Fue en una noche
de invierno, ni lluviosa ni brumosa, sino atrozmente fría, en que por la pureza
glacial del ambiente se oía aullar a los lobos lo mismo que si estuvisen al pie
de la solitaria rectoral y la amenazasen con sus siniestros ¡ouu... bee!,
cuando el cura de Andianes, a quien tenía desvelado la inquietud, oyó fuera la
convenida señal, el canto del cucorei, y saltando de la cama,
arropándose con un balandrán viejo, encendiendo un cabo de bujía, descendió
precipitadamente a abrir. Sus piernas vacilaban, y el cabo, en sus manos
agitadas también por la emoción, goteaba candentes lágrimas de esperma.
Al descorrerse
los mohosos cerrojos y pegarse a la pared la gruesa puerta de roble, dejando
penetrar por el boquete la negrura y el helado soplo nocturno, alguien que no
estuviese prevenido sentiría pavor viendo avanzar a tres hombres, más que
embozados, encubiertos, tapados por el cuello de los capotes, que se juntaba
con el ala del amplio sombrerazo. Detrás del pelotón se adivinaba el bulto de
un carrito y se oía el jadear del caballejo que lo arrastraba, y cuyas peludas
patas temblaban aún, no sólo por el agria subida de la sierra, sino por haber
sentido tan de cerca el ardiente hálito de los lobos monteses hambrientos.
-Todo. No hay
más alma viviente que yo en la casa. ¡Pasen, pasen, que va un frío que pela a
la gente!...
Metiéronse en el
portal e hicieron avanzar el carrito, que al fin cupo, no sin trabajo, por el
hueco de la puerta; cerrándola aprisa sólo con llave, sin echar los cerrojos
otra vez, y ya defendidos de curiosidades -aunque en tal lugar y tal noche no
era verosímil ningún riesgo-, bajaron los cuellos de los abrigos y se vieron
unos rostros curtidos por la intemperie, animados por la resolución; unas
barbas salpicadas de goteruelas: la respiración, liquidada al abrigo del paño.
-Suban -dijo el
párroco solícitamente. Hay en la mesa buen jamón, queso, vino... Echen un
chisco, caliéntense.
-¡Mal truco!
-juró el jefe de la partida. Interín no se acomoda el género..., nadie bebe un
chisco aquí. ¡A lo que venimos!
Obedeció el
cura, alzando cuanto pudo la luz; quitaron prestamente la capa de paja que
cubría el carro, y apareció relleno, atestado de armas diversas, desde la
anticuada escopeta de caza y el arcaico trabuco, hasta los revólveres de
ordenanza y el fusil Remington. Una corriente de orgullo, un espíritu de reto,
de provocación, surgió de aquel hacinamiento de bélicos trastos. El párroco
olvidó los temores que momentos antes hacían entre-chocarse sus dientes; los
tres mocetones montañeses rieron y blasfemaron de gusto. ¡A ver cuándo llegaba
el día de estrenar el armamento! Y no había de tardar, ¡mal truco! Ahora, a
esconder el arsenal donde ni el mismo diaño acierte con él...
-Más secreto,
imposible... -afirmó el cura-. Mis sobrinas, en Compostela desde anteayer. ¡En
lenguas de mujeres no hay fianza. El sacristán pasa todo el día de hoy y el de
mañana en Cebre con su hermano, el tendero, que necesita que le saque las
cuentas del almacén. Por aquí, con el frío lobero, la nieve amagando, no aporta
alma cristiana. Tenemos veinte horas nuestras. Si prefieren cenar y dormir...
Repitieron que
no. En quitándose de encima el ansia de esconder aquello, ya comerían, ya
dormirían... Ahora, ¡al negocio! De la carga del carro tomó cada cual lo que
pudo, y guiando el cura, que amparaba la luz con la mano, salieron al huerto,
comunicado con la iglesia por una puerta baja abierta en el romántico ábside y
que daba acceso a la sacristía. El frío del cañón de los fusiles les quemaba
los dedos, y resbalaban en la escarcha de los senderos, guarnecidos de árboles
frutales sin hojas. Dentro de la iglesia ya, encendió el cura los dos cirios
colocados ante la efigie de Nuestra Señora, y se vio que los tableros que
cubrían la mesa del altar habían sido desclavados; en el suelo yacía una
espuerta con martillos, clavos, tenazas; la piedra de ara descansaba sobre las
gradas del presbiterio, y el hueco oscuro del altar vacío semejaba la boca de
un sepulcro...
-Si no caben, ya
tengo yo discurrido otro escondrijo muy bueno; pero me ayudarán a levantar la
losa, que no soy hombre de hacerlo solo -añadió, señalando a un gótico
sarcófago sostenido por dos leones toscamente labrados y sobre el cual reposaba
un paladín de granito, armado de punta en blanco, ceñudo, severo.
Comenzaron a
depositar el contrabando en el hueco del altar; a pocos viajes, quedaron
acomodadas las dos terceras partes de las armas, hasta el borde. Clavaron otra
vez los tableros, encajó el cura la piedra de ara, extendió el mantelillo,
restableció en orden las sacras, los candeleros, el atril, y aquí no ha pasado
cosa alguna. Ahora era preciso alzar la losa de la tumba de granito,
interrumpir el sueño secular del guerrero noble. Aplicáronse a ello los tres
forzudos mocetones; arrancaron la argamasa, dura como mármol, y sirviéndose de
trabucos a guisa de palanquetas, lograron desquiciar y alzar la losa,
corriéndola a un lado. El cura retrocedió despavorido: en el fondo del sepulcro
había huesos, cenizas, guiñapos, polvo humano -lo que restaba de aquel
batallador, ¡lo que ha de restar de todos los hombres!-. La idea de la
profanación humedeció su frente con sudor frío; precipitadamente hizo la señal
de la cruz. ¡De aquello no podía salir cosa buena! Entre tanto, los
mocetones, sin cuidarse de la suerte que corrían los despojos del valeroso
caballero, acomodaban en la tumba el resto del depósito -fusiles, escopetas,
cartuchos, balas...-. Al volver a sentar con violento esfuerzo la losa,
preguntaron:
Hicieron
desaparecer las últimas huellas de la misteriosa labor; apagaron los cirios;
cruzaron el huerto; subieron a la salita de la rectoral, y ni los lobos que los
habían seguido de lejos echándoles unos ojos como brasas, devoran así.
Engulleron todo: el jamón curado de Lugo, el queso de San Simón, el pan de
centeno; tres veces vieron el fondo del botellón de añejo vino. Rieron,
contaron chascarrillos de cazadores, describieron plásticamente a la médica de
Cebre, el mejor bocado en seis leguas a la redonda, y, sobre todo, evocaron las
contingencias de un alzamiento ya inminente, la distribución y empleo de
aquella ferranchinería escondida con tanta habilidad, que ni el mismo diaño...
¡Mal truco! ¡No tendría tiempo de comérsela el orín! ¡Ya sonaría, ya, manejada
por quien sabemos! Estábamos en Nadal, ¿no? ¡Pues allá por Antruejo... lo más
tarde! ¡A embromar al Gobierno y a la Guardia Civil !
Hartos,
semichispos aún, después de un sueño de cinco horas, se marcharon a mediodía
con su carrito, donde, por disimular, por si les daban el alto, metieron cerro,
habas secas, haces de paja. Solo quedó el cura con el depósito.
Solo... y
espantado. Siempre que decía misa en el altar, relleno de armas, creía oír que
se entrechocaban, que el hierro hablaba y amenazaba, que las balas querían
atravesar los tableros irradiando destrucción. «Paciencia -pensaba-; esto, poco
ha de durar; allá para Antruejo...» Vinieron los gordos Carnavales, con su
escolta de ollas tocineras y de filloas amarillas; vinieron la Semana Santa , la Pascua , el mes de María, y
como si tal cosa; el país reposaba tranquilo. Estaba el cura lo mismo que si
hubiese asesinado a alguien, enterrando el cadáver secretamente, y temiese a
cada minuto que iban a descubrir el cuerpo. No comía ni dormía; en cada rostro
pensaba leer que el secreto había transpirado, que se cuchicheaba, que vendrían
los civiles a registrar, que se le llevarían a él, ¡un sacerdote!, atado codo
con codo, sabe Dios a qué destierro, a qué presidio..., ¡a qué consejo de
guerra! Y corría el año, y volvía la nieve a poner monteritas blancas a los
abruptos picos de la sierra, y del famoso alzamiento..., ni indicios. «No puedo
vivir más con este embuchado -resolvió el cura. Me volvería loco». En arranque
repentino y febril, metió ropa en el cofre, se despidió de sus sobrinas, montó
en la yegua, llegó a Marineda en tres jornadas, y el primer vapor de emigrantes
que salió de la linda bahía acogió en su seno a un hombre que iba huyendo de un
altar y de un sepulcro.
«Blanco y Negro», núm. 619, 1903.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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