Eranse un
abuelo y una abuela. Tenían dos nietecillas huérfanas, tan lindas y tan buenas
que estaban encantados con ellas.
Una vez
se le ocurrió al abuelo sembrar guisantes. Los sembró, crecieron y florecieron.
Contemplándolos se decía el abuelo: «Ahora podremos comer todo el invierno
pastelillos de guisantes.» Pero los gorriones tomaron precisamente la costumbre
de ir a picotearlos. Viendo que la cosa se ponía mal, el abuelo envió a la
menor de sus nietas a espantarlos. La nieta se sentó allí cerca con una varita
que agitaba diciendo:
-¡Fuera,
fuera, gorriones! No os comáis los guisantes, que son del abuelito.
En esto
oyó barullo y ruido de ramas rotas en el bosque. Era que llegaba Verlioka: muy
alto, muy alto, con un solo ojo, la nariz ganchuda, la barbeja en punta, los
mostachos hasta la rodilla, una pierna sola metida en una bota de madera, una
muleta para apoyarse y una sonrisa que era una mueca horrible... Este Verlioka
tenía una manera de ser muy especial. En cuanto veía a una persona, sobre todo
si era de una apariencia apacible, no podía por menos de manifestarle su
agrado, con tanta efusión que la dejaba medio tullida. Y nadie escapaba, ya
fuera joven o viejo, tranquilo o fogoso.
Y, claro,
¿cómo no iba a hacer lo mismo, viéndola tan linda, con la nietecita del abuelo?
Pero se conoce que a ella no le gustaron aquellos juegos, o quizá le dijo algo
desagradabe... No lo sé. El caso es que Verlioka la mató con la muleta.
El abuelo
estuvo esperando a la nieta pequeña. Tanto tardaba, que mandó a la mayor a
buscarla. Verlioka hizo lo mismo con ella. Al cabo de mucho esperar, y como
tampoco volvía la otra, el abuelo le dijo a su mujer:
-¿Por qué
tardarán tanto? Estarán de cháchara con los muchachos mientras los gorriones se
comen los guisantes. Ve tú por ellas y tráelas de las orejas.
La abuela
se bajó del rellano de la estufa, agarró un palo que tenía en un rincón,
traspuso el umbral y ya no volvió a casa. Está claro: cuando llegó y vio a sus
nietas muertas y luego a Verlioka, comprendió que era obra suya. Desesperada,
le agarró de los pelos... y ¿qué más quería nuestro penden-ciero?
El abuelo
siguió esperando a las nietas y a su mujer; pero, como si nada: no aparecía
nadie.
«¿Qué
demonios ocurre? -se preguntó entonces. ¿Le habrá gustado también algún mozo a
mi vieja? Bien dicen que la costilla es siempre una pesadilla y que la mujer,
mujer es hasta a los años cien.»
Después
de tan sabias reflexiones se levantó, se puso la pelliza, encendió su pipa y,
después de rezar una oración, también salió de la casa.
Llegó al
campo de guisantes y vio a sus preciosas nietas tendidas lo mismo que si
durmieran. Sólo que una tenía, como una cinta roja, un hilo de sangre en la
frente y la otra cinco dedos azules marcados en el cuello. En cuanto a la
vieja, estaba tan mutilada, que no se la podía reconocer. El abuelo estalló en
sollozos, se puso a besarlas y acariciarlas con grandes lamenta-ciones.
Habría
seguido mucho tiempo llorando, pero oyó barullo y ruido de ramas rotas en el
bosque. Era que llegaba Verlioka: muy alto, muy alto, con un solo ojo, la nariz
ganchuda, la barbeja en punta, los mostachos hasta la rodilla, una pierna sola
metida en una bota de madera, una muleta para apoyarse y una sonrisa que era
una mueca horrible... Agarró al viejo, y ¡venga a golpearle! Hasta que el pobre
escapó como pudo.
Volvió
corriendo a su casa, se sentó en un banco, descansó un poco y dijo:
-Esas
bromas, amigo, para otro, porque tampoco yo soy manco. Dale a la lengua, que no
tiene hueso, pero deja los puños quietos. Te equivocas si crees que nadie
contigo se atreve. Se conoce, Verlioka, que no te enseñaron de niño el dicho de
que haz el bien para tu contento porque el mal se paga por uno ciento.
Así
razonó largamente el abuelo consigo mismo hasta que, sintiéndose bastante
desahogado, agarró unas muletas de hierro y marchó a pelear con Verlioka.
Iba
caminando, cuando vio un estanque, y en el estanque un pato rabón.
-Bien,
bien, bien... -gritó el pato cuando se acercó el viejo. Ya sabía yo que
vendrías. Por eso te esperaba aquí. Hola, abuelo. Que tengas salud para cien
años.
-Hola,
pato. ¿Y por qué me esperabas?
-Porque
sabía que irías contra Verlioka para vengar a la abuela y a tus nietas.
-¿Y quién
te lo ha contado?
-Mi
comadre.
-¿Cómo lo
sabía ella?
-Mi
comadre sabe todo lo que ocurre en el mundo. Hay veces en que, antes de suceder
una cosa, ya está mi comadre contándosela a otra al oído. Y sabido es que,
cuando dos comadres cuchichean, todo el mundo se entera de lo que sea.
-¡Qué cosa
tan chocante! -exclamó el abuelo.
-No es
chocante: es verdad. Tan verdad, que esto no ocurre sólo entre los de abajo,
sino también entre los de muchas campanillas.
-¡Hay que
ver! -murmuró el abuelo, y se quedó con la boca abierta.
Pero en
seguida se recobró y, quitándose el gorro, le hizo un profundo saludo al pato
rabón antes de preguntarle:
-Y usted,
mi bienhechor, ¿conoce a Verlioka?
-iCla,
cla, claro que conozco a ese tuerto!
El pato
torció la cabeza -porque ellos ven mejor de costado-, guiñó un ojo, miró al
viejo y continuó:
-¡En fin!
Una desgracia le ocurre a cualquiera. Aunque viva uno cien años, todos los días
aprende algo. Y llega a viejo sin saber nada...
Aleteó,
movió un poco el trasero y se puso a aleccionar al viejo.
-Escucha,
abuelo, y aprende. Una vez, en esta misma orilla, se puso Verlioka a pegar a un
desgraciado. Yo tenía entonces la muletilla de decir «¡ay, ay, ay!» por
cualquier cosa. Conque también ese día estuve diciendo desde el agua «¡ay, ay,
ay!», mientras Verlioka se divertía a su manera. Bueno, pues cuando acabó con
aquel desgraciado, se abalanzó sobre mí sin una palabra y me agarró de la cola.
Claro que se llevó un chasco porque yo di un tirón y sólo le quedaron las
plumas en la mano. Sin embargo, y aunque no eran una gran cosa, sentí
perderlas. A nadie le gusta que le desplumen, ¿verdad? De modo que, desde
entonces, me he despabilado y, vea lo que vea, nunca grito «¡ay, ay, ay!», sino
que asiento «ibien, bien, bien...!» ¿Y sabes una cosa? Pues que vivo sin
complicaciones, que soy más respetado. Todos dicen: «El pato se habrá quedado
sin cola, pero le sobra entendimiento.»
-Y no
podrías tú, mi bienhechor, decirme dónde vive Verlioka?
-Bien,
bien, bien...
El pato
salió del agua y, contoneándose como la oronda mujer de un mercader, echó a
andar por la orilla. El abuelo le siguió.
Iban así
andando, cuando se encontraron una cuerda en el camino.
-Hola,
abuelo.
-Hola,
cuerdecita.
-¿Cómo
vives? ¿Adónde vas?
-Pues,
vivo regular. Y voy en busca de Verlioka para vengarme de él. Imagínate que ha
ahogado a mi mujer y ha matado a mis nietas, dos criaturas preciosas.
-Yo
conocía a tus nietas y estimaba a tu mujer. Llévame y te ayudaré.
«Puede
servirme para atar a Verlioka», pensó el viejo, y contestó:
-Bueno,
pues ven conmigo si conoces el camino.
La cuerda
le siguió, deslizándose como una serpiente. Iban así andando, cuando se
encontraron con una kolotushka [1].
-Hola,
abuelo.
-Hola,
kolotushka.
-¿Cómo
vives? ¿Adónde vas?
-Vivo
regular. Y voy en busca de Verlioka para vengarme de él. Imagínate que ha
ahogado a mi mujer y ha matado a mis nietas, dos criaturas preciosas.
-Llévame
contigo y te ayudaré.
-Bueno,
pues ven conmigo si conoces el camino -contestó, pensando que, efectivamente,
podría ser una ayuda.
La
kolotushka se enderezó sobre el mango y le siguió a saltos. Reanudaron la
marcha. Iban así andando cuando se encontra
ron una
bellota que saludó con voz muy finita:
-Hola,
abuelo.
-Hola,
bellota.
-¿Adónde
te encaminas?
-A matar
a Verlioka, si es que lo conoces.
-¡Claro
que lo conozco! Y ya es hora de que pague sus fechorías. Llévame contigo y te
ayudaré.
-¿Y en
qué podrías ayudarme tú?
-No
escupas en el pozo por si luego tienes sed, abuelo. Bien dicen que no hay
enemigo pequeño. Y también que más vale poco y bueno que mucho y malo.
«Bueno,
pues que venga -pensó el viejo. Cuanta más gente, mejor.»
Y le dijo
a la bellota:
-Está
bien. Síguenos.
¿Seguirlos?
¡Quia! La bellota partió pegando saltos delante de todos.
De esta
manera llegaron a un bosque oscuro y muy frondoso donde había una pequeña isba.
No encontraron a nadie dentro. La lumbre estaba apagada hacía ya mucho tiempo.
En un cuenco había un poco de masa. La bellota pegó un salto y se metió dentro.
La cuerda se estiró delante del umbral. El abuelo dejó la kolotushka encima de
un vasar, subió al pato al rellano de la estufa y él se escondió detrás de la
puerta.
Llegó
Verlioka, dejó caer una brazada de leña en el suelo y se puso a preparar la
estufa.
Desde
dentro del cuenco, la bellota empezó a silbar:
-Pi...,
pi..., pi... Para atizarle a Verlioka hemos venido aquí.
-Calla, o
te tiro al cubo de la basura -gritó Verlioka a la masa.
Pero la
bellota siguió silbando, sin hacerle caso. Verlioka se enfadó, agarró el cuenco
y tiró la masa al cubo de la basura. La bellota dio entonces un saltó, le pegó
a Verlioka en su único ojo y lo dejó sin él.
Verlioka
quiso escapar de allí; ¡pero, quia! La cuerda le cortó el camino y Verlioka se
desplomó. La kolotushka saltó del vasar, el abuelo salió de detrás de la puerta
y los dos la emprendieron a golpes con Verlioka, mientras el pato aprobaba,
desde el rellano de la estufa:
-Bien,
bien, bien...
De nada
le sirvieron a Verlioka su fuerza ni sus arranques. Y aquí se termina el
cuento.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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