No le había
visto en un año, y me lo encontré de manos a boca al salir del café donde
almuerzo cuando vengo a Madrid por pocos días desde mi habitual residencia de
El Pardo.
Apenas fijé en
él los ojos, comprendí que algo grave le pasaba. Su mirar tenía un brillo
exaltado, y una especie de ansia febril animaba su semblante, de ordinario
grave y tranquilo.
-Y tanto, que
voy a casarme -respondió, con ese género de violencia que desplegamos al
anunciar a los demás resoluciones que acaso no nos satisfacen a nosotros
mismos.
Minutos después,
sentados ambos ante la mesita, y empezando a despachar las apetitosas doradas
criadillas, regadas con el zumo fresco y agrio del limón, entró en detalles:
una muchacha encantadora, de la mejor familia, de un carácter delicioso...
-Es la
definición exacta: arenisca -contestó él súbitamente, plegado de preocupación
el negro ceño. Le dices hoy una cosa, parece hacerle impresión, y al otro día
comprendes que todo se ha borrado... ¡Por más que quiero fijarla, no lo
consigo! En fin, eso, ¿qué importa?
-¿Me permites
evocar un recuerdo de viaje? Este verano estuve en el monte de San Miguel...
¿Sabes tú cómo hay que hacer para llegar? Por tres caminos se puede emprender
la expedición: Avranches, Pontaubault o Genêt. En cualquiera de ellos hace
falta, ante todo, provistarse de un guía. Los coches de línea llevan delante un
explorador o batidor, que, con larga pértiga, reconoce los arenales antes que
el carruaje se aventure; porque no son raros los casos de haberse hundido la
diligencia, con todos sus viajeros, como sorbida por invisible boca, y haber
sido dificilísimo el salvamento, cuando no imposible... ¡Pide a Dios -añadí,
haciendo una digresión intencionada- que tus pies se apoyen en dura roca, o
pisen el ardiente polvo del desierto africano, o la lava volcánica del Vesubio,
o aquel suelo sembrado de guijarros tan cortantes y agudos, que nuestros
soldados, desgarrándose los pies, le llamaron sierra de las Navajas! ¡Todo,
todo, excepto la arena! La arena es horrible...
Y notando que
Braulio apenas podía tragar las colitas de los langostinos y se ayudaba con
frecuentes libaciones, él tan sobrio, continué:
-A primera
vista, la arena movediza es sencillamente una extensión gris, en la cual
creeríamos poder aventurarnos sin recelo. Hay arenas, sin embargo, más pérfidas
que otras. Algunas parecen líquidas: absorben inmediatamente lo que se les
arroja. Siguiendo las indicaciones de mi guía, hice el experimento. Nos
llevamos un carnero vivo y lo lanzamos a vuelo a la arena, como lo hubiéramos lanzado
al mar. Y en realidad fue lo mismo. Le vimos desaparecer: ni aun la cabeza
surgía. En pocos segundos no quedó señal alguna del pobre animal: ni siquiera
depresión en la árida superficie.
Al preguntar yo
si era frecuente que ocurriesen desgracias en los arenales que rodean al monte,
me contestaron que ahora pocas veces, desde la construcción del dique extendido
entre la tierra firme y la
Abadía. No obstante, siempre existen insensatos que se juegan
la vida, sea por curiosidad, sea porque hay en el peligro atractivo misterioso,
que nos fascina y nos hace olvidar la más elemental prudencia...
-Te entiendo
-murmuró. La alusión es transparente... En las arenas movedizas del alma de
una mujer, algunos nos atrevemos a arriesgarnos cuando estamos realmente
enamorados; pero en esas otras arenas que me estás describiendo, me figuro que
pocos se aventurarán.
-Te engañas...
Lo que voy a referirte ocurrió encontrándome yo allí. Y el que se arriesgó a
desafiar las arenas fue un viajero que conocía perfectamente los peligros de la
aventura. Y la que le incitó, una mujer...
Siguiendo la
estela de cierta viajera muy guapa, ya viuda, que le traía al retortero, un
muchacho sudamericano, aficionado al deporte, algo jactancioso, a quien yo
conocía de París, se encontraba en la hospedería. Suele decirse que los
valientes no son nunca fanfarrones; pero esta sentencia, como todas las que la
psicología se refieren, no es infalible. Aquel muchacho, Sotero Hernández,
fanfarroneaba, sin carecer de un valor temerario. Bien lo probó la aventura.
Cuando nos
reuníamos a la hora del té o de sobremesa -yo formaba parte del corro, o, mejor
dicho, corte, de la viuda- se hablaba de las arenas, de sus peligros, de lo que
pudiera acontecer, caso de atravesarlas sin guía. Sotero había tomado el
estribillo de reírse de tales historias.
-Son -repetía-
cuentos y leyendas que fraguan aquí para prestar cierto atractivo dramático a
la estancia en el monte. Este elemento se cultiva cuidadosamente también en
Suiza: forma parte del reclamo. ¡Bah! A mí no me asustan.
Llegó un momento
en que la viajera, fijándole con sus grandes ojos negros tropicales, dijo,
entre desdeñosa y riente:
-Sí, sí... Una
cosa es hablá, otra hasé... ¡Yo creo que las tales arenitas le dan a todo el
mundo su miga de respeto!...
Hernández se
encontraba en ese período en que un hombre, exaltado por la vehemencia
pasional, quisiera realizar cosas tales, que asombrasen al mundo y demostrasen
el temple extraordinario de su espíritu. Acaso también hubo un momento en que
no fue dueño de su lengua, y anunció más de lo que a sangre fría debiese
anunciar. Lo cierto es que, embriagado con sus propias palabras, y viendo lucir
una chispa de interés en aquellas pupilas de infierno dulce, juró que cruzaría
las arenas por la parte afuera del dique y por ellas regresaría a la Abadía sano y salvo.
A pesar nuestro,
nos habían persuadido un poco sus graciosas «rodomontades», y no sé por qué
imaginamos el peligro menor. Tampoco creímos quizá que aquel mala cabeza
realizase su plan con tan fulminante rapidez.
No medió entre
el alarde y el hecho más de media hora. Salió Sotero muy ceñido de cinturón y
polainas, llevando por todo bagaje unos gemelos de turista, y ni más ni menos
que si se tratase de cruzar los Alpes, un largo palo de herrada punta.
Con aquel palo
empezó a reconocer el arenal, donde se enfrascó desde luego. Hay en las arenas
movedizas zonas sólidas, y en conocerlas y seguirlas sin desviarse a derecha ni
a izquierda están la dificultad y el triunfo. Tentando hábilmente, siguió
Hernández una de estas vetas, demostrando gran sangre fría y seguridad de
movimientos. Sabía que desde la terraza que domina las dunas le observábamos, y
de cuando en cuando se paraba, sacaba sus gemelos, los dirigía hacia nosotros,
que le asestábamos los nuestros, y nos hacía con la diestra, antes de
proseguir, gentil saludo...
Al verle caminar
con paso elástico, avanzando hacia el extremo de los arenales, más allá del
cual el piso se consolida y la roca aflora la tierra, todos los del corro
empezamos a tomar la hazaña a broma, y, por supuesto, «ella» se reía. Sólo yo,
presa de angustia inmensa, que me había acometido de repente, notaba un sudor
frío humedeciéndome la raíz del cabello.
No podían ser
puras invenciones los relatos de hombres sorbidos por la arena, de coches
hundidos con sus caballos, de rebaños de doscientas cabezas desaparecidos. Y
era lo más aterrador recordar que, según se afirmaba, nadie conoce la
profundidad de las arenas. Una bala de cañón lanzada al abismo arrastra toda la
cantidad de soga que se le quiera poner, hasta el suelo de la bahía: es tragón,
como las fauces de la eternidad. Los buques que en ella se pierden no quedan en
el fondo visible; la arena los chupa en un santiamén. No hay sondas que
alcancen a explorar ese terrible suelo.
De repente, las
risas se trocaron en chillidos de horror. O Hernández había perdido la ruta
segura, o, como era más probable, la zona firme cesaba y empezaba el terreno
flojo. Ello es que le vimos hundirse, como por escotillón de teatro,
suavemente, sin hacer movimiento alguno. Después supimos que, sereno, y sabedor
de que toda contorsión precipita el naufragio en las arenas se limitó -al notar
la atroz sensación de perder pie- a ejecutar lo único que en tal caso puede ser
útil: abrir los brazos, sosteniendo horizontal en ellos la pértiga, y cortar
por este medio el remolino que se lo tragaba... Le veíamos perfectamente, y nos
veía él, y nos miraba, serio ya, y yo grité desesperadamente:
Tal vez el caso
no era nuevo: ello fue que en un momento se organizó el envío de socorros, y
dos prácticos volaron en auxilio del imprudente... Seguían el mismo camino por
él emprendido; faltaba que él pudiese resistir hasta la llegada de los
salvadores... Nos aterró ver que su cabeza bajaba al nivel del suelo. Fue esto,
sin embargo, lo que le salvó. Reuniendo sus fuerzas y sus energías, logró
tenderse, y, habiendo soltado las piernas, raneaba suavemente, de un modo casi
imperceptible, hacia la parte sólida del arenal. Todo movimiento descompuesto
podría provocar la formación de otro vórtice, aunque en aquella posición era ya
más difícil... Y así, nadando o reptando, antes de que llegasen los que iban a
auxiliarle, alcanzó el terreno sólido...
¡Lo alcanzó,
sí...; pero en qué estado, con qué cara! Nos pareció ver a un muerto que salía
del sepulcro. No hace falta ser cobarde para experimentar vértigo de espanto
ante las arenas tragonas...
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario