¡QUE
vida ésta, Señor, qué vida ésta!
Fue una
mañana cualquiera, de esas que uno se asoma a un balcón, porque sí, sin más.
Corría el invierno pero hacía sol. En aquel momento me fijé en una mujer, no
vieja, pequeña que estaba apoyada en un árbol.
Pensé:
-se habrá puesto mala-.
Pues no,
estaba meando.
Bien,
normal, sin inmoralidad por ningún lado -me dije.
Simplemente
hacía un acto natural, sin más historias.
Lo
realizaba de pie y la cosa no pasaba de ahí. Tampoco pasaba casi gente por la
calle y no llamaba la atención. La calle tenía unos árboles con sus hoyos, bien
trazados.
Y pensé:
¡vaya los está regando!, no vendría mal, no termina de llover, pero… Qué veo:
la mujercita deja el árbol recién regado y ¡cáspita!, termina con éste y
continúa con otro.
Mi
estupor no me deja pensar. Continué mirando como un idiota, mientras nuestra
heroína, que no puede ser otra cosa, seguía regando.
¡Qué
cantidad de agua posee! ¿Será posible?.
Pero
terminó con los árboles de la acera de los pares y pasó a hacer lo mismo con la
acera de los impares.
Ya no veía bien si efectivamente
los regaba, pero lo cierto es que lo hacía, como si en realidad lo hiciese…
¡Qué cosa! Cuando terminó con todos los árboles se fue lentamente…, lentamente.
No sabía que pensar, quizá el
Ayuntamiento….. No, no puede ser, es imposible, pero luego pensé con tristeza:
cuántos locos hay en el mundo que sin hacer mal a nadie viven, sin más, y en el
fondo sienten tener que hacer algo, y lo hacen con cariño; pues aunque seamos
bestias (animales) el amor lo llevamos dentro.
¿Será feliz? Quizás pensará que son
sus hijos y los va regando para que crezcan y se hagan hombres fuertes y de
provecho.
¡Qué
vida ésta, Señor, qué vida ésta!
1.009. Eguileor (Felix de)
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