El destacamento, al regresar de su
arriesgada expedición de descubierta, no volvía de vacío: traía un prisionero,
y era nada menos que un oficial. Venía suelto, arrogante y despreciativo,
fruncido el rubio ceño, contraídos los labios juveniles por una mueca colérica,
como si retase a los que, sorprendiéndole en la avanzada, le habían cogido casi
sin lucha, sin darle tiempo a una defensa leonina. Ni aun preguntaba adónde le
llevaban así; seguro estaba de que no era a cosa buena, porque ya conocía de
oídas la siniestra fama del Zurdo,
el cabecilla en cuyas garras había caído, y como no esperaba misericordia,
quería al menos morir en actitud de caballero y de valiente.
Los que le escoltaban iban
silenciosos. Dígase lo que se diga, y por muy avezado y endurecido que se esté
en ver correr sangre, infunde cierto respeto indefinible el hombre que va a
morir, y si el que va a morir es un joven, como se ha tenido madre, se piensa
en el dolor de la mujer desconocida, asimilándolo al que sufriría en caso igual
la otra mujer que nos llevó en las entrañas. Quizás este pensamiento no se
define: es un sentir obscuro y vago, una sorda opresión ante la fatalidad que
nos subyuga a todos. Ello es que los de la escolta callaban, callaban con huraño
silencio. Únicamente lo rompieron para decir hoscamente:
-La tienda del general... Adentro.
Era orden del cabecilla que se le
llevasen directamente los prisioneros, de los cuales sacaba, con su astucia
característica de leguleyo, con su cautela de perseguidor y perseguido que
combate empleando la precaución tanto como las armas, noticias e indicaciones
útiles. El cautivo entró, siempre altanero y firme: pero guardando esas
fórmulas de respeto a que nadie falta en campaña, saludó militarmente. El Zurdo contestó al saludo haciendo la
indicación de que el prisionero se sentase.
-Es usted muy joven... -fueron sus
primeras palabras. ¿Lleva usted mucho tiempo en campaña, señor oficial?
-Ocho días... Poco más de una
semana hará que llegué de Madrid, y sirvo a las órdenes de don Juan Cabañero.
-Y vamos, dígame... ¿Cómo andan
ustedes por aquel campamento? ¡Cabañero estará satisfecho de su última
victoria!
El oficial se echó atrás indignado.
¿Le tomaban por un niño o por un delator? Venía prevenido; sabía el fin de las
preguntas capciosas del cabecilla.
-Perdone usted; no quiero hablar de
eso ni de nada... Voy a ser fusilado y necesito recoger mi espíritu.
El Zurdo sonrió, haciendo con la mano el ademán inequívoco que
significa «calma», y en tono mesurado y cortés pronunció:
-No será usted fusilado porque
tendrá usted cordura; comprenderá cuál es el deber sacratísimo de todo buen
español y reconocerá a nuestro legítimo rey. Ya ve usted de qué manera tan
sencilla, y para usted tan honrosa, no sólo no morirá usted, sino que habrá
dado hoy el primer paso de una brillante carrera, señor don... ¿Cómo se llama
usted? Espero que no tendrá inconveniente en decirme su nombre.
-Desde luego... Jacinto Aguilar me
llamo.
-¿Aguilar de los Aguilares de
Burgos? -exclamó alborozado el guerrillero.
-Justamente.
-¿Y su padre de usted se llamaba
don Cayetano de Aguilar, oidor en la Audiencia de Zaragoza? ¡Hola! Pues si yo he sido
íntimo amigo suyo. Entonces no me apodaban el Zurdo, porque no sabían que al tirar a los pájaros me servía de
la izquierda... Entonces se me conocía por don Joaquín Jimeno, fiscal de
aquella misma Audiencia. ¡Las partidas de tresillo que hemos jugado su padre de
usted y yo! Y le advierto a usted, y usted bien lo sabrá, que su padre no fue
nunca cristino. ¡Sí, cristino él! Partidario era de lo que somos los españoles
leales.
-Mi padre sería lo que quisiese
-respondió Jacinto, que a su pesar sentía inquietud de esclarecer su
situación. Yo, señor don Joaquín, no puedo faltar a mis compromisos, a mi honor,
a mi bandera. Soy oficial del Ejército cristino, y no me paso. Haga usted de mí
lo que quiera; no me paso.
El Zurdo miró fijamente al joven, en quien encontraba rasgos de la
conocida fisonomía paternal: el ceño algo severo, el arranque del pelo muy bajo,
los ojos garzos, claros; el gesto reservado y señoril.
«¡Lástima de muchacho!», pensó.
Y en voz alta insistió
cordialmente:
-Mírelo usted bien... A su edad de
usted la vida es amable, y hay mucho camino que andar todavía. Vamos, si
quiere, le daré plazo largo... Reflexione... Tiene usted tiempo. Pero
preferible sería, sin embargo, que se decidiese usted cuanto antes. A lo mejor
nos enzarzamos con Cabañero..., y, en tal ocasión, los prisioneros pueden estorbar...
El tono con que pronunció la frase
fue elocuente por su misma moderación estudiada. Jacinto, moviendo la cabeza,
confirmó su negativa:
-No quiero plazos. Mañana, dentro
de un año, diré lo mismo que ahora.
El Zurdo parpadeó ligeramente, y llamando al centinela, dio una
orden:
-A ver si me traen la cena... El
señor cenará conmigo.
Un cuarto de hora después servían
al cabecilla y a su huésped. Jacinto estaba desfallecido de hambre; cuando
probó las apetitosas magras de jamón y mojó los labios en el vino generoso del
Priorato -el Zurdo se trataba a
cuerpo de rey-, su actitud reservada cambió insensiblemente y empezó a
fantasear con optimismo el porvenir. ¿Era posible que aquel íntimo amigo de su
padre le sacrificase a él, a quien no tenía motivo alguno para querer mal? ¿Se
invita a un hombre a la mesa, se le obsequia, con ánimo de destrozarle horas
después la cabeza a tiros? La incredulidad en la propia muerte -ese curioso
fenómeno tan humano- crecía en Jacinto a cada bocado de la sabrosa pitanza, a
cada sorbo del zumo añejo que llevaba a sus venas calor eficaz. Le habían
contado, es cierto, muchos casos terribles del expeditivo sistema con que los
prisioneros eran despachados al rehusar pasarse; mas esos casos no podían ser
el suyo; no cabía que le
tratasen como a los demás, y que aquel señor bien educado que le servía primero
y le colocaba en el plato la mejor porción del asado de cabrito, dispusiese que
a la madrugada... ¡Bah! ¡Qué locura! Y la conversación se animaba, y Jacinto
reía gozoso al escuchar de labios del cabecilla la broma inevitable:
-Muchas novias allá en Madrid, ¿eh?
¡Lo que se divierten los jóvenes allí; qué sal tienen aquellas madrileñitas!
Las frutas, los licores, el
bienestar físico de la feliz digestión que empieza... y un soberbio habano
ofrecido por el Zurdo,
completaron la ilusión dichosa del joven. Le pondrían en libertad, tendría
ocasiones de combatir, ascendería, volvería a Madrid con humos de vencedor a
mirarse en unos ojos negros que ensombrece más una mantilla de blonda
jugueteando sobre un puñado de claveles carmesíes... Así es que cuando el Zurdo se levantó, murmurando con
extraña expresión la vulgar frase «Buenas noches», el oficial se cuadró
gentilmente ante el antiguo compañero de su padre.
-Buenas noches, y gracias, mi
general...
-¿Dice usted verdad? ¿Servirá a mis
órdenes?...
-¡Ah! ¡Eso no...! Pero crea usted
que lo siento de veras...
-Yo más...
Apenas hubo salido el prisionero,
custodiado por dos partidarios de aplastada boina, entró en la tienda un
capitán, el mismo que había capturado a Jacinto. El Zurdo dio una orden lacónica...
-¿Al amanecer? -repitió el capitán.
-Sí; detrás de las tapias de la
iglesia...
Y el cabecilla arrancó la última
chupada y tiró el cigarro, con un gesto de contrariedad y fatalismo.
Blanco
y Negro, núm. 857, 1907
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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