¡Extraño
rumor!
El
doctor Andrei Efímich Raguin era un hombre notable en su género. Se divulgaba
que en su primera juventud había sido muy devoto y se preparaba para la carrera
eclesiástica; que en 1863, al terminar los estudios en el gimnasio, abrigaba el
propósito de ingresar en el seminario, pero que su padre, doctor en Medicina y
cirujano, se burló mordazmente de él y manifestó categóricamente que no lo
consideraría como hijo suyo si se hacía pope. No sé hasta qué punto esto es
verdad, pero el propio Andrei Efímich confesó en más de una ocasión que nunca
había sentido vocación por la
Medicina y, en general, por las ciencias especiales.
Como
quiera que fuese, al terminar los estudios en la Facultad no se hizo
sacerdote. No mostraba gran devoción, y al principio de su carrera médica se
parecía tan poco a un pope como en el momento en que da comienzo nuestra
historia.
Su
aspecto era pesado, lento, de mujik; por su cara, su barba, su pelo liso y su
complexión fuerte y torpe, recordaba a un ventero gordo, dado a la bebida y
brusco. Su cara era severa, surcada de venillas azules, de ojos pequeños y
nariz roja. Muy alto y ancho de hombros, sus brazos y piernas eran enormes, y
parecía capaz de matar a uno de un puñetazo.
Pero
su andar era suave y cauto, como sinuoso; al tropezarse con alguien en el
estrecho pasillo, siempre se detenía el primero, cediendo el paso, y no con voz
de bajo, como uno esperaba, sino con una fina y suave vocecita de tenor, decía:
«¡Perdón!»
Un
pequeño bulto le impedía usar cuello duro, almidonado, por lo que siempre
llevaba camisa de hilo o de algodón. Su manera de vestir no era la de un
médico. Los trajes le duraban diez años, y la ropa nueva, que solía comprar en
la tienda de un judío, parecía tan raída y arrugada como la anterior. Con la
misma levita recibía a los enfermos, comía e iba de visita. Pero no hacía esto
por tacañería, sino porque no se ocupaba en absoluto de su persona.
Cuando
Andrei Efímich llegó a la ciudad para tomar posesión de su cargo, el
«establecimiento de beneficencia» se encontraba en un estado horrible.
En
las salas, pasillos y patio del hospital, el hedor era tal, que resultaba
difícil respirar. Los mozos, las enfermeras y sus hijos dormían en las mismas
salas que los enfermos. Se quejaban de que las cucarachas, las chinches y los
ratones les hacían la vida imposible. En la sección de cirugía era imposible
acabar con la erisipela. Para todo el hospital no había más que dos bisturíes,
no disponían ni de un solo termómetro y las bañeras servían para guardar
patatas. El inspector, la encargada de la ropa y el practicante robaban a los
enfermos, y del viejo médico, el que había precedido a Andrei Efímich, se
contaba que vendía bajo cuerda el alcohol del hospital y se había creado un
harén entre las enfermeras y las enfermas. En la ciudad se conocían muy bien
estas anormalidades, e incluso las exageraban, pero las toleraban
tranquilamente. Unos argüían, para justificarlas, que en el hospital sólo había
gente del pueblo y mujiks, que no podían estar descontentos, puesto que en casa
vivían mucho peor. ¡No les iban a dar faisanes!
Otros
decían que la ciudad, por sí sola, sin ayuda del zemstvo no podía costear un
buen hospital; a Dios gracias, había uno, aunque fuese malo. Y el zemstvo,
recién constituido, no abría establecimi-entos sanitarios en la ciudad ni en
sus cercanías, pretextando que la ciudad tenía ya su hospital.
Después
de revisarlo todo, Andrei Efímich llegó a la conclusión de que el
establecimiento era inmoral y nocivo en el más alto grado para la salud de la
gente. Según él, lo mejor que se podía hacer era mandar a casa a los enfermos y
cerrarlo. Consideró, sin embargo, que esto no dependía sólo de su voluntad y
que sería inútil; si se expulsaba de un sitio la inmundicia física y moral, se
desplazaría a otro.
Había
que esperar a que ella misma desapareciese.
Además,
si habían abierto este hospital y lo toleraban, quería decirse que la gente lo
necesitaba; los prejuicios y todas las infamias de la vida son necesarios, ya
que con el tiempo se convierten en algo útil, como el estiércol en tierra
negra. No hay en el mundo nada bueno que en su origen no contuviera una
infamia.
Una
vez hubo tomado posesión de su cargo, Andrei Efímich pareció mostrar bastante
indiferencia hacia estas anormalidades. Lo único que hizo fue pedir a los mozos
y las enfermeras que no durmiesen en las salas; también hizo poner dos vitrinas
para el instrumental. En cuanto al inspector, a la encargada de la ropa, al
practicante y a la erisipela quirúrgica, siguieron en sus puestos.
Andrei
Efímich profesaba extraordinario amor a la inteligencia y a la honradez, mas
para organizar a su alrededor una vida inteligente y honrada le faltaban
carácter y fe en el derecho que le asistía. No sabía en absoluto ordenar,
prohibir e insistir. Era como si hubiese hecho voto de no levantar nunca la voz
ni emplear el imperativo. Le resultaba difícil decir «dame» o «tráeme»; cuando
quería comer, carraspeaba indeciso y decía a la cocinera: «Si pudiera tomar una
taza de té...», o «Si pudiera comer...»
Decir
al inspector que dejase de robar, o despedirlo, o suprimir por completo aquel
cargo inútil y parasitario, era algo superior a sus fuerzas. Cuando le
engañaban, o le adulaban, o le presentaban una cuenta a sabiendas de que era
falsa, se ponía rojo como un cangrejo y se sentía culpable, pero, a pesar de
todo, estampaba su firma. Cuando los pacientes se le quejaban de pasar hambre o
de los malos tratos de las enfermeras, se desconcertaba y balbuceaba, como si
él tuviera la culpa:
-Está
bien, está bien, me ocuparé de ello... Probablemente se trata de un mal
entendido...
En
un principio Andrei Efímich trabajó con mucho celo. Tenía abierta la consulta
desde por la mañana hasta la hora de la comida, operaba e incluso asistía a las
parturientas. Las señoras decían de él que diagnosticaba perfectamente las
enfermedades, sobre todo las de niños y mujeres. Pero con el tiempo todo esto
acabó por aburrirle con su monotonía y su evidente inutilidad. Hoy recibía a
treinta enfermos, mañana eran treinta y cinco, y pasado mañana cuarenta, y así
un día tras otro, un año tras otro, sin que la mortalidad disminuyese, y los
enfermos no cesaban de acudir. Prestar una ayuda seria a los cuarenta enfermos
que acudían desde la mañana hasta la hora de la comida era físicamente imposible;
resultaba, pues, un engaño. Si en un año había atendido a doce mil enfermos, se
decía, eso significaba que había engañado a doce mil personas.
Internar
a los enfermos graves y tratarlos según las reglas de la ciencia, tampoco era
posible, porque las reglas existían, pero no había ciencia; y si dejaba aparte
la filosofía y se limitaba a seguir de un modo formalista las reglas, como los
demás médicos, para ello necesitaba, ante todo, limpieza y ventilación, y no
suciedad, una alimentación sana, y no la sopa de repulsiva col agria, buenos
auxiliares, y no ladrones.
Además,
¿para qué impedir que la gente se muriese, si la muerte es el final normal y
lógico de cada uno? ¿Qué resultaba si un ricachón o un funcionario vivían cinco
o diez años más? Si se considera que el fin de la Medicina consiste en
aliviar el dolor, surge la pregunta: ¿Para qué aliviarlo? En primer lugar,
dicen que el dolor lleva al hombre a la perfección y, en segundo, que si la
humanidad aprende, en efecto, a aliviar sus dolores con ayuda de píldoras y
gotas, abandonará por completo la religión y la filosofía, en las que hasta
ahora había encontrado no sólo defensas contra todas las desgracias, sino
incluso la felicidad. Pushkin, a la hora de la muerte, sufrió horribles
tormentos; el pobre Heine estuvo paralítico varios años. ¿Por qué, entonces, no
iban a padecer enfermedades cualquier Andrei Efímich o cualquiera Matriona
Sávishna, cuyas vidas no encerraban ningún contenido y serían completamente
vacías y parecidas a las de una ameba si no fuese por los sufrimientos?
Abrumado
por estas reflexiones, Andrei Efímich lo abandonó todo y dejó de ir al hospital
a diario.
1.014. Chejov (Anton)
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