En cierto
reino, en cierto país, vivía un marinero que servía con toda fidelidad al zar y
era muy honrado. De manera que sus superiores le conocían.
Una vez
pidió licencia para bajar a tierra. Se puso su uniforme y fue a una taberna.
Allí encargó todo lo que quiso y se puso a comer y a beber tan tranquilo. Había
hecho ya lo menos diez rublos de gasto, pero él seguía pidiendo: ahora esto,
ahora lo otro...
-Escucha,
marinero -le dijo el mozo: estás pidiendo muchas cosas. ¿Tendrás dinero para
pagar?
-¿Te
preocupa eso, muchacho? Pero si a mí me sobra el dinero...
Al
instante sacó del bolsillo una moneda de oro, la tiró sobre la mesa y dijo:
-Toma.
Cóbrate.
El
camarero tomó la moneda, hizo la cuenta de todo y le llevó el cambio.
-Deja,
muchacho -rechazó el marinero-. Quédate con eso de propina.
Al día
siguiente pidió de nuevo licencia el marinero, fue a la misma taberna y se
gastó otra moneda de oro. Al tercer día ocurrió lo mismo y desde entonces
siguió yendo a diario, pagando con monedas de oro y dejándole la vuelta al
camarero de propina.
Aquello
le llamó la atención al tabernero y empezó a pensar:
-¿Qué
significa esto? ¡Un marinerillo de nada tirando el dinero como si tal cosa!
Tengo una caja entera de monedas suyas. La paga que les dan, yo lo sé muy bien,
no da para esto. Seguro que ha metido mano en la caja de su unidad. Tendré que
comunicárselo a sus superiores, no vaya a verme yo envuelto en un lío que me
lleve a Siberia.
Conque el
tabernero denunció al soldado a un oficial y éste llevó el asunto hasta el
general. El general ordenó que se presentara el marinero.
-Confiesa
sin rodeos de dónde has sacado ese oro.
-Oro como
ése se encuentra en cualquier basurero.
-¿Qué
mentira es ésa?
-No es
mentira, excelencia. El que miente no soy yo, sino el tabernero. Dígale que
enseñe el oro con que yo le he pagado.
Trajeron
la caja, la abrieron, y estaba llena de tabas.
-Conque
pagabas con oro y ahora resulta que eran tabas, ¿eh? Bueno, pues enséñanos cómo
lo has conseguido...
-Excelencia,
excelencia... Creo que vamos a morir...
Miraron a
su alrededor y vieron que estaba entrando agua a raudales por las ventanas y
las puertas. El agua subía y subía y les llegaba ya a la garganta.
-¡Dios
mío! ¿Qué hago yo ahora? ¿Dónde me meto? -preguntaba el general asustado.
-Si no
quiere ahogarse, excelencia -contestó el marinero, métase detrás de mí por la
chimenea.
Treparon
por la chimenea, salieron al tejado, miraron hacia todas partes y vieron que la
ciudad entera estaba inundada. Era tal la inundación, que en los lugares bajos
no se veían siquiera las casas. Y el agua continuaba subiendo.
-Hermano
-dijo el general, me parece que no nos salvaremos.
-Sea lo
que Dios quiera.
«Ha
llegado mi hora», pensaba el general rezando, más muerto que vivo.
De pronto
apareció como por ensalmo una lancha que pegó contra el tejado y se detuvo allí
mismo.
-Excelencia
-dijo el marinero-: suba en seguida en la lancha y alejémonos de aquí. Quizá
nos salvemos si baja el agua.
Subieron
los dos a la lancha, y el viento los empujó sobre el agua. Así bogaron un día,
luego otro..., hasta que al tercero el agua empezó a bajar a tal velocidad, que
era difícil imaginarse adonde habría ido a parar. Todo en torno quedó seco.
El
marinero y el general se apearon de la lancha, les preguntaron a unas buenas
gentes cómo se llamaba aquella región y si habían ido a parar muy lejos.
Resultó
que habían ido a parar a los confines de la tierra, al más lejano de los
reinos. Se encontraban en medio de gente extraña, desconocida. ¿Qué hacer?
¿Cómo regresar a su país? Estaban sin dinero, no tenían con qué alimentarse.
-Hay que
ponerse a trabajar y ganar algún dinero -dijo el marinero-. De lo contrario, no
podemos ni pensar en volver a casa.
-Eso se
dice muy pronto tratándose de ti, que estás acostumbrado de siempre a trabajar.
¿Pero y yo? Demasiado sabes que soy general y no he aprendido a trabajar.
-No
importa. Ya encontraré yo algún trabajo que no exija conocimientos especiales.
Fueron a
una aldea a ofrecerse para el pastoreo. La asamblea de los aldeanos los admitió
y los contrató para todo el verano: al marinero de pastor y al general de
zagal.
De modo
que estuvieron pastando al rebaño de aquella aldea hasta el otoño. Luego les
cobraron lo convenido a los aldeanos y se pusieron a repartirse el dinero. El
marinero dividió la paga en dos: tanto para él y otro tanto para el general.
Viendo el
general que el marinero se quedaba con la misma cantidad que él, lo tomó muy a
mal.
-¿Cómo
eres capaz de igualarme a ti, siendo yo general y tú un simple marinero?
-¡Demasiado
favor le hago! Lo que debía haber hecho es dividir la paga en tres partes,
quedarme yo dos y darle a usted una sola, puesto que yo he hecho de pastor de
verdad y usted sólo de zagal.
El
general se enfadó mucho, le llamó miles de cosas al marinero... El marinero
aguantó, aguantó, hasta que le atizó en un costado:
-¡Excelencia!
¡Despierte, excelencia!
El
general abrió los ojos y se encontró con que no había cambiado nada: continuaba
en su despacho, de donde no se había movido.
Suspendió
el juicio contra el marinero, dejándole marchar sin más. En cuanto al
tabernero, tuvo que volver a su casa como había venido.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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