-La sanción
penal para la mujer -dijo en voz incisiva Carmona, aficionado a referir casos
de esos que dan escalofríos- es no encontrar hombre dispuesto a ofrecerle mano
de esposo. Una imperceptible sombra, un pecadillo de coquetería o de ligereza,
cualquier genialidad, la más leve impremeditación, bastan para empañar el buen
nombre de una doncella, que podrá ser honestísima, pero que, cargada con el
sambenito, ya se queda soltera hasta la consumación de los siglos, sin remedio
humano. Sucediendo así, ¿cómo se explica que infinitas mujeres notoriamente
infames y con razón difamadas, si cien veces enviudan, otras ciento hallan
quien las lleve al altar? Para probarles este curioso fenómeno, les contaré un
suceso presenciado allá en mis mocedades, que me produjo impresión tan
indeleble, que jamás en toda mi vida me ocurrió la idea de casarme. Sí; por
culpa de aquella historia moriré soltero, y no me pesa, bien lo sabe Dios.
El lance pasó en
M***, donde estaba de guarnición uno de los regimientos más lucidos del
Ejército español, que por su arrojo y decisión en atacar había merecido el
glorioso sobrenombre de el adelantado. Era yo entrañable amigo del
teniente Ramiro Quesada, mozo de arrogante figura y ardorosa cabeza, uno de
esos atolondrados simpáticos, a quienes queremos como se quiere a los niños. No
salía Ramiro sin mí; juntos ibamos al teatro, a los saraos, a las juergas -que
ya existían entonces, aunque las llamásemos de otro modo-; juntos dábamos
largos paseos a caballo, y juntos hacíamos corvetear a nuestras monturas ante
las floridas rejas. Nos confiábamos nuestros amoríos, nuestros apurillos de
dinero, nuestras ganancias al juego, nuestros sueños y nuestras esperanzas de
los veinticinco años. No éramos él ni yo precisamente unos anacoretas, pero
tampoco unos perdidos; muchachos alegres, y nada más.
De repente noté
que Ramiro se volvía huraño, y retrayéndose de mi trato y compañía se daba a
andar solo, como si tuviese algo que le importase encubrir. Vano intento,
porque en M*** no caben tapujos. Poco tardamos en averiguar la razón del cambio
de carácter del teniente. La clave del enigma no era sino la esposa del capitán
Ortiz, una de esas hembras que no calificaré de muy hermosa, pero peores que si
lo fuesen: morena, menuda, salerosa al andar, descolorida, de ojos que parecían
candelas del infierno y una cintura redonda de las que se pueden rodear con una
liga. Ortiz, al parecer (y con motivo, pero sin fruto) era extremadamente
celoso, y Ramiro, para avistarse con su tormento, necesitaba emplear ardides de
prisionero o de salvaje. El día en que se le frustraba una cita o se le
malograba furtivo coloquio en la reja que abría sobre una callejuela oscura y
solitaria, estaba el pobre muchacho como demente; ni contestaba si le
hablábamos. Aunque yo no alardease de moralista, ni tuviese autoridad para
aconsejar, y menos en tales materias, declaro que las relaciones ilícitas de mi
amigo me desazonaban mucho, y un presentimiento -lo llamo así porque no sé cómo
definir el disgusto y la inquietud que sentía- me anunciaba que algo grave,
algo penoso debía acarrearle a Ramiro aquellos malos pasos. Con todo, lejos
estaba -a mil leguas- de suponer la tragedia que aconteció.
Cierta mañana
esparcióse por M*** la nueva de que el capitán Ortiz había sido encontrado
muerto, con un balanzo en el pecho y otro en la cabeza, casi a las puertas de
su domicilio, cerca de la esquina donde se abría la callejuela lóbrega. En los
primeros momentos no me asaltó la terrible sospecha; creía a Ramiro noble y
leal, y sólo cuando el rumor público le señaló, comprendí que únicamente él,
poseído del demonio, podía haber realizado la obra de tinieblas...
A las pocas
horas de descubrirse el cadáver, Ramiro fue preso. Reunióse el Consejo de
guerra, y la causa marchó con la fulminante rapidez que caracteriza a la Justicia militar,
estimulada por la voluntad expresa del capitán general, que deseaba se
cumpliesen a rajatabla las prescripciones legales y se enterrasen a la vez a la
víctima y al asesino. Al pronto Ramiro intentó negar; pero dos o tres frases de
indignación del fiscal provocaron en él un arranque de altiva franqueza, y
confesó de plano que a traición había disparado dos pistoletazos, la noche
anterior, al capitán Ortiz. En cuanto a los móviles del crimen, juró y perjuró
que no eran otros sino ofensas de jefe a subalterno, rencores por cuestiones de
servicio. Llamada a declarar la esposa de Ortiz, compareció de negro, impávida,
y aseguró que apenas conocía al asesino de vista. Este, sin pestañear, confirmó
la declaración de la señora; y hallándose el reo convicto y confeso, y no
habiendo tiempo ni necesidad de más averiguaciones, se pronunció la sentencia
de muerte, y Ramiro entró en capilla a las tres de la tarde, para ser
arcabuceado al rayar el siguiente día, a las treinta horas del crimen...
No necesito
decir que en la capilla me constituí al lado de mi amigo, que demostraba
estoica entereza. Sabiendo cuánto alivia una confidencia, un desahogo, le
dirigí preguntas afectuosas, llenas de interés; pero el reo se encerró en un
silencio sombrío y noté que tenía los ojos tenazmente fijos en la puerta de la
capilla, como en espera de que diese paso a alguien... ¡Lo que esperaba él sin
ventura -no necesité para adivinarlo gran perspicacia era la llegada de la
mujer por quien iba a beber el amargo trago! Sin duda que ella no podía faltar;
no podía negarle el supremo consuelo de la despedida, sin duda, el sordo ruido
de pasos que resonaba en la antecámara era el de los suyos, que hacían
vacilantes el miedo y el dolor... Pero corrió la tarde, empezaron a transcurrir
lentas y solemnes las horas de la última noche, y la esperanza abandonó al
sentenciado. El sacerdote que le exhortaba y había de absolverle y darle la
sagrada Comunión antes que el sol asomase en el horizonte se retiró un momento
a descansar, y sólo yo con Ramiro, comprendí que por fin se abrían sus lívidos
labios.
-Hace un momento
sentía que «ella» no viniese -murmuró, cogiéndome las manos entre las suyas
abrasadoras-; ahora me alegro. Ya que me cuesta la vida, que no me cueste
también el alma. ¿Que cómo hice la atrocidad, el cobarde asesinato de Ortiz?
Mira, casi no lo sé. Me parece que quien cometió esa acción villana no fue
Ramiro Quesada, sino otra persona, un hombre distinto de mí, que se me entró en
el cuerpo. ¿Te acuerdas de lo alegre de lo franco que era yo? Desde que me
acerqué a... esa mujer.... me volví otro. Estaba embrujado... Su marido, a
quien ofendíamos, me parecía mi enemigo personal, el obstáculo a nuestra
felicidad; le odiaba.... creo que más de lo que la amaba a ella. Así que ella
lo notó..., ¡guárdame siempre el secreto!, ¡no lo digas ni a tu madre!, empezó
a insinuarme, con medias palabras, la posibilidad del crimen. No hablábamos
claro de ese asunto, pero nos entendíamos perfectamente; formábamos planes de
retirarnos al campo después, y hasta (mira qué detalle) ella se compró un traje
negro nuevo, diciendo que «eso siempre sirve». Como un tornillo se fijó en mi
cerebro el propósito del crimen. Y así que ella me vio resuelto, se franqueó,
me exaltó más, me ofreció que compartiría mi destino, fuese el que fuese...
-Yo no quería
tanto... ¡Compartir mi destino! Ya ves que ante el Consejo he logrado
salvarla... Prefiero morir solo... Pero verla aquí, un momento.... antes de...
Al fin, si fui asesino, lo secrétaire por ella, sólo por ella... ¡Maldita sea
mi suerte! Si no conozco a esa mujer, soy siempre honrado, y tal vez me matan defendiendo
a la Patria.
¡El sino del hombre!
-¡Pues no! Según
deseaba el general, a un tiempo se cavó la hoya del marido y la del amante. Yo,
después del horrible día, me marche de M*** donde me consumía el tedio. Al
volver, pasados cinco años, tuve curiosidad de saber qué había sido de la
esposa del capitán Ortiz..., y aquí de lo que decíamos; supe que vivía
tranquila, casada en segundas nupcias con un acaudalado caballero. Sin embargo,
en M*** era pública la causa del triste fin de Ramiro...
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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