causa inmediata de la muerte.
Yo era por naturaleza un hijo bueno y afectuoso, pero, al
retornar al mundo del que tanto tiempo había estado separado, no pude evitar
recordar que todas mis penas surgían como un arroyuelo de la tacaña economía de
mis padres en aquel asunto del almuerzo escolar; y no tenía razón alguna para
creer que se habían reformado.
En el camino entre Succotash Hill y Sud Asfixia hay unas
tierras donde existió una edificación conocida como rancho de Pete Gilstrap, en
donde este caballero solía asesinar a los viajeros para ganarse el sustento. La
muerte del señor Gilstrap y el desvío de casi todos los viajes hacia otro
camino ocurrieron tan al mismo tiempo que nadie ha podido decir aún cuál fue
causa y cuál efecto. De todos modos las tierras estaban ahora desiertas y el
pequeño rancho había sido incendiado hacía mucho. Mientras iba a pie a Sud
Asfixia, el hogar de mi niñez, encontré a mis padres, camino de la colina.
Habían atado la yunta y almorzaban bajo un roble, en medio de la campiña. La
vista del almuerzo revivió en mí los dolorosos recuerdos de los días escolares
y despertó el león dormido en mi pecho. Acercándome a la pareja culpable, que
en seguida me reconoció, me aventuré a sugerir que compartiría su hospitalidad.
-De este festín, hijo mío -dijo el autor de mis días, con
la característica pomposidad que la edad no había marchitado-, no hay más que
para dos. No soy, eso creo, insensible a la llama hambrienta de tus ojos,
pero...
Mi padre nunca completó la frase: lo que equivocadamente
tomó por llama del hambre no era otra cosa que la mirada fija del hipnotizador.
En pocos segundos estaba a mi servicio. Unos pocos más bastaron para la dama, y
los dictados de un justo reconocimiento pudieron ponerse en acción.
-Antiguo padre -dije, imagino que ya entiendes que tú y
esta señora no son ya lo que eran.
-He observado un cierto cambio sutil -fue la dudosa
respuesta del anciano caballero, quizás atribuible a la edad.
-Es más que eso -expliqué, tiene que ver con el carácter,
con la especie. Tú y la señora son, en realidad, dos potros salvajes y
enemigos.
-Pero, John -exclamó mi querida madre-, no quieres decir
que yo...
-Señora -repliqué solemnemente, fijando mis ojos en los
suyos-, lo es.
Apenas habían caído estas palabras de mis labios cuando
ella estaba ya en cuatro patas y, empujando al viejo, chillaba como un demonio
y le enviaba una maligna patada a la canilla. Un instante después él también
estaba en cuatro patas, separándose de ella y arrojándole patadas simultáneas y
sucesivas. Con igual dedicación pero con inferior agilidad, a causa de su
inferior engranaje corporal, ella se ocupaba de lo mismo. Sus piernas veloces
se cruzaban y mezclaban de la más sorprendente manera; los pies se encontraban
directamente en el aire, los cuerpos lanzados hacia adelante, cayendo al suelo
con todo su peso y por momentos imposibilitados. Al recobrarse reanudaban el
combate, expresando su frenesí con los innombrables sonidos de las bestias
furiosas que creían ser; toda la región resonaba con su clamor. Giraban y
giraban en redondo y los golpes de sus pies caían como rayos provenientes de
las nubes. Apoyados en las rodillas se lanzaban hacia adelante y retrocedían,
golpeándose salvajemente con golpes descendentes de ambos puños a la vez, y
volvían a caer sobre sus manos, como incapaces de mantener la posición erguida
del cuerpo. Las manos y los pies arrancaban del suelo pasto y guijarros; las
ropas, la cara, el cabello estaban inexpresablemente desfigurados por la sangre
y la tierra. Salvajes e inarticulados alaridos de rabia atestiguaban la
remisión de los golpes; quejidos, gruñidos, ahogos, su recepción. Nada más
auténticamente militar se vio en Gettysburg o en Waterloo: la valentía de mis
queridos padres en la hora del peligro no dejará de ser nunca para mí fuente de
orgullo y satisfacción. Al final de esto, dos estropeados, haraposos,
sangrientos y quebrados vestigios de humanidad atestiguaron de forma solemne de
que el autor de la contienda era ya un huérfano.
Arrestado por provocar una alteración del orden, fui, y
desde entonces lo he sido, juzgado en la Corte de Tecnicismos y Aplazamientos, donde,
después de quince años de proceso, mi abogado está moviendo cielo y tierra para
conseguir que el caso pase a la
Corte de Traslados de Nuevas Pruebas.
Tales son algunos de mis principales experi-mentos en la
misteriosa fuerza o agente conocido como sugestión hipnótica. Si ella puede o
no ser empleada por hombres malignos para finalidades indignas es algo que no
sabría decir.
1.007. Briece (Ambrose)
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