Esta
conversación se prolongó todavía cerca de una hora y, al parecer, produjo
profunda impresión a Andrei Efímich. A partir de entonces dio en acudir al
pabellón todos los días. Iba por la mañana y después de comer, y a menudo la
oscuridad de la tarde le sorprendía de charla con Iván Dmítrich. En los
primeros tiempos éste se mostraba huraño, sospechando que le traía un mal
propósito, y manifestaba abiertamente su hostilidad; pero luego se acostumbró a
él y su brusquedad de antes cambió por una actitud indulgente e irónica.
En
el hospital no tardó en propagarse el rumor de que el doctor Andrei Efímich
había empezado a visitar la sala número seis. Nadie, ni el practicante, ni
Nikita, ni las enfermeras, podía comprender qué era lo que le llevaba, por qué
se pasaba allí las horas muertas, de qué hablaba y por qué no recetaba nada.
Sus
actos parecían extraños. A menudo, Mijaíl Averiánich no lo encontraba en casa,
cosa que antes no sucedía nunca. Y Dáriushka se sentía desconcertada, puesto
que el doctor no bebía ya la cerveza a determinada hora y a veces hasta llegaba
tarde a la comida.
En
una ocasión -esto era ya a fines de junio, el doctor Jobótov, que tenía
necesidad de hablar con Andrei Dmítrich, acudió a su casa; al no dar con él,
salió a buscarlo al patio, donde le dijeron que el viejo doctor estaba con los
enfermos mentales. Al entrar en el pabellón, se detuvo en el zaguán, desde
donde pudo oír la siguiente conversación:
-Nunca
nos pondremos de acuerdo, no conseguirá convencerme -decía, irritado, Iván
Dmítrich-.
Usted
no conoce la realidad en absoluto y no sufrió nunca. Lo único que ha hecho ha
sido alimentarse como una sanguijuela junto a los sufrimientos ajenos; yo, en
cambio, he sufrido desde el día en que nací hasta hoy. Por eso le digo abiertamente
que me considero superior a usted y más competente en todos los sentidos. No es
usted quién para darme lecciones.
-Yo
no pretendo en absoluto convertirle a mis creencias -decía Andrei Efímich en
voz baja y como lamentando que no quisieran entenderle-. No se trata de eso,
amigo mío. No se trata de que usted ha sufrido y yo no. Las alegrías y los
sufrimientos son efímeros. Dejémoslos aparte, que se vayan con Dios. De lo que
se trata es de que usted y yo pensamos; vemos el uno en el otro a personas capaces
de pensar y razonar, y esto nos hace solidarios por diferentes que sean
nuestros puntos de vista. ¡Si usted supiera, amigo mío, cómo me fastidian la
insania general, la falta de talento, la torpeza, y la alegría con que converso
con usted! Usted es una persona inteligente y su charla me deleita.
Jobótov
abrió un poco la puerta y miró a la sala.
Iván
Dmítrich, con su gorro de dormir, y el doctor Andrei Efímich estaban sentados
en el camastro uno junto a otro. El loco gesticulaba, se estremecía y se arrebujaba
convulsamente en su bata, mientras que el doctor permanecía inmóvil, con la
cabeza baja; su cara estaba roja y ofrecía una expresión abatida y triste.
Jobótov se encogió de hombros, sonrió irónicamente y cambió una mirada con
Nikita.
Este
también se encogió de hombros.
Al
día siguiente, Jobótov se presentó en el pabellón acompañado del practicante.
Los dos se quedaron en el zaguán, escuchando.
-Parece
que nuestro abuelo ha perdido por completo la chaveta -dijo Jobótov al salir
del pabellón.
-¡Señor,
compadécete de nosotros, pecadores! suspiró el devoto Serguei Serguéich,
tratando de no pisar los charcos para no ensuciarse las recién lustradas botas.
Si quiere que le diga la verdad, estimado Evgueni Fiódorich, hace tiempo que lo
esperaba.
1.014. Chejov (Anton)
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