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sábado, 15 de junio de 2013

Cuentos de sueños (2)

En cierto reino, en cierto país, vivía un marinero que servía con toda fidelidad al zar y era muy honrado. De manera que sus superiores le conocían.
Una vez pidió licencia para bajar a tierra. Se puso su uniforme y fue a una taberna. Allí encargó todo lo que quiso y se puso a comer y a beber tan tranquilo. Había hecho ya lo menos diez rublos de gasto, pero él seguía pidiendo: ahora esto, ahora lo otro...
-Escucha, marinero -le dijo el mozo: estás pidiendo muchas cosas. ¿Tendrás dinero para pagar?
-¿Te preocupa eso, muchacho? Pero si a mí me sobra el dinero...
Al instante sacó del bolsillo una moneda de oro, la tiró sobre la mesa y dijo:
-Toma. Cóbrate.
El camarero tomó la moneda, hizo la cuenta de todo y le llevó el cambio.
-Deja, muchacho -rechazó el marinero-. Quédate con eso de propina.
Al día siguiente pidió de nuevo licencia el marinero, fue a la misma taberna y se gastó otra moneda de oro. Al tercer día ocurrió lo mismo y desde entonces siguió yendo a diario, pagando con monedas de oro y dejándole la vuelta al camarero de propina.
Aquello le llamó la atención al tabernero y empezó a pensar:
-¿Qué significa esto? ¡Un marinerillo de nada tirando el dinero como si tal cosa! Tengo una caja entera de monedas suyas. La paga que les dan, yo lo sé muy bien, no da para esto. Seguro que ha metido mano en la caja de su unidad. Tendré que comunicárselo a sus superiores, no vaya a verme yo envuelto en un lío que me lleve a Siberia.
Conque el tabernero denunció al soldado a un oficial y éste llevó el asunto hasta el general. El general ordenó que se presentara el marinero.
-Confiesa sin rodeos de dónde has sacado ese oro.
-Oro como ése se encuentra en cualquier basurero.
-¿Qué mentira es ésa?
-No es mentira, excelencia. El que miente no soy yo, sino el tabernero. Dígale que enseñe el oro con que yo le he pagado.
Trajeron la caja, la abrieron, y estaba llena de tabas.
-Conque pagabas con oro y ahora resulta que eran tabas, ¿eh? Bueno, pues enséñanos cómo lo has conseguido...
-Excelencia, excelencia... Creo que vamos a morir...
Miraron a su alrededor y vieron que estaba entrando agua a raudales por las ventanas y las puertas. El agua subía y subía y les llegaba ya a la garganta.
-¡Dios mío! ¿Qué hago yo ahora? ¿Dónde me meto? -preguntaba el general asustado.
-Si no quiere ahogarse, excelencia -contestó el marinero, métase detrás de mí por la chimenea.
Treparon por la chimenea, salieron al tejado, miraron hacia todas partes y vieron que la ciudad entera estaba inundada. Era tal la inundación, que en los lugares bajos no se veían siquiera las casas. Y el agua continuaba subiendo.
-Hermano -dijo el general, me parece que no nos salvaremos.
-Sea lo que Dios quiera.
«Ha llegado mi hora», pensaba el general rezando, más muerto que vivo.
De pronto apareció como por ensalmo una lancha que pegó contra el tejado y se detuvo allí mismo.
-Excelencia -dijo el marinero-: suba en seguida en la lancha y alejémonos de aquí. Quizá nos salvemos si baja el agua.
Subieron los dos a la lancha, y el viento los empujó sobre el agua. Así bogaron un día, luego otro..., hasta que al tercero el agua empezó a bajar a tal velocidad, que era difícil imaginarse adonde habría ido a parar. Todo en torno quedó seco.
El marinero y el general se apearon de la lancha, les preguntaron a unas buenas gentes cómo se llamaba aquella región y si habían ido a parar muy lejos.
Resultó que habían ido a parar a los confines de la tierra, al más lejano de los reinos. Se encontraban en medio de gente extraña, desconocida. ¿Qué hacer? ¿Cómo regresar a su país? Estaban sin dinero, no tenían con qué alimentarse.
-Hay que ponerse a trabajar y ganar algún dinero -dijo el marinero-. De lo contrario, no podemos ni pensar en volver a casa.
-Eso se dice muy pronto tratándose de ti, que estás acostumbrado de siempre a trabajar. ¿Pero y yo? Demasiado sabes que soy general y no he aprendido a trabajar.
-No importa. Ya encontraré yo algún trabajo que no exija conocimientos especiales.
Fueron a una aldea a ofrecerse para el pastoreo. La asamblea de los aldeanos los admitió y los contrató para todo el verano: al marinero de pastor y al general de zagal.
De modo que estuvieron pastando al rebaño de aquella aldea hasta el otoño. Luego les cobraron lo convenido a los aldeanos y se pusieron a repartirse el dinero. El marinero dividió la paga en dos: tanto para él y otro tanto para el general.
Viendo el general que el marinero se quedaba con la misma cantidad que él, lo tomó muy a mal.
-¿Cómo eres capaz de igualarme a ti, siendo yo general y tú un simple marinero?
-¡Demasiado favor le hago! Lo que debía haber hecho es dividir la paga en tres partes, quedarme yo dos y darle a usted una sola, puesto que yo he hecho de pastor de verdad y usted sólo de zagal.
El general se enfadó mucho, le llamó miles de cosas al marinero... El marinero aguantó, aguantó, hasta que le atizó en un costado:
-¡Excelencia! ¡Despierte, excelencia!
El general abrió los ojos y se encontró con que no había cambiado nada: continuaba en su despacho, de donde no se había movido.
Suspendió el juicio contra el marinero, dejándole marchar sin más. En cuanto al tabernero, tuvo que volver a su casa como había venido.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)


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