-¿De modo
-pregunté al párroco de Gondás, que se entretenía en liar un cigarrillo- que
aquí se cree firmemente en brujas?
-¡Sí, buen caso
el que me hacen! Por más que se les predica... Y lo que es en esta parroquia
especialmente...
-Mire usted
-murmuró el interpelado, enrollando su pitillo con gran destreza y sentándose
en el pretil del puente; porque ha de saberse que esta plática pasaba al caer
la tarde, a orillas del camino real, y allá abajo las aguas del río, calladas y
negras, reflejaban melancólicamente las vislumbres rojas del ocaso-. Mire usted
-repitió-, en esta parroquia pasaron cosas raras, y el diablo que les quite de
la cabeza que anduvo en ello su cacho de brujería.
-Justo, los
hechos... -confirmó el cura. Aunque reconozcan causas muy naturales, si los
aldeanos les pueden encontrar otra clave, es la que más les gusta... Y lo que
sucedió en Gondás hace poco, se explica perfectamente sin magia ni sortilegio
ni nada que se le parezca; sólo que en la imaginación de esta gente...
Al expresarse
así el abad, sobre la cinta blancuzca de la carretera negreó un bulto
encorvado, una mujer agobiada bajo el peso de un haz de ramalla de pino.
Desaparecía su cabeza entre la espinosa frondosidad de la carga; pero, sin
verle el rostro, el cura la conoció.
Asombrada, pero
humilde, la aldeana se dejó aliviar y nos saludó con respetuoso «Nas tardes nos
dé Dios». Era una vejezuela vestida de luto, el luto desteñido y pardusco de
los pobres; iba descalza y sus greñas y su, curtida cara rugosa exhalaban el
grato y bravo olor a resina de los pinares. Nos miraba no sin vago recelo, pero
una pesetilla extraída de mi escarcela la tranquilizó y desató su lengua en
acciones de gracias infinitas.
Enjugaba con el
pico del pañuelo de talle, andrajoso, los ojos, inflamados sin duda de tanto
llorar, y el párroco entonces ordenó:
-A ver, muller,
cuente su desgracia a la señora condesa, que puede dar pasos para que se
averigüe el paradero de su hijo... Pero cuente verdad, ¿ey? ¡Verdad entera! Ya
sabe que yo estoy bien enterado, y si miente... pierde el tiempo.
-¡Así caya un
rayo y me abrase si cuento mentira! -respondió la mujeruca, sentándose a mi
lado en el parapeto de granito, de espaldas a la pavorosa altura del puente-. Y
sabe toda la parroquia, y toda la gente de las aldeas de por aquí, que mis
hijos, Ramona y Pepiño, eran dos santos, que en su vida le hicieron mal a nadie
de este mundo. ¡Asús me valla! Ellos a trabajare, ellos a obedecere, ellos a
rezare... Unos santiños; no dirá menos el señor abad!
-Pero, señores
del yalma, ¿quién se libra de un mal querere? ¡Pedir a Dios que no nos miren
con mal ojo, o si no matar a quien nos mira así, para que no nos eche a perder
del todo, como echaron a mis hijos pobriños, que fue su desgracia, que estaba
preparada allí!
Hizo un guiño el
abad, y acudió en auxilio de la narradora, que volvía a secar las lágrimas con
el guiñapo del pañuelo.
-Pero diga, tía
Antona; esa mujer, esa vecina de usted, la Juliana , ¿por qué les quería mal a usted y a su
familia, mujer?
Oír hablar de
envidia a aquella pobre criatura, harapienta y doblegada bajo un fardo de
ramillas para la lumbre, me hiciera sonreír si no supiese que en toda vida
humana cabe que otro recoja, pisándonos los talones, las hojas que arrojamos.
-Túvome envidia
desde moza. Su mozo la dejó, y el rapaz se le murió de mal extraño. Y
entramientras, mis dos fillos, mis dos rosas, dábanle enojo de se comere las
manos. Según pasaba por delante de mi puerta, les echaba a mis palomiños unos
mirares que acuchillaban. Y ellos, más aún Ramona, le tenían idea mala, a
fuerza de la ver pasar mirando de aquel modo, que metía miedo... ¡Señor abad! ¡Por
el alma de quien tiene en el otro mundo! Vusté bien sabe que mis hijiños eran
honrados, que no hicieron en jamás acción mala de Dios...Tentóles el demo, que
no los tentara si la bruja no los mirara así... ¡Fueron los ojos de la Guliana , señores benditos,
fueron los ojos, y no fue otra cosa, que con un palo se los había yo de sacare!
-¡El Señor me
perdone...! ¡Háganse cargo vustés, que dos hijos tuve, y ninguno tengo, y sola
me alcuentro y al pie de la sepultura! Mis hijos no me pidieron consejo, que yo
bueno se lo había dar. Allá un día que la Guliana salió a sachar sus patatas, metiéronse en
la casa por la parte del curral de la era, y...
-Y vamos, señora
Antona, que encontraron cosas sabrosillas, ¿eh? La Juliana , en tantos años de
vivir como un sapo en su agujero, tenía arañados unos cuartitos, y los guardaba
en el pico del arca; además sus hijos de usted cargaron con dos ferradiños de
maíz, y unas buenas costillas de cerdo, y dos ollas de grasa, y unas pocas
habas, y un pañuelo nuevo, amarillo...
-¡Ay, ay señor!
-hipó la vieja-. ¡Cargaron, no digo yo menos, cargaron; pero sólo por la rabia
que le tenían, que los iba consumiendo a los dos con el veneno del mirare! ¡Fue
por se vengar, señor, y que se acabase el mal de ojo! Pero no hay quien pueda
con las brujas, que mandan más que todos. La Guliana dio parte a la justicia, eso lo primero;
y luego ¡malvada! salía todos los días a la puerta, y cada vez que pasaban mis
joyas, les gritaba mismo así: «¡Permita Dios que lo gastedes en la mortaja!
¡Permita Dios que los ladrones mueran antes del año!» ¡Señores mis amos, las
plagas caen siempre! La justicia no importa. Son las plagas lo que nos echa al
campo santo...
Calló un
momento, trágica, mientras en la superficie del río, lento, se apagaba el
último resplandor del poniente.
-Pepiño -murmuró
al fin- escapó para América. Me quedé sin el que labraba la tierra, sin quien
trabajaba el lugar. Quedóme Ramoniña, y esa, desde el otro día de la desdicha,
se empezó a secare, a secare como un palo, con perdón. Y hay que vere que otra
moza como ella, tan sana y tan rufa, no la hubo en las parroquias de por acá...
-Eso es cierto
-intervino el abad-. Parecía que a la muchacha le derretían la carne al fuego.
Como que me sorprendió cuando la vi ponerse así, en tan pocos meses. Antes
vendía salud y era recia como un hombre...
-¡Capás era de
trabajar el lugar ella sola, si no le viene la enfermedá por las plagas de esa
condenada! -insistió la madre. Fue un milagro, un asom-bro. «¿Qué te duele,
Ramoniña?» «Dolerme, nada.» «¿Por qué no comes, Ramoniña?» «Porque no tengo
voluntá.» «¿Quieres que venga el médico, paloma?» «El médico no me cura, señora
madre...» «Voy a ofrecerte a Nuestra Señora del Moniño.» «Tampoco me ha
curar... Solo si me levantan la plaga que me echaron...» Y yo fui a casa de
Guliana, y me arrodillé, así -hacía la vieja mímica, expresiva demostración, y
le pedí por las almas de sus padres... ¿Sabe lo que me contestó, que si soy
otra la mato, la esmigo con los pies? «¡Lo que me robaron, que les valga a los
ladrones para la mortaja!»
-Por cierto...
¡El día que tenía que presentarse en la Audiencia de Marineda, señor, a responder! ¡Tal
día estaba de cuerpo presente! Allí remató la causa. No había a quién dar el
castigo...
-Le queda su
hijo, mujer -dije por vía de consuelo a aquella amargura-. A la hora menos
pensada escribe, vuelve con mucho dinero...
-¡Los difuntos
no escriben, ni tornan a su casa, mi señora! El hijo mío murió de la plaga, lo
mismo que la hija. Y esa malvada vive, ¡que chamuscada con tojo la había yo de
ver, Asús me perdone!
La noche
descendía; el cura ayudó a la vieja a cargar el haz de espinallo, y vimos como,
enderezándose trabajosamente, se alejaba a paso tardío.
-Y será milagro
-advirtió el abad- que un día, con estos haces de rama de pino que trae del
monte, la tía Antona no arme una lumbrarada bonita en la casa de la
hechicera... Y yo no podré evitarlo... Cuando reprendo, me dan la razón; pero
luego hacen lo que les dicta su instinto... ¡La brujas mandan!
Cuento de la tierra
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