Lo de Gilson iba mal: tal era el juicio lacónico y
frío, si bien no carente de simpatía, de la mejor opinión pública de Mammon Hill: el
dictamen de la sociedad respetable. El veredicto del elemento opuesto, o mejor
sería decir oponente -el elemento que acechaba con ojos enrojecidos e inquietos
la «ruina» de Moll
Gurney, mientras la respetabilidad se tomaba el asunto más dulcemente en el
magnífico «salón» del señor Jo. Bentley- venía a tener prácticamente los mismos efectos
generales, aunque expresados con mayor adorno mediante la utilización de
pintorescas palabrotas que es innecesario citar. Por lo que respecta a la
cuestión Gilson, Mammon
Hill era prácticamente una piña. Y debe confesarse que en un sentido meramente
temporal no le iba todo bien al señor Gilson. Aquella misma mañana había sido
conducido a la ciudad por el señor Brentshaw y acusado públicamente de robar
caballos; entretanto el sheriff estaba ocupado en El Árbol probando una nueva
cuerda de cáñamo mientras el carpintero Pete se afanaba activamente, entre trago y trago,
en fabricar una caja de pino de la longitud y la anchura del señor Gilson. Una
vez que la sociedad había pronunciado su veredicto, entre Gilson y la eternidad
sólo restaba la formalidad decente de un juicio.
Éstos son, de manera breve y simple, los anales del
prisionero: recientemente había residido en New Jerusalem, en la
horquilla septentrional de Little Stony, pero había acudido a los recién
descubiertos depósitos minerales de Mammon Hill inmediatamente antes de la
«fiebre del oro» que había despoblado la población anterior. El descubrimiento
de las nuevas excavaciones había sido oportuno para el señor Gilson, pues muy
poco antes un comité de vigilancia de New Jerusalem le había dado a entender que
sería mejor que cambiara de vida y se fuera, para siempre, a algún otro
lugar; y la lista de los lugares a los que podía acudir sintiéndose a
salvo no incluía muchos de los campamentos anteriores, por lo que lógicamente
se estableció en Mammon
Hill. Como acabó por ser seguido hasta allí por sus jueces, ordenó su
conducta con considerable circunspección, pero como no se sabía que hubiera
trabajado decentemente ni un solo día en alguna labor aprobada por el rígido
código moral local, aparte de jugar al póker, seguía siendo objeto de la
sospecha general. A decir verdad, se conjeturaba que había sido el autor de las
numerosas depredaciones osadas que se habían cometido recientemente en los
diques de contención utilizando una batea y un cepillo.
El señor Brentshaw ocupaba un lugar destacado entre
aquellos que habían cambiado las sospechas por una convicción firme. En
cualquier momento, resultara o no oportuno, el señor Brentshaw expresaba su
creencia de que el señor Gilson estaba relacionado con aquellas impías
aventuras de medianoche, añadiendo su voluntad de abrir caminos a los rayos del
sol a través del cuerpo de cualquiera que considerara adecuado expresar una
opinión diferente, lo que en su presencia procuraba no hacer ni siquiera la
pacífica persona más implicada en el tema. Pero con independencia de cuál fuera
la verdad del asunto, lo cierto es que con frecuencia Gilson perdía más «polvo
de oro puro» en la mesa de faro [1]
de Jo. Bentley
de
lo que estaba registrado en la historia local que hubiera ganado nunca honestamente
al póker durante toda la existencia del campamento. Pero finalmente el señor Bentley -posiblemente
porque temía perder el patronazgo más provechoso del señor Brentshaw- se negó
en redondo a que Gilson cubriera con monedas la apuesta de la reina, dando a
entender al mismo tiempo, a su manera sincera y directa, que el privilegio de
perder dinero en «aquel banco» era una bendición que debía ir aparejada a la
condición de una corrección comercial notoria y una buena fama social.
Los habitantes de Hill consideraron que ya era el
momento de ocuparse de una persona a la que el ciudadano más honorable del
lugar se había visto obligado a rechazar aun a costa de un considerable
sacrificio personal. Particularmente el contingente que procedía de New Jerusalem empezó a
mitigar su tolerancia, surgida por la diversión que les producía la metedura
de pata que habían cometido al exiliar a un vecino de dudosa reputación
enviándolo precisa mente al mismo
lugar al que ellos habían acabado por llegar. Finalmente, todos los habitantes
de Mammon Hill
eran
de la misma opinión. Tampoco es que se expresara así, pero el hecho de que
Gilson debía ser ahorcado estaba «en el ambiente». Pero en este momento
decisivo de su historia, dio signos de haber cambiado de vida, aunque no fuera
de corazón. Quizás se debiera tan sólo a que como «el banco» se había cerrado
para él, de nada le servía ya el polvo de oro. En cualquier caso, lo cierto es
que los diques de contención no volvieron a ser molestados. Pero era imposible
reprimir la abundante energía de una naturaleza como la suya, por lo que
prosiguió, posiblemente por el hábito, los caminos tortuosos que ya había
recorrido para beneficio del señor Bentley. Tras algunos intentos inútiles de dedicarse
al robo en los caminos -si es posible utilizar un nombre tan duro para ese
trabajo de carretera, hizo uno o dos modestos intentos en la conducción de
manadas de caballos, y fue en mitad de una prometedora acción de este tipo, y
precisa mente cuando mejor le iban
las cosas, cuando naufragó. Pues una neblinosa noche iluminada por la luna el
señor Brentshaw se topó con una persona que evidentemente tenía intenciones de
abandonar aquella parte del país, sujetó el ronzal que relacionaba la muñeca
del señor Gilson con la yegua baya del señor Harper, le palmeó familiarmente la
mejilla con el cañón de un revólver y le solicitó el placer de que le
acompañara en la dirección contraria a la que iba viajando. Ciertamente,
Gilson lo tenía bastante mal.
La mañana posterior a su detención fue juzgado,
considerado culpable y sentenciado. Por lo que concierne a su vida en la
tierra, sólo restaba ahorcarle, reservando para una mención más particular su
última voluntad y testamento, que con gran esfuerzo redactó en la prisión, y en
el que probablemente por alguna idea confusa e imperfecta acerca del derecho de
sus captores, legaba todas sus posesiones a su «ejecutor legal», el señor
Brentshaw. Sin embargo, el legado incluía la condición de que el heredero
bajara de El Árbol el cuerpo del testatario y lo «plantara en tierra».
De manera que el señor Gilson fue... iba a decir que
fue «abandonado a su balanceo», pero me temo que ya he utilizado demasiados
giros provincianos en esta relación directa de los hechos; además, la forma en
que la ley siguió su curso se describe
con mayor precisión con los términos que empleó el juez al leer la sentencia:
el señor Gilson fue «ahorcado».
A su debido momento, el señor Brentshaw, algo
conmovido quizás por el cumplido de la herencia, fue a El Árbol para recoger el
fruto. Cuando bajó el cuerpo se encontró en el bolsillo del chaleco un codicilo
debidamente firmado del testamento que ya hemos citado. La naturaleza de sus
provisiones explicaba el hecho de que así se hubiera ocultado, pues si el señor
Brentshaw hubiera conocido previamente las condiciones por las que se haría
cargo del legado Gilson, sin la menor duda habría rechazado la responsabilidad.
De manera breve, el codicilo venía a decir lo siguiente:
Puesto que en diversos momentos y lugares determinadas
personas afirmaron que durante su vida el testador les había robado en sus
diques de contención; por tanto, si durante los cinco años siguientes a la
fecha de este instrumento legal alguien presentara pruebas de tal afirmación
ante un tribunal, dicha persona recibiría como reparación toda la herencia
personal y real que el testador muerto se apropió y poseyó, menos los gastos
del tribunal y una compensación establecida al ejecutor legal, Henry Clay Brentshaw;
proveyendo que, si más de una persona presentaba esa prueba, la herencia se
dividiría a partes iguales entre ellos o con ellos. Pero en caso de que ninguno
consiguiera éstablecer así la culpa del testador, entonces la propiedad
entera, menos los gastos de tribunal, tal como se mencionaron, iría a parar al
mencionado Henry
Clay Brentshaw para su propio uso, tal como se establecía en el testamento.
Quizás la sintaxis de este notable documento pueda
ser objeto de la crítica, pero el significado resultaba bastante claro. La
ortografía no se conformaba a ningún sistema reconocido, pero por ser sobre
todo fonética, no resultaba ambigua. Tal como comentó exactamente el juez
testamentario, para ganar aquella apuesta se necesitarían cinco ases. El señor
Brentshaw sonrió de buen humor, y tras ejecutar los últimos y tristes
ritos con divertida ostentación, juró debidamente como ejecutor y heredero
condicional según las provisiones de una ley apresuradamente aprobada (a
instancias del miembro del distrito de Mammon Hill) por un cuerpo legislativo
chistoso; la misma ley que, tal como se descubrió más tarde, había creado
también tres o cuatro empleos lucrativos y autorizado los gastos de una
considerable suma dinero público para construir un puente sobre la línea
férrea que quizás habría resultado más ventajoso de haberse construido sobre
alguna vía real y existente.
Evidentemente el señor Brentshaw no esperaba beneficiarse
ni del testamento ni del litigio, como consecuencia de sus inusuales
provisiones; aunque Gilson había tenido dinero en abundancia con frecuencia,
los asesores y recaudadores fiscales habían procurado no perder dinero con él.
Pero una búsqueda descuidada y formal entre sus papeles puso al descubierto
títulos de propiedad de valiosas fincas en el este, y certificados de depósito
de sumas increíbles en bancos bastante menos escrupulosos que el del señor Jo. Bentley.
Estas sorprendentes noticias se conocieron inmediatamente,
produciendo gran excitación en la zona. El Patriot de Mammon Hill, cuyo
editor había sido uno de los principales instigadores del movimiento que obligó
a Gilson a abandonar New Jerusalem, publicó una nota necrológica llena de cumplidos
hacia el fallecido en la que llamaba la atención sobre el hecho de que su vil
competidor, el Clarion
de Squaw
Gulch, estaba convirtiendo la virtud en desprecio al ensuciar con lisonjas la
memoria de aquel al que en vida había considerado como alguien molesto y vil.
Sin embargo, el hecho es que sin dejarse intimidar por la prensa, los
reclamantes del testamento no tardaron en presentarse con sus pruebas; y por
grande que fuera el legado Gilson, llegó a parecer claramente insignificante teniendo
en cuenta el gran número de diques de contención del que se asegu raba había obtenido las riquezas. ¡El país
entero se levantó como un solo hombre!
El señor Brentshaw estuvo a la altura de la
situación de emergencia. Con una astuta aplicación de humildes dispositivos
auxiliares, levantó enseguida sobre los huesos de su benefactor un monumento
costoso que sobresalía en altura sobre todos los otros del cementerio, y sobre
él hizo juiciosamente que se inscribiera un epitafio que él mismo había
compuesto y en el que elogiaba la honestidad, el espíritu público y las
virtudes afines de aquel que dormía debajo, «víctima de las injustas calumnias
de la camada de víboras del Calumniador».
Empleó además a los mejores talentos legales de la
zona para defender la memoria de su desaparecido amigo, por lo que durante
cinco largos años los tribunales territoriales se ocuparon de todos los
litigios abundantes que se relacionaban con el legado Gilson. A los mejores
hombres de leyes el señor Brentshaw opuso la capacidad de leguleyos mejores
todavía; en la licitación por los favores que podían comprarse, ofrecía precios
que des-organizaron totalmente el mercado; los jueces encontraron en su mesa
hospitalaria entretenimiento para el hombre y el animal, como nunca antes lo
había habido en el territorio; a los testigos falsos les enfrentó con testigos
de falsedad superior.
Pero la batalla no se limitó al templo de la ciega
diosa, sino que invadió la prensa, el púlpito y las salas de estar. Producía
furor en el mercado, en la bolsa y en la escuela; en los barrancos y en las
esquinas de la ciudad. Y en el último día del memorable período que limitaba la
acción legal del testamento Gilson, el sol se puso en una región en la que el
sentido moral había muerto, la conciencia social se había vuelto cruel, y la
capacidad intelectual había menguado y se había debilitado y confundido. Pero
el señor Brentshaw ganó en toda la línea.
Sucedió aquella noche que el cementerio en el que, en una de sus esquinas, yacían
las cenizas ahora honradas del fallecido caballero Milton Gilson,
quedó parcialmente cubierto por el agua. Con la crecida provocada por las
lluvias incesantes, el torrente Cat había derramado por encima de sus orillas una
colérica inundación que, tras socavar el suelo en múltiples lugares, había
remitido en parte, como por vergüenza del sacrilegio, dejando al descubierto
mucho de lo que se había ocultado piadosamente. Incluso el famoso monumento
Gilson, orgullo y gloria de Mammon Hill, había dejado de ser un vigoroso
y erguido rechazo de la «camada de víboras», había sucumbido a la corriente que
lo socavó y había sido derribado. La macabra inundación había exhumado el pobre
y podrido ataúd de pino, que yacía ahora expuesto a la luz en piadoso
contraste con el pomposo monolito que, como un signo gigantesco de admiración,
ponía de relieve la revelación.
A ese deprimente lugar, atraído por una influencia
sutil que no pretendió analizar ni tampoco resistirse a ella, llegó el señor
Brentshaw. Un señor Brentshaw ya cambiado. Cinco años de esfuerzo, ansiedad y
vigilancia habían cubierto de parches grises sus cabellos negros, encorvado
su hermosa figura, afilado su rostro, y convertido su ágil modo de andar en un
arrastrarse chocheante. Ese lustro de fiera lucha no había afectado menos a su
corazón e intelecto. El buen humor despreocupado que le había impulsado a
aceptar el legado del muerto había cedido ante un hábito de melancolía
constante. Su intelecto firme y vigoroso había madurado dando paso a la
blandura mental de una segunda infancia. Su entendimiento amplio se había
estrechado hasta acomodarse a una sola idea; y en lugar de la incredulidad
tranquila y cínica de tiempos anteriores, había en él una fe obsesiva en lo
sobrenatural que aleteaba en su alma sombría como un murciélago que presagiara
la locura. Confuso en todo lo demás, su entendimiento se aferraba a una sola
convicción con la tenacidad de un intelecto hundido. Esa convicción era la
creencia inquebrantable en la inocencia absoluta del fallecido Gilson. Tantas
veces lo había jurado así en el tribunal y afirmado en conversaciones privadas
-con tanta frecuencia había sido tan triunfalmente establecido así por
testimonios que su buen dinero le habían costado (pues ese mismo día había
pagado el último dólar del legado Gilson al señor Jo. Bentley, último
testigo del buen carácter de Gilson)- que esa convicción se había convertido
para él en una especie de fe religiosa. Le parecía la única verdad básica y
decisiva de la vida: la única verdad serena en un mundo de mentiras.
Aquella noche, mientras estaba sentado y pensativo
sobre el monumento caído, tratando de descifrar bajo la débil luz de la luna el
epitafio que cinco años antes había compuesto con una sonrisa que la memoria no había registrado, las lágrimas
del remordimiento brotaron de sus ojos al recordar que él había sido el
principal instrumento que provocó, mediante una falsa acusación, la muerte de
aquel buen hombre; pues durante parte de los procedimientos legales, el señor
Harper, por una consideración (olvidada) había jurado que en la pequeña
transacción con su yegua baya el fallecido había actuado en acuerdo estricto
con sus deseos, que él mismo le había comunicado confidencialmente al
fallecido, el cual los había ocultado fielmente a costa de su vida. Todo lo
que el señor Brentshaw había hecho desde entonces en favor de la memoria del
muerto le parecía dolorosamente inadecuado: ¡en su mayor parte mediocre,
insignificante y degradado por el egoísmo!
Mientras estaba sentado allí torturándose con esos
lamentos inútiles, una débil sombra cruzó por delante de sus ojos. Al levantar
la vista hacia la luna, que estaba a baja altura por el oeste, vio que la
oscurecía una especie de nube vaga y acuosa; pero al moverse los haces de luz
iluminaron uno de sus lados y percibió el perfil claro de una figura humana. La
aparición fue haciéndose poco a poco más visible; estaba muy cerca de él. Por
sorprendidos que estuvieran sus sentidos, casi trabados por el terror y
confundidos por terribles imágenes, el señor Brentshaw no pudo evitar percibir,
o pensar que percibía, que aquella forma ultraterrena tenía una extraña
similitud con la parte mortal del finado Milton Gilson, con el aspecto que tenía
esa persona cuando fue bajada de El Árbol cinco años antes. La semejanza era en
verdad completa, incluso para sus ojos fríos, y en el cuello tenía una especie
de círculo sombreado. No llevaba abrigo ni sombrero, estaba exactamente igual
que Gilson cuando había sido colocado en su pobre y barato ataúd por las manos
poco cuidadosas del carpintero Pete... por el que hacía ya bastante tiempo que
alguien había realizado el mismo y amistoso oficio. El espectro, si era tal
cosa, parecía llevar en las manos algo que el señor Brentshaw no podía
descifrar claramente. Se acercó más, hasta que finalmente se detuvo al lado del
ataúd que contenía las cenizas del fallecido señor Gilson, cuya tapa estaba
torcida y revelaba a medias su incierto interior. Inclinándose sobre él, el
fantasma pareció lanzar en él una sustancia oscura de dudosa consistencia que
llevaba en un cuenco, para después deslizarse furtivamente hacia la parte
inferior del cementerio. Allí la inundación había trasladado, al retirarse,
varios ataúdes abiertos, entre los que empezó a emitir gorgoteos junto con
sollozos y susurros. Inclinándose sobre uno de ellos, la aparición cepilló
cuidadosamente su contenido sobre el cuenco, regresó luego a su propio ataúd y
vació en él el cuenco, lo mismo que antes. Repitió la misteriosa operación en
todos los ataúdes que habían quedado abiertos, y a veces el fantasma metía el
cuenco en el agua corriente y lo agitaba suavemente para limpiarlo de la
arcilla más ruín, amontonando siempre los residuos en su caja privada. En
resumen, la parte inmortal del fallecido Milton Gilson estaba limpiando el polvo
de sus vecinos y añadiéndolo previsoramente al suyo.
Quizás fuera el fantasma de una mente trastornada en
un cuerpo enfebrecido. Quizás fuera una farsa solemne representada por los
espíritus burlones que pueblan las sombras que están a la orilla del otro
mundo. Dios lo sabrá; a nosotros sólo nos queda el conocimiento de que cuando
el sol del siguiente día tocó con su luz dorada el cementerio en ruinas de
Mammon Hill, el más amable de sus rayos iluminó el rostro inmóvil y blanco de
Henry Brentshaw, muerto entre los muertos.
1.007. Briece (Ambrose)
[1] El
«faro» es un juego en el que los jugadores apostaban acerca de qué cartas
levantaría el crupier. (N. del T.)
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