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sábado, 15 de junio de 2013

Cuentos de sueños (3)

En cierto reino, en cierto país, vivía el zar Aguéi. Este zar tenía barcos que iban a combatir a otros países y, de pronto, fueron atacados por un enemigo muy fuerte y poderoso.
En uno de los barcos navegaba por entonces Iván el sirgador. Viendo que estaban a punto de ser vencidos, se agarró al mástil, condujo al barco por debajo del agua cosa de una versta apartándose del enemigo y volvió a emerger.
Informado el zar de lo sucedido, le dio licencia absoluta. Conque el sirgador era libre de marchar por todo el reino adonde quisiera, oyendo en todas partes grandes encomios a su valor, sí, pero sin un céntimo en el bolsillo. Y no sólo carecía de dinero, sino que tampoco tenía techo ni hogar donde refugiarse en la noche oscura o guarecerse de la lluvia.
Encontró hospedaje a su conveniencia en casa de un soldado licenciado y entabló trato con él:
-Yo sólo vendré por las noches. Durante el día saldré a ganarme el pan. Tú lo único que debes hacer es cobrarme un rublo por noche.
El soldado, que no andaba sobrado de dinero, se puso loco de contento. Y se le ocurrió comprarse un cofrecillo, cerrarlo muy bien cerrado, hacerle un agujero en la tapa y echar por allí las monedas para que estuvieran seguras.
Como lo pensó, así lo hizo. Según le daba el sirgador las monedas noche tras noche, él iba echándolas todas en el cofrecillo. «Tiene que haber ya mucho dinero -se dijo una vez. Ha pasado bastante tiempo. Veré cuántos rublos se han juntado. La verdad es que este sirgador mío debe ser tonto: no come ni bebe aquí y me trae una moneda cada noche. ¿De dónde sacará el dinero?»
Abrió el soldado el cofrecillo, y... ¡ni rastro de dinero! Allí no había más que unas astillas.
Entonces se entabló una gran discusión entre el patrón y el huésped. Uno juraba y perjuraba que había pagado en monedas de pura plata y el otro protestaba:
-¡Valiente timador! De haberlo sabido, no te habría admitido. Resulta que todo este tiempo has estado hospedándote de balde. ¿Con qué cara miro yo ahora a la gente?
Finalmente el soldado fue a los tribunales a pedir justicia. Los jueces le dieron vueltas y más vueltas al asunto sin encontrarle solución, hasta que ordenaron maniatarlos a los dos y hacerles comparecer ante el zar.
El zar Aguéi le preguntó al soldado en qué moneda había cobrado y dónde guardaba el dinero.
-Yo he venido cobrando en monedas corrientes de plata y las guardaba en un cofrecillo para que no se extraviaran.
El zar Aguéi se echó a reír. Mandó traer inmediatamente el cofrecillo. Lo trajeron, lo abrieron, miraron... y allí estaban todas las monedas, tan relucientes como si acabaran de acuñarlas.
El zar Aguéi se indignó con el soldado.
-¿Por qué has difamado de esa manera al sirgador? -gritó.
Y ordenó que le ataran para ser azotado. A Iván el sirgador le dio pena del soldado y rogó al zar que no le castigara.
-Ha sido una broma que le he gastado -dijo.
-¿Tú puedes gastar bromas de ésas? -preguntó el zar.
-Sí, majestad.
-Bueno, pues gástame una a mí.
-Lo haría de buena gana, pero temo lo que pueda pasarme.
-No te pasará nada. Te lo juro por San Nicolás.
El sirgador hizo que el palacio se llenara al instante de agua. Los senadores se llevaron un susto espantoso y casi lloraban pensando que iban a morir ahogados. En eso llegó flotando una barca.
-Zar Aguéi -dijo Iván el sirgador: vamos a dar un paseo en esta barca.
Montaron en la barca y el viento los arrastró mar adentro. Entonces estalló una tempestad tan fuerte, que estuvieron mareados no sé cuánto tiempo. Al cabo fue amainando el temporal y la barca se vio empujada hacia una isla. El zar saltó a tierra, dio dos o tres pasos, miró hacia atrás y se encontró con que habían desaparecido tanto la barca como Iván el sirgador.
«¿Qué hago yo ahora?», se preguntó el zar Aguéi, y echó a andar por la orilla. Al cabo de mucho caminar llegó a una gran ciudad. Vio a una mujer que llevaba un cordero asado para venderlo y le pidió:
-¿No podrías tomarme a tu servicio, buena mujer? Si te parece, llevaría yo la carne.
-¿Y qué salario quieres?
-Me basta con que me asegures el pan.
La mujer aceptó, y juntos fueron andando por la ciudad.
A fuerza de caminar cargado con el asado, le entraron al zar ganas de probarlo. Arrancó un trozo y le hincó el diente. Al instante se vio rodeado de gente que le preguntaba:
-¿Qué estás comiendo?
-Cordero asado.
-¿Cordero, dices? Esto es un brazo humano. ¡Pero si este hombre es un ogro!
Le agarraron, le ataron de pies y manos y le metieron en la cárcel. Luego fue juzgado y condenado a la pena de muerte.
De manera que le condujeron al cadalso, le hicieron poner la cabeza sobre el tajo, el verdugo empuñó el hacha, la levantó en alto...
-¡Ay! -gritó el zar Aguéi.
Los senadores pegaron un bote en sus asientos.
-¿Le sucede algo a vuestra majestad?
-¡Ya lo creo que me sucede! Como que el verdugo ha estado a punto de cortarme la cabeza.
-¡Qué dice vuestra majestad! ¿A qué verdugo se refiere? Os encontráis en vuestro palacio, en vuestra sala del trono y nos habéis reunido a todos para juzgar a Iván el sirgador.
-¡Ah! Conque estás aquí, maldito, ¿eh? -exclamó el zar Aguéi furioso-. Si no hubiera jurado por San Nicolás, te mandaría ahorcar. ¡Fuera de mi reino, y que no vuelva a oír hablar de ti!
Y al instante se difundió por todo el reino la orden de que nadie diera albergue a Iván el sirgador en su casa. De modo que anduvo mucho tiempo de un lado para otro sin encontrar alojamiento. Fue llamando por todas las casas, pero en ninguna le dejaron entrar.
Así llegó el sirgador a una aldea y llamó en casa de un campesino para que le dejara entrar.
-Lo tiene prohibido el zar -contestó el campesino.
-Pero, hombre...
-Ya te digo que está prohibido. Si acaso te dejara entrar, sería a cambio de que me contaras un cuento. Me gustan mucho los cuentos.
-Bueno, pues te contaré un cuento.
El campesino le admitió en su casa, le ofreció comida y bebida... Luego se tumbaron en las literas.
-Venga, cuenta el cuento -exigió el campesino a Iván el sirgador.
Pero éste le contestó:
-Oye, ¿tú te has mirado?
El campesino se fijó y vio que se había convertido en un oso.
-Pues mírame a mí: estoy igual.
-¿Y qué hacemos ahora? Porque, viéndonos así, nos pueden matar.
-Es muy posible.
Detrás de la litera había una ventana. Por allí hizo salir Iván el sirgador a su compañero, luego saltó él y escaparon al bosque. Pero los vieron unos cazadores y se lanzaron detrás.
-¿Qué hacemos? -preguntó el campesino.
-Tú métete en el agujero de ese roble y yo me quedaré al lado. Si nos alcanzan los cazadores, a mí me matarán y me desollarán. Tú, entonces, sal en seguida del agujero, pega una voltereta por encima de la pelleja y recobrarás tu forma humana.
No había terminado de hablar cuando aparecieron los cazadores, mataron al oso, lo desollaron y bajaron al río a lavarse las manos.
El campesino vio que se habían alejado, salió de su agujero, pegó una voltereta... iy allá fue de la litera al suelo! Se hizo mucho daño y rezongó:
-¡Razón tenía el zar Aguéi al ordenar que no te dejaran entrar en ninguna parte!
Mientras, Iván el sirgador gritaba desde la litera:
-Parece que te habías quedado dormido como un tronco, ¿eh?
-¿Pero dónde estás, maldito? ¿No te habían matado y desollado?
-¡Quia, hombre! Estoy vivo y tengo la pelleja entera.
El campesino, entonces, le echó de su casa de mala manera. Iván el sirgador anduvo todavía dando vueltas de un lado para otro, hasta que terminó marchándose a otro reino.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)


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