Una
semana más tarde invitaban a Andrei Efímich a tomarse un descanso, es decir, a
presentar la dimisión, hecho que él acogió con indiferencia, y pasada otra
semana Mijaíl Averiánich y él se encontraban ya en el coche de posta, camino de
la estación de ferrocarril más cercana. Los días eran frescos y claros, el
cielo era azul y se divisaba hasta la última línea del horizonte. Las
doscientas verstas que les separaban de la estación las recorrieron en dos
días, pernoctando dos veces en el camino.
Cuando
en las estaciones de posta les servían el té en vasos sucios o tardaban en
enganchar los caballos, Mijaíl Averiánich se ponía rojo y gritaba frenético:
«¡Silencio!
¡No quiero excusas!» Y en el coche no cesaba ni un instante de contar sus
viajes por el Cáucaso y el reino de Polonia. ¡Cuántas aventuras había tenido,
cuántos encuentros! Hablaba a gritos y ponía unos ojos tan extraños, que podía
pensarse que mentía. Por añadidura, hablaba echando el aliento a la cara de
Andrei Efímich y riendo a carcajadas en su mismo oído. Esto molestaba al doctor
y no le dejaba pensar y concentrarse.
Por
motivos de economía, sacaron billetes de tercera, de un vagón para no
fumadores. La mitad de los viajeros era gente bien trajeada. Mijaíl Averiánich
no tardó en trabar conocimiento con todos y, pasando de un asiento a otro,
decía a gritos que no se debía utilizar aquellos indignantes trenes. ¡Todo era
un engaño! Otra cosa era ir a caballo: en un día recorría uno cien verstas y se
sentía tan fresco. Y las malas cosechas se debían, en Rusia, a que habían
desecado los pantanos de Pirisk. En general, las anormalidades eran terribles.
Se acaloraba, hablaba a gritos y no dejaba intervenir a nadie. Esta charla
interminable, salpicada con risotadas y gestos expresivos, acabó por fatigar a
Andrei Efímich.
«¿Quién
de nosotros dos es el loco? -pensaba irritado. ¿Yo, que procuro no molestar a
los viajeros, o este egoísta, que se cree el más inteligente de todos y no deja
tranquilo a nadie?»
En
Moscú, Mijaíl Averiánich se puso levita militar sin charreteras y pantalones de
ribetes rojos.
Por
la calle iba con gorra militar y capote, y los soldados le saludaban a su paso.
A Andrei Efímich le parecía ahora que su compañero había perdido todo cuanto de
bueno tuviera en otros tiempos en sus costumbres señoriales, quedándole lo
malo. Le agradaba que le atendieran hasta cuando no era necesario en absoluto.
Tenía las cerillas ante él, sobre la mesa, y él las veía, pero llamaba al mozo
para que se las diera. No sentía reparo en andar delante de la doncella en
paños menores; a todos los criados sin excepción, incluso a los viejos, los
tuteaba y, al enfadarse, los llamaba zoquetes y estúpidos. Esto le parecía a
Andrei Efímich señorial, pero repugnante.
Lo
primero de todo, Mijaíl Averiánich llevó a su amigo a la virgen de Iveria. Rezó
fervorosamente, con profundas genuflexiones y lágrimas en los ojos, y al
terminar lanzó un profundo suspiro y dijo:
-Aunque
uno no sea creyente, parece que se queda más tranquilo cuando reza. Bese la
imagen, querido.
Andrei
Efímich se turbó e hizo lo que le decían.
Mijaíl
Averiánich, a su vez, alargó los labios y, meneando la cabeza, bisbiseó una
nueva oración; las lágrimas afluyeron de nuevo a sus ojos. Luego estuvieron en
el Kremlin, donde vieron el «Cañón Rey» y la «Campana Reina», y hasta pasaron
la mano por sus moles de bronce. Contemplaron las vistas que se abrían hacia
Zamosko-vorechie y estuvieron en el templo del Salvador y en el museo de
Rumiántsev.
Comieron
en el restaurante de Téstov. Mijafi Averiánich examinó durante largo rato la
carta, acariciándose las patillas, y dijo, con el tono del gastrónomo
acostumbrado a sentirse en los restaurantes como en su casa:
-¡A
ver qué nos da hoy, amigo!
1.014. Chejov (Anton)
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