En cierto
reino vivía un rey cuya hija era hechicera. En aquella corte vivía también un
pope cuyo hijo, de unos diez años, iba todos los días a aprender a leer y
escribir a casa de una viejecita.
Una vez
volvía de estudiar, ya anochecido, cuando al pasar por delante del palacio se
le ocurrió mirar a una ventana. Allí estaba la princesa aseándose. En esto se
quitó la cabeza, la enjabonó, la enjuagó con agua clara, luego peinó los cabellos,
los trenzó y volvió a colocarse la cabeza en su sitio.
-¡Pero
qué cosas! -se admiró el muchacho. ¡Lo mismo que una hechicera!
Ya en su
casa, empezó a contarles a todos que había visto a la princesa sin cabeza. De
pronto cayó enferma la hija del rey. Llamó a su padre y le dijo:
-Si me
muero, haced que el hijo del sacristán vaya tres noches seguidas a recitar
salmos junto a mi féretro.
Murió la
princesa y fue llevada en su féretro a la iglesia.
El rey
llamó al pope.
-¿Tienes
tú un hijo? -le preguntó.
-Sí,
majestad.
-Pues que
vaya tres noches seguidas a recitar oraciones junto a mi hija.
El
sacristán volvió a su casa y le explicó a su hijo lo que debía hacer. Por la
mañana, cuando fue a estudiar, el hijo del pope estaba muy triste.
-¿Tienes
algún pesar? -le preguntó la viejecita.
-¡Ya lo
creo! Como que estoy perdido.
-¿Pues
qué te ocurre? Di lo que sea.
-Me
ocurre que debo ir a recitar oraciones junto al féretro de la princesa, y ella
era una hechicera.
-Eso lo
sabía yo antes que tú. Pero no temas. Coge esta navajita y, cuando entres en la
iglesia, traza un círculo a tu alrededor. Luego ponte a recitar las oraciones
sin volver la cabeza. Pase lo que pase y aunque aparezcan cosas espantosas, tú
sigue con tus oraciones.
Aquella
noche fue el chico a la iglesia, trazó un círculo a su alrededor y abrió el
libro de oraciones. Dieron las doce. La tapa del féretro se levantó y la
princesa saltó fuera, gritando:
-Ahora
verás lo que ocurre por mirar a mis ventanas y contarle a la gente lo que has
visto.
Y se
abalanzó una y otra vez sobre el hijo del pope, pero sin poder traspasar la
raya que él había trazado. Entonces empezó a hacer que apareciesen cosas
espantosas. Pero él, como si tal cosa, continuó sus oraciones sin mirar a
ninguna parte.
Cuando
empezó a clarear, la princesa corrió a su féretro y se metió dentro de un
salto, de cualquier manera.
Lo mismo
sucedió a la noche siguiente. El hijo del pope no se dejó asustar y, hasta que
amaneció, estuvo recitando oraciones sin parar. Por la mañana fue a casa de la
viejecita.
-¿Has
visto muchos horrores?
-Sí,
abuelita.
-Pues
esta noche será más horrible. Toma este martillo y estos cuatro clavos, para
que los claves en las cuatro esquinas del féretro. Y cuando te pongas a recitar
las oraciones, sujeta el martillo con el mango hacia ti.
El hijo
del pope fue a la iglesia por la noche y todo lo hizo según le había explicado
la viejecita. Sonaron las doce, la tapa del féretro cayó al suelo y la princesa
salió de él volando. Empezó a ir de un lado para otro amenazando al muchacho.
Aquello era aún más horrible que la primera vez.
Le
parecía al hijo del pope que había fuego en la iglesia, que las paredes estaban
en llamas, pero él siguió con sus oraciones, sin mirar a ninguna parte.
Poco
antes del amanecer, la princesa se tiró en su féretro, y al instante
desaparecieron todos los horrores y las llamas.
Cuando el
rey fue a la iglesia por la mañana vio que el féretro estaba abierto y que su
hija yacía en él boca abajo.
-¿Qué es
esto? -preguntó al chico, y el hijo del pope se lo contó todo.
El rey
ordenó que le clavaran a su hija en el corazón una estaca de pobo y la
enterraran en seguida.
En cuanto
al hijo del pope, el rey le recompensó con dinero y tierras.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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