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sábado, 15 de junio de 2013

Verlioka

Eranse un abuelo y una abuela. Tenían dos nietecillas huérfanas, tan lindas y tan buenas que estaban encantados con ellas.
Una vez se le ocurrió al abuelo sembrar guisantes. Los sembró, crecieron y florecieron. Contemplándolos se decía el abuelo: «Ahora podremos comer todo el invierno pastelillos de guisantes.» Pero los gorriones tomaron precisamente la costumbre de ir a picotearlos. Viendo que la cosa se ponía mal, el abuelo envió a la menor de sus nietas a espantarlos. La nieta se sentó allí cerca con una varita que agitaba diciendo:
-¡Fuera, fuera, gorriones! No os comáis los guisantes, que son del abuelito.
En esto oyó barullo y ruido de ramas rotas en el bosque. Era que llegaba Verlioka: muy alto, muy alto, con un solo ojo, la nariz ganchuda, la barbeja en punta, los mostachos hasta la rodilla, una pierna sola metida en una bota de madera, una muleta para apoyarse y una sonrisa que era una mueca horrible... Este Verlioka tenía una manera de ser muy especial. En cuanto veía a una persona, sobre todo si era de una apariencia apacible, no podía por menos de manifestarle su agrado, con tanta efusión que la dejaba medio tullida. Y nadie escapaba, ya fuera joven o viejo, tranquilo o fogoso.
Y, claro, ¿cómo no iba a hacer lo mismo, viéndola tan linda, con la nietecita del abuelo? Pero se conoce que a ella no le gustaron aquellos juegos, o quizá le dijo algo desagradabe... No lo sé. El caso es que Verlioka la mató con la muleta.
El abuelo estuvo esperando a la nieta pequeña. Tanto tardaba, que mandó a la mayor a buscarla. Verlioka hizo lo mismo con ella. Al cabo de mucho esperar, y como tampoco volvía la otra, el abuelo le dijo a su mujer:
-¿Por qué tardarán tanto? Estarán de cháchara con los muchachos mientras los gorriones se comen los guisantes. Ve tú por ellas y tráelas de las orejas.
La abuela se bajó del rellano de la estufa, agarró un palo que tenía en un rincón, traspuso el umbral y ya no volvió a casa. Está claro: cuando llegó y vio a sus nietas muertas y luego a Verlioka, comprendió que era obra suya. Desesperada, le agarró de los pelos... y ¿qué más quería nuestro penden-ciero?
El abuelo siguió esperando a las nietas y a su mujer; pero, como si nada: no aparecía nadie.
«¿Qué demonios ocurre? -se preguntó entonces. ¿Le habrá gustado también algún mozo a mi vieja? Bien dicen que la costilla es siempre una pesadilla y que la mujer, mujer es hasta a los años cien.»
Después de tan sabias reflexiones se levantó, se puso la pelliza, encendió su pipa y, después de rezar una oración, también salió de la casa.
Llegó al campo de guisantes y vio a sus preciosas nietas tendidas lo mismo que si durmieran. Sólo que una tenía, como una cinta roja, un hilo de sangre en la frente y la otra cinco dedos azules marcados en el cuello. En cuanto a la vieja, estaba tan mutilada, que no se la podía reconocer. El abuelo estalló en sollozos, se puso a besarlas y acariciarlas con grandes lamenta-ciones.
Habría seguido mucho tiempo llorando, pero oyó barullo y ruido de ramas rotas en el bosque. Era que llegaba Verlioka: muy alto, muy alto, con un solo ojo, la nariz ganchuda, la barbeja en punta, los mostachos hasta la rodilla, una pierna sola metida en una bota de madera, una muleta para apoyarse y una sonrisa que era una mueca horrible... Agarró al viejo, y ¡venga a golpearle! Hasta que el pobre escapó como pudo.
Volvió corriendo a su casa, se sentó en un banco, descansó un poco y dijo:
-Esas bromas, amigo, para otro, porque tampoco yo soy manco. Dale a la lengua, que no tiene hueso, pero deja los puños quietos. Te equivocas si crees que nadie contigo se atreve. Se conoce, Verlioka, que no te enseñaron de niño el dicho de que haz el bien para tu contento porque el mal se paga por uno ciento.
Así razonó largamente el abuelo consigo mismo hasta que, sintiéndose bastante desahogado, agarró unas muletas de hierro y marchó a pelear con Verlioka.
Iba caminando, cuando vio un estanque, y en el estanque un pato rabón.
-Bien, bien, bien... -gritó el pato cuando se acercó el viejo. Ya sabía yo que vendrías. Por eso te esperaba aquí. Hola, abuelo. Que tengas salud para cien años.
-Hola, pato. ¿Y por qué me esperabas?
-Porque sabía que irías contra Verlioka para vengar a la abuela y a tus nietas.
-¿Y quién te lo ha contado?
-Mi comadre.
-¿Cómo lo sabía ella?
-Mi comadre sabe todo lo que ocurre en el mundo. Hay veces en que, antes de suceder una cosa, ya está mi comadre contándosela a otra al oído. Y sabido es que, cuando dos comadres cuchichean, todo el mundo se entera de lo que sea.
-¡Qué cosa tan chocante! -exclamó el abuelo.
-No es chocante: es verdad. Tan verdad, que esto no ocurre sólo entre los de abajo, sino también entre los de muchas campanillas.
-¡Hay que ver! -murmuró el abuelo, y se quedó con la boca abierta.
Pero en seguida se recobró y, quitándose el gorro, le hizo un profundo saludo al pato rabón antes de preguntarle:
-Y usted, mi bienhechor, ¿conoce a Verlioka?
-iCla, cla, claro que conozco a ese tuerto!
El pato torció la cabeza -porque ellos ven mejor de costado-, guiñó un ojo, miró al viejo y continuó:
-¡En fin! Una desgracia le ocurre a cualquiera. Aunque viva uno cien años, todos los días aprende algo. Y llega a viejo sin saber nada...
Aleteó, movió un poco el trasero y se puso a aleccionar al viejo.
-Escucha, abuelo, y aprende. Una vez, en esta misma orilla, se puso Verlioka a pegar a un desgraciado. Yo tenía entonces la muletilla de decir «¡ay, ay, ay!» por cualquier cosa. Conque también ese día estuve diciendo desde el agua «¡ay, ay, ay!», mientras Verlioka se divertía a su manera. Bueno, pues cuando acabó con aquel desgraciado, se abalanzó sobre mí sin una palabra y me agarró de la cola. Claro que se llevó un chasco porque yo di un tirón y sólo le quedaron las plumas en la mano. Sin embargo, y aunque no eran una gran cosa, sentí perderlas. A nadie le gusta que le desplumen, ¿verdad? De modo que, desde entonces, me he despabilado y, vea lo que vea, nunca grito «¡ay, ay, ay!», sino que asiento «ibien, bien, bien...!» ¿Y sabes una cosa? Pues que vivo sin complicaciones, que soy más respetado. Todos dicen: «El pato se habrá quedado sin cola, pero le sobra entendimiento.»
-Y no podrías tú, mi bienhechor, decirme dónde vive Verlioka?
-Bien, bien, bien...
El pato salió del agua y, contoneándose como la oronda mujer de un mercader, echó a andar por la orilla. El abuelo le siguió.
Iban así andando, cuando se encontraron una cuerda en el camino.
-Hola, abuelo.
-Hola, cuerdecita.
-¿Cómo vives? ¿Adónde vas?
-Pues, vivo regular. Y voy en busca de Verlioka para vengarme de él. Imagínate que ha ahogado a mi mujer y ha matado a mis nietas, dos criaturas preciosas.
-Yo conocía a tus nietas y estimaba a tu mujer. Llévame y te ayudaré.
«Puede servirme para atar a Verlioka», pensó el viejo, y contestó:
-Bueno, pues ven conmigo si conoces el camino.
La cuerda le siguió, deslizándose como una serpiente. Iban así andando, cuando se encontraron con una kolotushka [1].
-Hola, abuelo.
-Hola, kolotushka.
-¿Cómo vives? ¿Adónde vas?
-Vivo regular. Y voy en busca de Verlioka para vengarme de él. Imagínate que ha ahogado a mi mujer y ha matado a mis nietas, dos criaturas preciosas.
-Llévame contigo y te ayudaré.
-Bueno, pues ven conmigo si conoces el camino -contestó, pensando que, efectivamente, podría ser una ayuda.
La kolotushka se enderezó sobre el mango y le siguió a saltos. Reanudaron la marcha. Iban así andando cuando se encontra
ron una bellota que saludó con voz muy finita:
-Hola, abuelo.
-Hola, bellota.
-¿Adónde te encaminas?
-A matar a Verlioka, si es que lo conoces.
-¡Claro que lo conozco! Y ya es hora de que pague sus fechorías. Llévame contigo y te ayudaré.
-¿Y en qué podrías ayudarme tú?
-No escupas en el pozo por si luego tienes sed, abuelo. Bien dicen que no hay enemigo pequeño. Y también que más vale poco y bueno que mucho y malo.
«Bueno, pues que venga -pensó el viejo. Cuanta más gente, mejor.»
Y le dijo a la bellota:
-Está bien. Síguenos.
¿Seguirlos? ¡Quia! La bellota partió pegando saltos delante de todos.
De esta manera llegaron a un bosque oscuro y muy frondoso donde había una pequeña isba. No encontraron a nadie dentro. La lumbre estaba apagada hacía ya mucho tiempo. En un cuenco había un poco de masa. La bellota pegó un salto y se metió dentro. La cuerda se estiró delante del umbral. El abuelo dejó la kolotushka encima de un vasar, subió al pato al rellano de la estufa y él se escondió detrás de la puerta.
Llegó Verlioka, dejó caer una brazada de leña en el suelo y se puso a preparar la estufa.
Desde dentro del cuenco, la bellota empezó a silbar:
-Pi..., pi..., pi... Para atizarle a Verlioka hemos venido aquí.
-Calla, o te tiro al cubo de la basura -gritó Verlioka a la masa.
Pero la bellota siguió silbando, sin hacerle caso. Verlioka se enfadó, agarró el cuenco y tiró la masa al cubo de la basura. La bellota dio entonces un saltó, le pegó a Verlioka en su único ojo y lo dejó sin él.
Verlioka quiso escapar de allí; ¡pero, quia! La cuerda le cortó el camino y Verlioka se desplomó. La kolotushka saltó del vasar, el abuelo salió de detrás de la puerta y los dos la emprendieron a golpes con Verlioka, mientras el pato aprobaba, desde el rellano de la estufa:
-Bien, bien, bien...
De nada le sirvieron a Verlioka su fuerza ni sus arranques. Y aquí se termina el cuento.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

[1] kolotushka

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