Cuando
entrábamos en la antigua mansión, entregada desde hacía tantos años, no al
cuidado, sino al descuido de unos caseros, me dijo mi padre:
-Mañana puedes
ver el cuerpo de una tía abuela tuya, que murió en opinión de santa... Está
enterrada en la capilla y tiene una lápida muy antigua, muy anterior a la época
del fallecimiento de esta señora; una lápida que, si mal no recuerdo, lleva
inscripción gótica. La señora es de mediados del siglo dieciocho.
-La tradición de
familia es que está incorrupta, y que de su sepulcro se exhala una fragancia
deliciosa.
-Se llamaba doña
Clotilde de la Riva
y Altamirano... Vivió siempre aquí, y no debió de ser casada, pues papeleando
en el archivo he encontrado sus partidas de bautismo y defunción, pero no la de
matrimonio.
-Poca cosa... Lo
que de boca en boca se han transmitido los des-cendientes... A mí me lo dijo mi
madre, yo te lo repito ahora... Parece que era una especie de extática tu
tía... Y añaden que curaba las enfermedades con la imposición de manos. Lo que
puedo asegurarte es que murió joven: veintiocho años... Añaden que no sólo
curaba los cuerpos, sino las almas. Cuando una moza de la aldea daba que
sentir, se la traían a la tía Clotilde y le quitaba la impureza del corazón
poniendo la palma encima.
-Pero de todo
eso, ¿quedan testimonios escritos? -insistí con anhelo de evidencia en que
apoyar los deliciosos abandonos de la fe.
-Ninguno... Esas
cosas no suelen escribirse, y, sin embargo, son las más interesantes... Pero si
mañana encontramos el cuerpo incorrupto, ¿cómo dudar de que tenemos a una santa
en la familia?
Mi padre no
añadió palabras sobre el asunto, porque tuvo que dar disposiciones relacionadas
con el problema de cenar y dormir. Todo estaba abandonado en el caserón;
aquella gente labriega tenía los muebles destrozados, y las camas torneadas, de
columnas salomónicas, dedicadas a frutero. Al fin logramos que nos habilitasen
dos colchones y que se friesen unos huevos y se calasen unas sopas de leche.
Después de la frugal refacción, mi padre se fue a celebrar una conferencia con
los caseros, matrimonio ya encanecido, y yo me asomé a un balcón que daba al
antiguo jardín de mirtos, y sobre el cual, formando ángulo, presentaba su
fachadita algo barroca la capilla donde reposaba doña Clotilde. El jardín era
ya bosquete confuso y enmarañado. Cada planta había crecido a su talante, y la
forma severa y geométrica del diseño ni adivinarse podía. Arboles enormes se
destacaban sobre la masa de verdor oscuro, y a trechos las sendas y glorietas
aún blanqueaban. Olores de miel subían de los macizos en flor. A lo lejos, la
ría enroscaba su lomo de dragón de plata, dormido bajo los ópalos misteriosos
de la luna. Se escuchaba el cristalino gotear de una fuente, oculta entre los
arbustos, que, sin duda, en otro tiempo manó hermoso chorro de agua; pero
ahora, obstruido el caño, exhalaba un sollozo interrumpido, lento. Y dentro de
mi alma le contestaba otro sollozo. Porque yo -y al llegar aquí de su relación,
el sobrino y nieto de doña Clotilde estaba tan pálido como debió de estarlo su
tía y abuela en el féretro-, yo, entonces, tenía el corazón más enfermo de lo
que pudieran tenerlo las mozas a quienes la Santa curaba aplicándoles la mano; y enfermo de
peor enfermedad, pues no era impureza, sino pasión desesperada a fuerza de ser
pura y llena de idealismo, lo que yo padecía, lo que ocultaba como debiera Don
Quijote haber ocultado su locura generosa, y lo que, habiendo subyugado mi
razón, amenazaba dar al traste con ella, llevándome sabe Dios a qué abismo,
entre negras ondas de melancolía... Clavando los ojos en la cerrada puerta que
guardaba el arcano de una vida más cercana al cielo que al suelo vil, invoqué a
la Santa ,
recordándole que soy de su estirpe, que me une a ella un lazo que jamás se
rompe... «¡Santa Clotilde -murmuré, como a mi pesar-, la del cuerpo
incorrupto!... Pon tu palma fina sobre este corazón donde circula la misma
sangre que circulaba por el tuyo, superior a las miserias de la vida y a los
afanes que la consumen... Sáname, sáname... Que yo piense en otra cosa, que yo
me liberte de esta idea mortalmente adorada...».
Y con la fuerza
y el relieve que tienen las alucinaciones, me representé a la tía Clotilde tal
cual estaría en el momento en que alzásemos la lápida desgastada que cubría sus
restos... Parecería dormida, no muerta. Sus ojos, dulcemente cerrados, darían
sombra con las pestañas largas a las mejillas de magnolia. Sus manos, llenas de
sortijas, largas como manos de retrato, cruzadas sobre el pecho, no habrían
perdido nada de su flexibilidad ni de su delicadeza mórbida; y yo, cometiendo
una respetuosa profanación, cortaría una de esas sagradas manos, para
aplicármela sobre el corazón y curarme. Después guardaría la mano milagrosa en
una caja de plata, lo más rica posible, cuajada de gemas y de topacios, y
siempre que la pasión me rondase en la sombra, sacaría el talismán, y su
contacto de sedosa nieve volvería la calma a mi espíritu...
En medio de mi
ensueño, me sobrecogí... La puerta de la capilla se abría sin ruido, y salía de
ella una mujer... Era imposible distinguir a aquella distancia y entre la
sombra que proyectaban los arbustos, entrelazados y espesos, ni sus facciones,
ni aún su forma; su ropaje era una vaguedad blanca, y su rostro, una mancha más
blanca aún, bajo el ópalo triste de la luna. Más indecisa aún la visión,
porque, como temerosa, se escondió prontamente entre el follaje. Hasta podría
dudarse si era real su aparición.
Ya se deja
entender que apenas dormí. No era la incomodidad de la cama lo que me impedía
cerrar los ojos. Era el afán, la impaciencia de ver las manos divinas que
consuelan los corazones y mitigan las fiebres de las almas locas...
Apenas mi padre
despertó y despachó un frugal desayuno, bajamos a la capilla provistos de
herramientas para desquiciar la losa. El casero nos acompañaba. La capilla
estaba más abandonada y destruida aún que el resto del edificio. Por los claros
del techo, podrido de humedad, entraba la luz del día. Paja y boñiga
alfombraban el pavimento. Mi padre, enojado, se volvió hacia el casero.
El hombre negó
primero; luego, trató de excusarse torpemente... Empezó a desquiciar la losa de
carcomidos caracteres góticos, y mi padre y yo le ayudamos con nuestros palos
de hierro. Al fin logramos conmoverla, y fuimos alzándola cuidadosamente. Mi
fantasía, excitada, me hacía percibir un aroma exquisito, que sin duda era el
de las rosas del jardín pasando al través de la puerta.
Salió la losa de
su engaste. Un hueco sombrío apareció. Era una sepultura en cuyo fondo se veían
algunos huesos carcomidos, trozos de tela de color indefinible y próximos a
deshacerse en ceniza; en suma, lo que suele hallarse en todo sepulcro. ¡No ya
cuerpo incorrupto, ni siquiera cuerpo momificado!
Resolvimos dejar
caer otra vez la losa en su sitio, cuando reparé en un puntito brillante que
asomaba entre el polvo. Tendí la mano, y cogí un medallón pendiente de cadena
sutil. No me vieron cometer el piadoso latrocinio: mi padre estaba distraído en
examinar los desperfectos del retablo, de suntuosa talla dorada, y el casero en
disculparse. Habían hecho establo, y sabe Dios si pajera, de la capilla...
Después, así que
averigüé que el casero tenía una hija joven, comprendí que era ella la que vi
salir de noche, recatándose, después de haber borrado precipitadamente y mal la
huella de tantos abusos.
Y cuando examiné
el medallón hallado en la tumba de Clotilde, comprendí también por qué no
podría curarme su mano... El medallón contenía un retrato y un rizo de pelo.
¿Cómo me había de curar la desdichada, si debió de padecer mi propio mal, y acaso
de él murió?
Cuento de la tierra
«La Ilustración Española
y Americana», núm. 28, 1909.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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