¿Quién no conoce
a aquel médico no sólo en la ciudad, sino en la provincia, y aun en Madrid, al
que desdeña profundamente? Son muchas las cosas que desdeña, y entre ellas, el
dinero. Lo desdeña con sinceridad, sin alharacas. Podría ser rico; su fama de
mago, más que de hombre de ciencia, le permitiría exigir fuertes sumas por las
curas increíbles que realiza; pero para él existen la conciencia, el alma, la
otra vida -un sinnúmero de cosas que mucha gente suprime por estorbosas y
tiránicas, y se limita a tomar lo que basta al modesto desahogo de su existir.
No tiene coche, ni hotel, ni cuenta corriente en el Banco; en cambio, espera
tener un lugar en el cielo, al lado de los médicos que hayan cumplido con su
deber de cristianos, que algunos hay, y hasta en el Santoral los encontramos,
con su aureola y todo.
El doctor
-llamémosle doctor Zutano- abre su consulta a las ocho de la mañana; y desde
las cinco, en invierno, hay gente esperando en su portal, en su escalera y en su
antesala, si el fámulo lo permite. Dentro ya, divídense los clientes: en un
aposento aguardan los de pago, los ricos; en otro, aislado, los pobres, los que
no pagan. Invariablemente, la consulta empieza por un pobre; pasa luego un
rico, y así, alternativamente, hasta que el médico, rendido de cansancio,
necesitando ya reparar las fuerzas con frugal almuerzo, da por terminada la
faena del día. Jamás se vio ni leve diferencia en la duración de las consultas
gratuitas y las pagadas. Con igual calma, con el mismo interés nuevo y fresco
en cada caso, registra el doctor Zutano las peludas orejas de un faenero del
muelle, que los limpios dientes, fregados con oralina, de la remilgada
señorita, a la cual se dirige severo y conciso como un dómine. Porque el doctor
reconoce siempre oídos y dientes ante todo, y uno de sus timbres de gloria es
haber curado hasta casos de locura extrayendo, entre irónico y triunfante, una
bolita de cera de un conducto auditivo.
Jamás se vio que
el doctor aplazase operación que juzgara necesaria. Pocos preparativos, acción
rápida, como la de un animal que se guía por el instinto, y esa felicidad en el
resultado, que caracteriza al cirujano genial.
-Tanto aparato,
tanto aparato para cosas tan sencillas -repite, despreciativo, burlándose un
poco de la escenografía científica, que no se hizo para él-. ¡Bah, bah! Las
cosas, a la pata la llana...
Lo más curioso
de un hombre tan digno de estudio en su psicología, son seguramente sus ideas
políticas y sociales. Para que nos las expliquemos, tendremos que retroceder
hasta los místicos franciscanos de la Edad Media , aquellos que, prontos a la sumisión y
al fervor y a la penitencia hasta morir, amaban a los pobres y a los humildes y
reprendían dura y satíricamente los defectos del Papa. El doctor Zutano es
grande amparador de los desheredados, y tiene para ellos preparado el auxilio y
la generosa limosna de su ciencia a cada instante. A los poderosos de la tierra
no los conoce sino cuando sufren, cuando son mísera carne enferma, iguales al
menesteroso ante el dolor. De las señoritas y señoras que van a consultarle
emperi-folladas y trascendiendo a esencias, suele mofarse, poniéndolas como un
trapo. Ni los personajes políticos, ni los aristócratas, ni los plutócratas
impresionan al doctor. Hijo del pueblo, lo recuerda con fruición, como recuerda
con expansión de gratitud íntima al señor que costeó su carrera. Lo demás, le
es indiferente; los que acuden a su consulta no son sino hombres, y sus órganos
que sufren no se diferencian de otros órganos encallecidos por el trabajo, o
deformados y atrofiados por azares de una vida miserable, por falta de
subsistencia, por miseria, en fin. Humanidad doliente ahora, polvo y ceniza
mañana, excepto la luminosa partícula, el espíritu, que dará cuenta y será
responsable ante la justicia inmanente... En el barro, el doctor no hace
diferencias. Como ignora la ambición y la vanidad, no se inclina ante nadie.
Tal vez se inclinase hasta el suelo ante dos cosas sagradas: la maternidad y la
inocencia. Las madres que no aman a sus hijos con violento amor, le son
antipáticas. La queja de la madre, la del padre, le ablandan, resuenan en su
corazón. Y el doctor no tiene hijos.
Aceptador del
destino y de la labor con la cual se gana el pan, el doctor detesta la
agitación política. No conoce más ley que el trabajo. Nadie menos «burgués» y,
sin embargo, nadie más enemigo de las huelgas, los meetings, las arengas
y las luchas electorales. «Pillos que holgazanean y pillos que medran.» Tal es
su definición, de la cual nadie le saca.
Un día, en
aquella antesala del doctor, donde se entreoyen conversa-ciones palpitantes de
oscura esperanza, y corre el vago estremecimiento de lo maravilloso, esperaba
un hombre como de unos cuarenta y pico de años, vistiendo remendada blusa y
acompañado por un niño de unos once, acaso más, porque la enfermedad que le
consumía desmedraba su estatura y limitaba su desarrollo. La espera fue larga,
y el fornido padre, para entretenerla, sacó del bolsillo del pantalón un
zoquete e hizo que la criatura mordiscase, desganada, en él. Al cabo, llególes
el turno, y, procurando no pisar fuerte, entraron respetuosos en el despacho
sencillo, cuyas altas vitrinas, rellenas de instrumentos y material quirúrgico,
relampagueaban con reflejos de acero, al rayo del sol que pasaba al través del
cierre de cristales.
El doctor Zutano
suele preguntar rápidamente, a veces no pregunta, porque adivina. Imponiendo
las manos, como un antiguo taumaturgo, suele acertar con sólo el tacto.
-Ya sabemos, ya,
lo que ocurre... El chiquillo padece un tumor..., bueno, un bulto..., no le
importa a usted dónde..., dentro, ¿me entiende?, y hay que quitárselo, ¡y
cuanto antes! Mejor ahora que mañana.
-¡No le cuesta
nada, santiño! ¿Qué le va a costar? Esta tarde vuelve usted con el chiquillo;
le hago lo que hay que hacer; le pongo las vendas; trae usted una camilla o un
colchón; se va con él a su casa; yo paso a verle unos días, hasta que no
necesite más visitas; y concluido. ¿Piensa que no comprendo yo que usted no es
ningún banquero?
-¿En huelga?
-preguntó severamente el médico, frunciendo el ceño y clavando el mirar en la
cara del cliente.
-Sí, señor...
Eso no es cosa mala... Como usted me enseña, con la huelga nos defendemos de
los patronos. Ejercemos un sagrado derecho.
A la tarde, el
doctor desnudó al niño, le extendió sobre la mesa y le adurmió con el
cloroformo, porque la operación era y tenía que ser larga. Con la celeridad
asombrosa que le caracteriza, abrió de un seguro tajo el costado, por la espalda,
y fue ensanchando la incisión y aislando el tumor para extraerlo.
El padre, de
pie, y con el aliento congojoso, miraba el instrumento que sajaba y cortaba en
aquella carne de sus amores. Un temblor agitaba sus miembros, y por su frente
rezumaba un sudor frío, ¡Qué herida tan enorme! ¿No le sacarían por allí las
tripas al malpocado? ¿No le vaciarían como a un cerdo? Y cuando la atroz
hipótesis se le estaba ocurriendo, he aquí que el doctor suspende su trabajo,
levanta el bisturí... y, sentándose cerca de la ventana, coge un libro y se
pone a leer tranquilamente.
-¿No está claro?
Soy huelguista yo también... Vaya, esto se deja para otro día. Abur. Me retiro
a descansar.
-¡Pero, señor,
el niño! ¡Que está abierto, que está ahí como muerto! ¡Señor, por el alma de
quien tenga en el otro mundo!
-¿Crees tú en el
otro mundo? -preguntó muy formal el doctor. ¿Crees en el alma? Mira, lo dudo,
porque os tienen mareados y ya ni sabéis lo que creéis... En fin, yo me voy a
dormir una siesta; estoy en huelga, como sabes...
Más blanco que
la cera el padre; empezando a entender que aquello iba de veras, que su hijo se
moría, abierto, despedazado, con el estertor que le causaba el anestésico
-echándose de rodillas, gimiendo, imploró:
-¡Eso te vale,
zángano! -murmuró el médico; y, dando un empujón ligero al hombre para
desviarlo, y encogiéndose de hombros, continuó y remató brillantemente la
operación emprendida.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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