Una noche de Carnaval, varios
amigos que habían ido al baile y volvían aburridos como se suele volver de esas
fiestas vacías y estruendosas, donde se busca lo imprevisto y lo romancesco y
sólo se encuentra la chabacana vulgaridad y el más insoportable pato, resolvieron, viendo que era día
clarísimo, no acostarse ya y desayunarse en el Retiro, con leche y bollos. La
caminata les despejó la cabeza y les aplacó los nervios encalabrinados,
devolviéndoles esa alegría espontánea que es la mejor prenda de la juventud.
Sentados ante la mesa de hierro, respirando el aire puro y el olor vago y
germinal de los primeros brotes de plantas y árboles, hablaron del tedio de la
vida solteril, y tres de los cuatro que allí se reunían manifestaron tendencias
a doblar la cerviz bajo el santo suyo. El cuarto -el mayor en edad, Saturio
Vargas- como oyó nombrar matrimonio,
hizo un mohín de desagrado, o más bien de repugnancia, que celebraron sus
compañeros con las bromas de cajón y con intencionadas preguntas. Entonces
Saturio, entre sorbo y sorbo de rica leche, anunció que iba a contar la causa
de la antipatía que le inspiraba sólo el nombre y la idea del lazo conyugal.
Es una de las cosas -dijo- que no
pueden justificarse con razones, y no pretendo que me aprobéis, sino que allá,
interiormente, me comprendáis... Hay impresiones más fuertes y decisivas que
todos los raciocinios del mundo; he sufrido una de éstas... y la obedezco y la
obedeceré hasta la última hora de mi vida. Estad ciertos de que moriré con
palma... de soltero.
Recibí la tal impresión cuando
vivía en provincia, bajo el ala de mi madre. Tenía dieciocho años de edad, no
sé si cumplidos, cuando una mañana me anunció mamá que al día siguiente se
casaba una prima nuestra, a quien había traído su tutor de un convento de
Compostela, donde era educanda, y que estábamos convidados a la ceremonia en la
iglesia y a la comidas de bodas, en casa del novio, cierto notario ya maduro.
Alegreme como chico a quien esperaba un día de asueto y jolgorio; madrugué, y
me situé en la iglesia de modo que no perdiese detalle. Cuando llegó la novia,
entre el run run del gentío que se apartaba para dejarla paso, y la vi de
frente, me sorprendí de lo linda que era, y sobre todo de su aire candoroso y angelical,
y de su mucha juventud -una niña más bien que una mujer-. No vestía de blanco;
tal costumbre no existía en Marineda aún; llevaba un traje de seda negro, una
mantilla de blonda española y en el pecho un ramito de azahar artificial; pero
su cara de rosa y sus grandes y dulces ojos azules lucían más con clásico
tocado español, que lucirían bajo el velo de Malinas.
De pronto retrocedí como asustado:
acababa de aparecer el novio, don Elías Bordoy, cincuentón, alto, fornido,
grueso y calvo. Recuerdo que estuve a punto de gritar: «¿Pero es este
hipopótamo el que se lleva esa criatura tan preciosa?» El movimiento que hice
fue marcadísimo; lo advirtió mi madre, y como estaba pegada a mí, me tiró de la
manga y recuerdo que ¡la pobre! puso un dedo sobre los labios, sonriendo con
malicia y gracia, como si me dijese: -¿Pero a ti que te importa? No te metas en
lo que no te va ni te viene».
Si hubiese podido responder en alta
voz y dejar desbordarse mis sentimientos, le gritaría a mamá: «Pues sí me
importa. Cuando se casa un hombre, idealmente se casan todos. El que es joven y
hace versos a escondidas; el que siente y le hierven las ilusiones, se ha
figurado mil veces esta ceremonia y el misterio que la acompaña, y lo ha
revestido de todos los encantos de la belleza. El pudor, la pasión, la
incertidumbre, la esperanza, la felicidad que se sueña, menor, sin embargo, que
la realidad iluminan con tal aureola este momento supremo de la vida, que el
espectador tiene derecho a silbar, si el espectáculo es vergonzoso y grotesco».
Mientras pensaba así, la novia, con voz clarita y argentina, había articulado
un sí redondo...
La hora señalada para la comida de
bodas era la de las tres: don Elías vivía a la antigua española. Nos
introdujeron en una sala anticuada, con sillería de marchito color, en que
cuadros de santos se mezclaban con oleografías de pésimo gusto. Éramos, con los
de la casa, quince o veinte personas las que debíamos disfrutar del banquete.
La novia, ya sin mantilla, pero con su ramo de azahar en el pecho, charlaba con
la hermana de don Elías, solterona avinagrada, que tenía una de esas bocazas
negras que parecen un antro sepulcral. El novio se había retirado, apareciendo
pocos minutos después despojado de la levita, con un macarrónico batín de
franela verde, en zapatillas, y calada una especie de gorra grasienta, a
pretexto de catarro y confianza; en realidad por no desmentir la añeja y
groserísima costumbre de sentarse a la mesa cubierto.
Figuraba entre los comensales uno
de esos graciosos de oficio que no faltaban en ninguna ciudad, y al ver al
novio en tan extraño atavío, le soltó un ¡hurra!
y le anunció que a los postres bailarían una danza con mucho y remucho aquel...
Al oír esta proposición miré a la novia con angustia. Cándida y sonrosada,
inclinando la cabeza gentil, la novia sonreía.
Una maritornes sucia, de
arremangados brazos, anunció en voz destemplada que estaba «la comida lista»; y
don Elías nos enseñó a empellones el camino del comedor. «Nada de cumplimientos
-chillaba el cetáceo- ya saben ustedes que esa palabra significa cumplo y miento». Porque cedí el paso
a una señora, me llamaron señorito almidonado. Sentámonos a la mesa en tropel,
y aquel desorden hizo que me colocase enfrente de la novia y pudiese estudiar
con afán su rostro; pero nada advertí en él, más que el sencillo regocijo de
una chiquilla salida del convento y que se divierte con el barullo y la novedad
de la situación.
La comida era espantosa en su
abundancia y en su pesadez: un pecado de gula colectivo. La hermana de don
Elías, la de la bocaza sepulcral, sentada a mi lado, me hacía cucamonas
aborrecibles, empezando por destapar un soperón ciclópeo, y echarme en el plato
una cascada de tallarines humeantes y calientes como plomo derretido. El cocido
le fue en zaga a la sopa: cada fuente encerraba una montaña de chorizos,
patatas y garbanzos, libras de tocino, una costilla salada, y obra de dos rabos
de cerdo.
Mis esfuerzos para abstenerse
fueron inútiles: la terrible solterona, consagrada, según decía, «a cuidarme»,
notó que me faltaban garbanzos, que estaba privado de tocino, y que nadie más
desprovisto de carne que yo, y remedió al punto estas faltas. Cuando uno es
muchacho padece de raras aprensiones: cree que tiene que hacer el gusto a los
demás, y no el propio. Obedecí a la harpía, y comprendiendo que me envenenaba,
comí de aquellas porquerías grasientas. Era el tonel de las Danaides; cuanto
más tragaba, más me ponía en el plato. Apenas me descuidaba veía venir por el
aire una mano seca y rigurosa, y me llovía en el plato una media morcilla o un
torrezno gordo. Y lo que acrecentaba mi indignación hasta convertirla en furor,
era ver a la novia, la del rostro angelical, la de los ojos de luz y zafiro,
comer con excelente apetito, y escoger con refinada golosina los mejores bocados.
Onzas de sangre daría yo porque apareciese desganada y meditabunda. ¡Desganada!
¡A buena parte! Recuerdo que al ofrecerla su marido un platazo de aceitunas,
exclamó hecha unas castañuelas, de vivaracha: «¡Ay, cómo me gustan! Y en el
convento, espérate por ellas...».
Después de los innumerables
principios, todavía trajeron un tostón o marranilla y un pavo relleno, de
inmensa pechuga, tersa como el parche de un tambor, un pavo que me pareció la
cría de un elefante. Destaparon el champagne, de pésima calidad, pero
suficiente para alborotar las cabezas, y por primera vez oí reír alto a la
novia, con risa cristalina, impulsiva, pueril, que a poco me arranca
lágrimas... Sí; entre el calor, el vaho de la comida y el drama que se
representaba en mi imaginación, declaro que estuve a pique de soltar el trapo
allí mismo. El novio se había retirado a aflojarse los tirantes y volvía a la
mesa hecho una fiera de puro feo, con el cogote rollizo, el rostro apoplético y
los ojos inyectados. Era el instante en que las chanzas del gracioso de oficio
adquirían subido color; en que las señoritas y señoras, sofocadas, se
abanicaban con periódicos, y en que empezaban a desfilar con los postres los
licores -noyó, naranja, kummel y «perfecto amor»-. De este último quiso el
gracioso escanciase el novio una copa a la novia, y aprovechando la algazara
formidable que armó esta ocurrencia, yo me levanté, me deslicé hasta la puerta
sin ser visto, salvé la antesala, salté a la escalera, bajé disparado y me
encontré en la calle, respirando por primera vez desde tantas horas...
Al otro día caí en cama. La recia
indigestión paró en fiebre, y fiebre de septenarios, tifoidea, que me puso a
dos dedos de la sepultura. Convaleciente ya, un día desahogué con mi madre los
recuerdos de la fatal comida. ¿Qué pasaba? ¿La novia había perdido la razón?
¿Se había escapado en bata del domicilio conyugal?
-¡Qué bonito eres! -respondió mi
madre. La novia, muy contenta; y don Elías y su hermana, entusiasmados. Entre
meterse monja por falta de recursos o vivir hecha una señorona en casa de don
Elías, que no se deja ahorcar, de fijo, por un par de millones... ya comprendes
la diferencia, hijo.
No objeté nada. Mamá tenía razón.
Me guardé mi desilusión, convertida, poco a poco, en horror profundo. Cada vez
que pienso que pueden casarse conmigo como se casaron con don Elías... juro
concluir mi existencia entre un gato y un ama de llaves... ¡Solo... solo!...
Mejor que mal acompañado.
-Comprendo -exclamó uno de los
que oían a Saturio Vargas. Se te indigestó la boda... y manjar que se nos
indigesta, ya no lo catamos.
«El liberal», 14 de febrero de 1897
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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