En cierto
reino, en cierto país, vivía el zar Aguéi. Este zar tenía barcos que iban a
combatir a otros países y, de pronto, fueron atacados por un enemigo muy fuerte
y poderoso.
En uno de
los barcos navegaba por entonces Iván el sirgador. Viendo que estaban a punto
de ser vencidos, se agarró al mástil, condujo al barco por debajo del agua cosa
de una versta apartándose del enemigo y volvió a emerger.
Informado
el zar de lo sucedido, le dio licencia absoluta. Conque el sirgador era libre
de marchar por todo el reino adonde quisiera, oyendo en todas partes grandes
encomios a su valor, sí, pero sin un céntimo en el bolsillo. Y no sólo carecía
de dinero, sino que tampoco tenía techo ni hogar donde refugiarse en la noche
oscura o guarecerse de la lluvia.
Encontró
hospedaje a su conveniencia en casa de un soldado licenciado y entabló trato
con él:
-Yo sólo
vendré por las noches. Durante el día saldré a ganarme el pan. Tú lo único que
debes hacer es cobrarme un rublo por noche.
El
soldado, que no andaba sobrado de dinero, se puso loco de contento. Y se le
ocurrió comprarse un cofrecillo, cerrarlo muy bien cerrado, hacerle un agujero
en la tapa y echar por allí las monedas para que estuvieran seguras.
Como lo
pensó, así lo hizo. Según le daba el sirgador las monedas noche tras noche, él
iba echándolas todas en el cofrecillo. «Tiene que haber ya mucho dinero -se
dijo una vez. Ha pasado bastante tiempo. Veré cuántos rublos se han juntado.
La verdad es que este sirgador mío debe ser tonto: no come ni bebe aquí y me
trae una moneda cada noche. ¿De dónde sacará el dinero?»
Abrió el
soldado el cofrecillo, y... ¡ni rastro de dinero! Allí no había más que unas
astillas.
Entonces
se entabló una gran discusión entre el patrón y el huésped. Uno juraba y
perjuraba que había pagado en monedas de pura plata y el otro protestaba:
-¡Valiente
timador! De haberlo sabido, no te habría admitido. Resulta que todo este tiempo
has estado hospedándote de balde. ¿Con qué cara miro yo ahora a la gente?
Finalmente
el soldado fue a los tribunales a pedir justicia. Los jueces le dieron vueltas
y más vueltas al asunto sin encontrarle solución, hasta que ordenaron
maniatarlos a los dos y hacerles comparecer ante el zar.
El zar
Aguéi le preguntó al soldado en qué moneda había cobrado y dónde guardaba el
dinero.
-Yo he
venido cobrando en monedas corrientes de plata y las guardaba en un cofrecillo
para que no se extraviaran.
El zar
Aguéi se echó a reír. Mandó traer inmediatamente el cofrecillo. Lo trajeron, lo
abrieron, miraron... y allí estaban todas las monedas, tan relucientes como si
acabaran de acuñarlas.
El zar
Aguéi se indignó con el soldado.
-¿Por qué
has difamado de esa manera al sirgador? -gritó.
Y ordenó
que le ataran para ser azotado. A Iván el sirgador le dio pena del soldado y
rogó al zar que no le castigara.
-Ha sido
una broma que le he gastado -dijo.
-¿Tú
puedes gastar bromas de ésas? -preguntó el zar.
-Sí,
majestad.
-Bueno,
pues gástame una a mí.
-Lo haría
de buena gana, pero temo lo que pueda pasarme.
-No te
pasará nada. Te lo juro por San Nicolás.
El
sirgador hizo que el palacio se llenara al instante de agua. Los senadores se
llevaron un susto espantoso y casi lloraban pensando que iban a morir ahogados.
En eso llegó flotando una barca.
-Zar
Aguéi -dijo Iván el sirgador: vamos a dar un paseo en esta barca.
Montaron
en la barca y el viento los arrastró mar adentro. Entonces estalló una
tempestad tan fuerte, que estuvieron mareados no sé cuánto tiempo. Al cabo fue
amainando el temporal y la barca se vio empujada hacia una isla. El zar saltó a
tierra, dio dos o tres pasos, miró hacia atrás y se encontró con que habían
desaparecido tanto la barca como Iván el sirgador.
«¿Qué
hago yo ahora?», se preguntó el zar Aguéi, y echó a andar por la orilla. Al
cabo de mucho caminar llegó a una gran ciudad. Vio a una mujer que llevaba un
cordero asado para venderlo y le pidió:
-¿No
podrías tomarme a tu servicio, buena mujer? Si te parece, llevaría yo la carne.
-¿Y qué
salario quieres?
-Me basta
con que me asegures el pan.
La mujer
aceptó, y juntos fueron andando por la ciudad.
A fuerza
de caminar cargado con el asado, le entraron al zar ganas de probarlo. Arrancó
un trozo y le hincó el diente. Al instante se vio rodeado de gente que le
preguntaba:
-¿Qué
estás comiendo?
-Cordero
asado.
-¿Cordero,
dices? Esto es un brazo humano. ¡Pero si este hombre es un ogro!
Le
agarraron, le ataron de pies y manos y le metieron en la cárcel. Luego fue
juzgado y condenado a la pena de muerte.
De manera
que le condujeron al cadalso, le hicieron poner la cabeza sobre el tajo, el
verdugo empuñó el hacha, la levantó en alto...
-¡Ay!
-gritó el zar Aguéi.
Los
senadores pegaron un bote en sus asientos.
-¿Le
sucede algo a vuestra majestad?
-¡Ya lo
creo que me sucede! Como que el verdugo ha estado a punto de cortarme la
cabeza.
-¡Qué
dice vuestra majestad! ¿A qué verdugo se refiere? Os encontráis en vuestro
palacio, en vuestra sala del trono y nos habéis reunido a todos para juzgar a
Iván el sirgador.
-¡Ah!
Conque estás aquí, maldito, ¿eh? -exclamó el zar Aguéi furioso-. Si no hubiera
jurado por San Nicolás, te mandaría ahorcar. ¡Fuera de mi reino, y que no
vuelva a oír hablar de ti!
Y al
instante se difundió por todo el reino la orden de que nadie diera albergue a
Iván el sirgador en su casa. De modo que anduvo mucho tiempo de un lado para
otro sin encontrar alojamiento. Fue llamando por todas las casas, pero en
ninguna le dejaron entrar.
Así llegó
el sirgador a una aldea y llamó en casa de un campesino para que le dejara
entrar.
-Lo tiene
prohibido el zar -contestó el campesino.
-Pero,
hombre...
-Ya te
digo que está prohibido. Si acaso te dejara entrar, sería a cambio de que me
contaras un cuento. Me gustan mucho los cuentos.
-Bueno,
pues te contaré un cuento.
El
campesino le admitió en su casa, le ofreció comida y bebida... Luego se
tumbaron en las literas.
-Venga,
cuenta el cuento -exigió el campesino a Iván el sirgador.
Pero éste
le contestó:
-Oye, ¿tú
te has mirado?
El
campesino se fijó y vio que se había convertido en un oso.
-Pues
mírame a mí: estoy igual.
-¿Y qué
hacemos ahora? Porque, viéndonos así, nos pueden matar.
-Es muy
posible.
Detrás de
la litera había una ventana. Por allí hizo salir Iván el sirgador a su
compañero, luego saltó él y escaparon al bosque. Pero los vieron unos cazadores
y se lanzaron detrás.
-¿Qué
hacemos? -preguntó el campesino.
-Tú
métete en el agujero de ese roble y yo me quedaré al lado. Si nos alcanzan los
cazadores, a mí me matarán y me desollarán. Tú, entonces, sal en seguida del
agujero, pega una voltereta por encima de la pelleja y recobrarás tu forma
humana.
No había
terminado de hablar cuando aparecieron los cazadores, mataron al oso, lo
desollaron y bajaron al río a lavarse las manos.
El
campesino vio que se habían alejado, salió de su agujero, pegó una voltereta...
iy allá fue de la litera al suelo! Se hizo mucho daño y rezongó:
-¡Razón
tenía el zar Aguéi al ordenar que no te dejaran entrar en ninguna parte!
Mientras,
Iván el sirgador gritaba desde la litera:
-Parece que
te habías quedado dormido como un tronco, ¿eh?
-¿Pero
dónde estás, maldito? ¿No te habían matado y desollado?
-¡Quia,
hombre! Estoy vivo y tengo la pelleja entera.
El
campesino, entonces, le echó de su casa de mala manera. Iván el sirgador anduvo
todavía dando vueltas de un lado para otro, hasta que terminó marchándose a
otro reino.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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