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sábado, 15 de junio de 2013

El famoso legado gilson

Lo de Gilson iba mal: tal era el juicio lacónico y frío, si bien no carente de simpatía, de la mejor opinión pública de Mammon Hill: el dictamen de la sociedad respetable. El veredicto del elemento opuesto, o mejor sería decir oponente -el elemento que acechaba con ojos enrojecidos e inquietos la «ruina» de Moll Gur­ney, mientras la respetabilidad se tomaba el asunto más dulcemente en el magnífico «salón» del señor Jo. Bentley- venía a tener prácticamente los mismos efec­tos generales, aunque expresados con mayor adorno mediante la utilización de pintorescas palabrotas que es innecesario citar. Por lo que respecta a la cuestión Gilson, Mammon Hill era prácticamente una piña. Y debe confesarse que en un sentido meramente tempo­ral no le iba todo bien al señor Gilson. Aquella misma mañana había sido conducido a la ciudad por el señor Brentshaw y acusado públicamente de robar caballos; entretanto el sheriff estaba ocupado en El Árbol pro­bando una nueva cuerda de cáñamo mientras el car­pintero Pete se afanaba activamente, entre trago y trago, en fabricar una caja de pino de la longitud y la anchura del señor Gilson. Una vez que la sociedad había pronunciado su veredicto, entre Gilson y la eternidad sólo restaba la formalidad decente de un juicio.
Éstos son, de manera breve y simple, los anales del prisionero: recientemente había residido en New Je­rusalem, en la horquilla septentrional de Little Stony, pero había acudido a los recién descubiertos depósitos minerales de Mammon Hill inmediatamente antes de la «fiebre del oro» que había despoblado la población anterior. El descubrimiento de las nuevas excavaciones había sido oportuno para el señor Gilson, pues muy poco antes un comité de vigilancia de New Jerusalem le había dado a entender que sería mejor que cambiara de vida y se fuera, para siempre, a algún otro lugar; y la lista de los lugares a los que podía acudir sintiéndose a salvo no incluía muchos de los campamentos ante­riores, por lo que lógicamente se estableció en Mam­mon Hill. Como acabó por ser seguido hasta allí por sus jueces, ordenó su conducta con considerable cir­cunspección, pero como no se sabía que hubiera tra­bajado decentemente ni un solo día en alguna labor aprobada por el rígido código moral local, aparte de jugar al póker, seguía siendo objeto de la sospecha general. A decir verdad, se conjeturaba que había sido el autor de las numerosas depredaciones osadas que se habían cometido recientemente en los diques de con­tención utilizando una batea y un cepillo.
El señor Brentshaw ocupaba un lugar destacado entre aquellos que habían cambiado las sospechas por una convicción firme. En cualquier momento, resul­tara o no oportuno, el señor Brentshaw expresaba su creencia de que el señor Gilson estaba relacionado con aquellas impías aventuras de medianoche, añadiendo su voluntad de abrir caminos a los rayos del sol a través del cuerpo de cualquiera que considerara adecuado expresar una opinión diferente, lo que en su presencia procuraba no hacer ni siquiera la pacífica persona más implicada en el tema. Pero con independencia de cuál fuera la verdad del asunto, lo cierto es que con frecuen­cia Gilson perdía más «polvo de oro puro» en la mesa de faro [1] de Jo. Bentley de lo que estaba registrado en la historia local que hubiera ganado nunca honesta­mente al póker durante toda la existencia del campa­mento. Pero finalmente el señor Bentley -posible­mente porque temía perder el patronazgo más prove­choso del señor Brentshaw- se negó en redondo a que Gilson cubriera con monedas la apuesta de la reina, dando a entender al mismo tiempo, a su manera sincera y directa, que el privilegio de perder dinero en «aquel banco» era una bendición que debía ir apareja­da a la condición de una corrección comercial notoria y una buena fama social.
Los habitantes de Hill consideraron que ya era el momento de ocuparse de una persona a la que el ciudadano más honorable del lugar se había visto obligado a rechazar aun a costa de un considerable sacrificio personal. Particularmente el contingente que procedía de New Jerusalem empezó a mitigar su tole­rancia, surgida por la diversión que les producía la metedura de pata que habían cometido al exiliar a un vecino de dudosa reputación enviándolo precisamente al mismo lugar al que ellos habían acabado por llegar. Finalmente, todos los habitantes de Mammon Hill eran de la misma opinión. Tampoco es que se expre­sara así, pero el hecho de que Gilson debía ser ahorca­do estaba «en el ambiente». Pero en este momento decisivo de su historia, dio signos de haber cambiado de vida, aunque no fuera de corazón. Quizás se debiera tan sólo a que como «el banco» se había cerrado para él, de nada le servía ya el polvo de oro. En cualquier caso, lo cierto es que los diques de contención no volvieron a ser molestados. Pero era imposible repri­mir la abundante energía de una naturaleza como la suya, por lo que prosiguió, posiblemente por el hábito, los caminos tortuosos que ya había recorrido para beneficio del señor Bentley. Tras algunos intentos inútiles de dedicarse al robo en los caminos -si es posible utilizar un nombre tan duro para ese trabajo de carretera, hizo uno o dos modestos intentos en la conducción de manadas de caballos, y fue en mitad de una prometedora acción de este tipo, y precisamente cuando mejor le iban las cosas, cuando naufragó. Pues una neblinosa noche iluminada por la luna el señor Brentshaw se topó con una persona que evidentemen­te tenía intenciones de abandonar aquella parte del país, sujetó el ronzal que relacionaba la muñeca del señor Gilson con la yegua baya del señor Harper, le palmeó familiarmente la mejilla con el cañón de un revólver y le solicitó el placer de que le acompañara en la dirección contraria a la que iba viajando. Cierta­mente, Gilson lo tenía bastante mal.
La mañana posterior a su detención fue juzgado, considerado culpable y sentenciado. Por lo que con­cierne a su vida en la tierra, sólo restaba ahorcarle, reservando para una mención más particular su última voluntad y testamento, que con gran esfuerzo redactó en la prisión, y en el que probablemente por alguna idea confusa e imperfecta acerca del derecho de sus captores, legaba todas sus posesiones a su «ejecutor legal», el señor Brentshaw. Sin embargo, el legado incluía la condición de que el heredero bajara de El Árbol el cuerpo del testatario y lo «plantara en tierra».
De manera que el señor Gilson fue... iba a decir que fue «abandonado a su balanceo», pero me temo que ya he utilizado demasiados giros provincianos en esta relación directa de los hechos; además, la forma en que la ley siguió su curso se describe con mayor precisión con los términos que empleó el juez al leer la sentencia: el señor Gilson fue «ahorcado».
A su debido momento, el señor Brentshaw, algo conmovido quizás por el cumplido de la herencia, fue a El Árbol para recoger el fruto. Cuando bajó el cuerpo se encontró en el bolsillo del chaleco un codicilo debidamente firmado del testamento que ya hemos citado. La naturaleza de sus provisiones explicaba el hecho de que así se hubiera ocultado, pues si el señor Brentshaw hubiera conocido previamente las condi­ciones por las que se haría cargo del legado Gilson, sin la menor duda habría rechazado la responsabilidad. De manera breve, el codicilo venía a decir lo siguiente:
Puesto que en diversos momentos y lugares deter­minadas personas afirmaron que durante su vida el testador les había robado en sus diques de contención; por tanto, si durante los cinco años siguientes a la fecha de este instrumento legal alguien presentara pruebas de tal afirmación ante un tribunal, dicha persona recibiría como reparación toda la herencia personal y real que el testador muerto se apropió y poseyó, menos los gastos del tribunal y una compensación establecida al ejecutor legal, Henry Clay Brentshaw; proveyendo que, si más de una persona presentaba esa prueba, la herencia se dividiría a partes iguales entre ellos o con ellos. Pero en caso de que ninguno consiguiera ésta­blecer así la culpa del testador, entonces la propiedad entera, menos los gastos de tribunal, tal como se mencionaron, iría a parar al mencionado Henry Clay Brentshaw para su propio uso, tal como se establecía en el testamento.
Quizás la sintaxis de este notable documento pueda ser objeto de la crítica, pero el significado resultaba bastante claro. La ortografía no se conformaba a nin­gún sistema reconocido, pero por ser sobre todo foné­tica, no resultaba ambigua. Tal como comentó exac­tamente el juez testamentario, para ganar aquella apuesta se necesitarían cinco ases. El señor Brentshaw sonrió de buen humor, y tras ejecutar los últimos y tristes ritos con divertida ostentación, juró debida­mente como ejecutor y heredero condicional según las provisiones de una ley apresuradamente aprobada (a instancias del miembro del distrito de Mammon Hill) por un cuerpo legislativo chistoso; la misma ley que, tal como se descubrió más tarde, había creado también tres o cuatro empleos lucrativos y autorizado los gastos de una considerable suma dinero público para cons­truir un puente sobre la línea férrea que quizás habría resultado más ventajoso de haberse construido sobre alguna vía real y existente.
Evidentemente el señor Brentshaw no esperaba be­neficiarse ni del testamento ni del litigio, como con­secuencia de sus inusuales provisiones; aunque Gilson había tenido dinero en abundancia con frecuencia, los asesores y recaudadores fiscales habían procurado no perder dinero con él. Pero una búsqueda descuidada y formal entre sus papeles puso al descubierto títulos de propiedad de valiosas fincas en el este, y certificados de depósito de sumas increíbles en bancos bastante menos escrupulosos que el del señor Jo. Bentley.
Estas sorprendentes noticias se conocieron inme­diatamente, produciendo gran excitación en la zona. El Patriot de Mammon Hill, cuyo editor había sido uno de los principales instigadores del movimiento que obligó a Gilson a abandonar New Jerusalem, publicó una nota necrológica llena de cumplidos hacia el fallecido en la que llamaba la atención sobre el hecho de que su vil competidor, el Clarion de Squaw Gulch, estaba convirtiendo la virtud en desprecio al ensuciar con lisonjas la memoria de aquel al que en vida había considerado como alguien molesto y vil. Sin embargo, el hecho es que sin dejarse intimidar por la prensa, los reclamantes del testamento no tardaron en presentarse con sus pruebas; y por grande que fuera el legado Gilson, llegó a parecer claramente insignificante te­niendo en cuenta el gran número de diques de con­tención del que se aseguraba había obtenido las rique­zas. ¡El país entero se levantó como un solo hombre!
El señor Brentshaw estuvo a la altura de la situación de emergencia. Con una astuta aplicación de humildes dispositivos auxiliares, levantó enseguida sobre los huesos de su benefactor un monumento costoso que sobresalía en altura sobre todos los otros del cemente­rio, y sobre él hizo juiciosamente que se inscribiera un epitafio que él mismo había compuesto y en el que elogiaba la honestidad, el espíritu público y las virtudes afines de aquel que dormía debajo, «víctima de las injustas calumnias de la camada de víboras del Calum­niador».
Empleó además a los mejores talentos legales de la zona para defender la memoria de su desaparecido amigo, por lo que durante cinco largos años los tribu­nales territoriales se ocuparon de todos los litigios abundantes que se relacionaban con el legado Gilson. A los mejores hombres de leyes el señor Brentshaw opuso la capacidad de leguleyos mejores todavía; en la licitación por los favores que podían comprarse, ofrecía precios que des-organizaron totalmente el mer­cado; los jueces encontraron en su mesa hospitalaria entretenimiento para el hombre y el animal, como nunca antes lo había habido en el territorio; a los testigos falsos les enfrentó con testigos de falsedad superior.
Pero la batalla no se limitó al templo de la ciega diosa, sino que invadió la prensa, el púlpito y las salas de estar. Producía furor en el mercado, en la bolsa y en la escuela; en los barrancos y en las esquinas de la ciudad. Y en el último día del memorable período que limitaba la acción legal del testamento Gilson, el sol se puso en una región en la que el sentido moral había muerto, la conciencia social se había vuelto cruel, y la capacidad intelectual había menguado y se había de­bilitado y confundido. Pero el señor Brentshaw ganó en toda la línea.
Sucedió aquella noche que el cementerio en el que, en una de sus esquinas, yacían las cenizas ahora hon­radas del fallecido caballero Milton Gilson, quedó parcialmente cubierto por el agua. Con la crecida provocada por las lluvias incesantes, el torrente Cat había derramado por encima de sus orillas una colérica inundación que, tras socavar el suelo en múltiples lugares, había remitido en parte, como por vergüenza del sacrilegio, dejando al descubierto mucho de lo que se había ocultado piadosamente. Incluso el famoso monumento Gilson, orgullo y gloria de Mammon Hill, había dejado de ser un vigoroso y erguido rechazo de la «camada de víboras», había sucumbido a la corriente que lo socavó y había sido derribado. La macabra inundación había exhumado el pobre y po­drido ataúd de pino, que yacía ahora expuesto a la luz en piadoso contraste con el pomposo monolito que, como un signo gigantesco de admiración, ponía de relieve la revelación.
A ese deprimente lugar, atraído por una influencia sutil que no pretendió analizar ni tampoco resistirse a ella, llegó el señor Brentshaw. Un señor Brentshaw ya cambiado. Cinco años de esfuerzo, ansiedad y vigilan­cia habían cubierto de parches grises sus cabellos ne­gros, encorvado su hermosa figura, afilado su rostro, y convertido su ágil modo de andar en un arrastrarse chocheante. Ese lustro de fiera lucha no había afectado menos a su corazón e intelecto. El buen humor des­preocupado que le había impulsado a aceptar el legado del muerto había cedido ante un hábito de melancolía constante. Su intelecto firme y vigoroso había madu­rado dando paso a la blandura mental de una segunda infancia. Su entendimiento amplio se había estrecha­do hasta acomodarse a una sola idea; y en lugar de la incredulidad tranquila y cínica de tiempos anteriores, había en él una fe obsesiva en lo sobrenatural que aleteaba en su alma sombría como un murciélago que presagiara la locura. Confuso en todo lo demás, su entendimiento se aferraba a una sola convicción con la tenacidad de un intelecto hundido. Esa convicción era la creencia inquebrantable en la inocencia absoluta del fallecido Gilson. Tantas veces lo había jurado así en el tribunal y afirmado en conversaciones privadas -con tanta frecuencia había sido tan triunfalmente establecido así por testimonios que su buen dinero le habían costado (pues ese mismo día había pagado el último dólar del legado Gilson al señor Jo. Bentley, último testigo del buen carácter de Gilson)- que esa convicción se había convertido para él en una especie de fe religiosa. Le parecía la única verdad básica y decisiva de la vida: la única verdad serena en un mundo de mentiras.
Aquella noche, mientras estaba sentado y pensativo sobre el monumento caído, tratando de descifrar bajo la débil luz de la luna el epitafio que cinco años antes había compuesto con una sonrisa que la memoria no había registrado, las lágrimas del remordimiento bro­taron de sus ojos al recordar que él había sido el principal instrumento que provocó, mediante una falsa acusación, la muerte de aquel buen hombre; pues durante parte de los procedimientos legales, el señor Harper, por una consideración (olvidada) había jura­do que en la pequeña transacción con su yegua baya el fallecido había actuado en acuerdo estricto con sus deseos, que él mismo le había comunicado confiden­cialmente al fallecido, el cual los había ocultado fiel­mente a costa de su vida. Todo lo que el señor Brent­shaw había hecho desde entonces en favor de la me­moria del muerto le parecía dolorosamente inadecua­do: ¡en su mayor parte mediocre, insignificante y degradado por el egoísmo!
Mientras estaba sentado allí torturándose con esos lamentos inútiles, una débil sombra cruzó por delante de sus ojos. Al levantar la vista hacia la luna, que estaba a baja altura por el oeste, vio que la oscurecía una especie de nube vaga y acuosa; pero al moverse los haces de luz iluminaron uno de sus lados y percibió el perfil claro de una figura humana. La aparición fue haciéndose poco a poco más visible; estaba muy cerca de él. Por sorprendidos que estuvieran sus sentidos, casi trabados por el terror y confundidos por terribles imágenes, el señor Brentshaw no pudo evitar percibir, o pensar que percibía, que aquella forma ultraterrena tenía una extraña similitud con la parte mortal del finado Milton Gilson, con el aspecto que tenía esa persona cuando fue bajada de El Árbol cinco años antes. La semejanza era en verdad completa, incluso para sus ojos fríos, y en el cuello tenía una especie de círculo sombreado. No llevaba abrigo ni sombrero, estaba exactamente igual que Gilson cuando había sido colocado en su pobre y barato ataúd por las manos poco cuidadosas del carpintero Pete... por el que hacía ya bastante tiempo que alguien había realizado el mismo y amistoso oficio. El espectro, si era tal cosa, parecía llevar en las manos algo que el señor Brentshaw no podía descifrar claramente. Se acercó más, hasta que finalmente se detuvo al lado del ataúd que conte­nía las cenizas del fallecido señor Gilson, cuya tapa estaba torcida y revelaba a medias su incierto interior. Inclinándose sobre él, el fantasma pareció lanzar en él una sustancia oscura de dudosa consistencia que lleva­ba en un cuenco, para después deslizarse furtivamente hacia la parte inferior del cementerio. Allí la inunda­ción había trasladado, al retirarse, varios ataúdes abier­tos, entre los que empezó a emitir gorgoteos junto con sollozos y susurros. Inclinándose sobre uno de ellos, la aparición cepilló cuidadosamente su contenido sobre el cuenco, regresó luego a su propio ataúd y vació en él el cuenco, lo mismo que antes. Repitió la misteriosa operación en todos los ataúdes que habían quedado abiertos, y a veces el fantasma metía el cuenco en el agua corriente y lo agitaba suavemente para limpiarlo de la arcilla más ruín, amontonando siempre los resi­duos en su caja privada. En resumen, la parte inmortal del fallecido Milton Gilson estaba limpiando el polvo de sus vecinos y añadiéndolo previsoramente al suyo.
Quizás fuera el fantasma de una mente trastornada en un cuerpo enfebrecido. Quizás fuera una farsa solemne representada por los espíritus burlones que pueblan las sombras que están a la orilla del otro mundo. Dios lo sabrá; a nosotros sólo nos queda el conocimiento de que cuando el sol del siguiente día tocó con su luz dorada el cementerio en ruinas de Mammon Hill, el más amable de sus rayos iluminó el rostro inmóvil y blanco de Henry Brentshaw, muerto entre los muertos.

1.007. Briece (Ambrose)





[1] El «faro» es un juego en el que los jugadores apostaban acerca de qué cartas levantaría el crupier. (N. del T.)

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