El día de la Asunción , hacia las once de la noche, las
muchachas y los mozos, que paseaban por el prado, empezaron a gritar y a correr
en dirección a la aldea. Los que se hallaban en la falda de la montaña no se
dieron cuenta en el primer momento de lo que sucedía.
-¡Fuego! ¡Fuego! -oyeron gritar desesperadamente.
¡Socorro!
Volvieron la cabeza, y un cuadro horrible, inenarrable,
se ofreció a sus ojos. Sobre el tejado de paja de una de las últimas casas de la
aldea se alzaba una columna de fuego de tres metros de altura, de la que se
desprendían espesa humareda y multitud de chispas.
El fuego no tardó en prender en todo el tejado.
Oíase su siniestro crepitar.
Un resplandor trémulo y rojo, más intenso que la
luz de la Luna ,
envolvía la aldea. Negras sombras se agitaban sobre el paisaje.
Olía a incendio. Los campesinos, que corrían montaña
arriba, sin aliento, mudos de espanto, se atropellaban, se caían, y, cegados
por el deslum-brante resplandor, no se reconocían unos a otros. Era horrible
ver a las palomas volar sobre el fuego, por en medio del humo, y oír cantar,
tocar el acordeón, reír a los que aún no sabían nada.
-¡Es la casa del tío Semenovich! -gritó una voz
ronca.
María, a la puerta de su casa, lloraba, se estrujaba
las manos, castañeteaba los dientes, aunque el fuego era en el otro extremo de
la aldea. Salieron las niñas, en camisa, y Nicolás, con las botas de fieltro.
Ante la casa del teniente alcalde empezaron a golpear sonoramente una plancha
de hierro.
Bum..., bum..., bum... El precipitado y tenaz martilleo
encogía el corazón y daba escalofríos.
Las viejas sacaban los iconos. Se hacía salir de
los establos al ganado. Baúles, pieles, barriles, eran amontonados a las
puertas de las casas. Un garañón negro, al que no se dejaba ir con los demás caballos
porque los mordía y los coceaba, comenzó a dar botes al verse en libertad, y se
lanzó luego al galope por toda la aldea, que recorrió unas cuantas veces,
deteniéndose al cabo ante un carro, sobre el que descargó una lluvia de coces.
Empezaron a tocar a fuego en la iglesia.
En las inmediaciones de la casa incendiada, el
calor era sofocante, y la claridad tal, que se veían, como si el Sol las
alumbrase, las más menudas briznas de hierba. Sobre uno de los cofres que se
había conseguido sacar estaba sentado Semeno-vich, un campesino rojo y
narigudo, con la boina calada hasta las orejas. Su mujer gemía tendida en el
suelo y casi sin conocimiento. Un viejo octogenario, exiguo y barbudo como un
gnomo, vecino de una aldea próxima, se paseaba, destocado y con un envoltorio
blanco en la mano. El fulgor del incendio brillaba en su cabeza calva. El baile
Antip Sedelnikov, moreno, de cabellos negros -un verdadero cíngaro, se acercó a
la casa hacha en mano, y destrozó a hachazos, una tras otra, todas las ventanas,
no se sabe con qué objeto. Después la emprendió con la escalinata.
-¡Agua, mujeres! -gritaba. ¡Acercad la bomba!
¡Daos prisa!
Los campesinos, que momentos antes empina-ban el
codo en el mesón, arrastraban la bomba, borrachos perdidos, dando traspiés, haciendo
eses y con las lágrimas en los ojos.
-¡Bribones, agua! -les gritaba el baile, no menos
borracho que ellos. ¡Trabajad, pícaros!
Las mujeres y las muchachas corrían a la fuente,
llenaban de agua jarros y cántaros, los vaciaban en la bomba y volaban por agua
de nuevo. Olga, Marla, Sacha y Motka tomaron parte en la faena. Numerosos
chiquillos trabajaban en el manejo de la bomba. El baile dirigía la manga, ya
hacia la puerta, ya hacia las ventanas, y la obturaba en parte con la punta del
dedo, lo que hacía más sibilante el chorro.
-¡Muy bien, Antip! -le animaban voces aprobatorias.
¡Muy bien!
Y Antip entraba en el vestíbulo, sin temor al
fuego, y gritaba:
-¡Agua, agua, cristianos; haced un esfuerzo!
¡Duro, duro!
Los campesinos, en compacto grupo y mano sobre mano,
contemplaban el fuego. Nadie sabía por dónde comenzar, nadie sabía qué hacer...
El incendio proyectaba su fulgor siniestro sobre los montones de heno y de
trigo, sobre las porchadas, sobre los haces de hierba seca. Kiriak y el viejo
Osip, su padre, hallábanse entre los campesinos, borrachos los dos. Y para
excusar su pereza, el viejo decía, dirigiéndose a su mujer, sentada en el suelo:
-¡No hay por qué apurarse! Tenemos la casa
asegurada.
Semenovich refería, encarándose ora con uno, ora
con otro de los que le rodeaban, cómo había ocurrido el incendio.
-Ese viejecito del envoltorio, antiguo cocinero del
general Jukov, que en paz descanse, llegó a casa esta tarde, y me dijo, como acostumbra:
«Déjame pasar la noche»... Naturalmente, echamos un trago... Mi mujer se puso a
encender el samovar, para ofrecerle al viejecito una taza de té, y tuvo la mala
ocurrencia de hacerlo en el vestíbulo. El fuego subió por el tubo, llegó a la
paja del techo... y ¿para qué seguir contando?... ¡Gracias a que hemos podido
escapar!... El viejo no ha tenido tiempo ni de salvar su gorra. ¡Qué desgracia!
Seguían sonando los golpes en la plancha de
hierro y las campanadas de la iglesia. Olga, envuelta en el rojo resplandor de
las llamas, miraba, con horror, volar a las palomas por en medio del humo y
temblar a los corderillos.
Antojábasele que los sonidos del campaneo y del
golpear en la plancha horadaban su alma a manera de agujas, que el fuego no iba
a acabarse nunca, que Sacha se había perdido... Y cuando el techo de la casa se
vino abajo con estrépito, pensó que iba a arder la aldea entera, y, sin ánimos
ya para seguir llevando agua, se sentó a la orilla del río, junto a los dos
cántaros... Las demás mujeres empezaron a llorar a gritos, como sise hubiera
muerto alguien.
Mientras tanto, por el lado opuesto de la aldea
llegaban dos carros con obreros y una nueva bomba. Precedíales, a caballo, un
joven estudiante, con la cazadora blanca desabrochada.
Empezaron todos al punto a trabajar.
Cuatro obreros y el estudiante, que, con la faz enrojecida,
lanzaba penetrantes e imperiosas voces de mando, como si fuera para él la
extinción de un incendio una cosa muy fácil, subieron a la vez, hacha en mano, por
una escala de que venían provistos. Y los campesinos asistieron a una
concienzuda la borde derribo: fueron derribados el establo, la cerca...
-¡No dejéis derribar! -gritó alguien. ¡No dejéis
derribar!
Kiriak se dirigió a la casa con aire decidido, como
para impedir que se siguiese derribando; pero uno de los obreros le hizo girar
sobre los talones y le dio un puñetazo. Oyéronse risas. El obrero le dio otro
puñetazo a Kiriak, que perdió el equilibrio y se volvió, agatas, a su sitio.
Dos bellas muchachas con sombrero, al parecer
hermanas del estudiante, llegaron momentos después. Detuviéronse a cierta distancia
de la casa incendiada. El estudiante dirigía la manga de la bomba hacia un
montón de vigas no apagadas del todo aún.
-¡Georges! -le gritaron las dos muchachas, en
tono de reproche. ¡Georges!
El incendio había sido extinguido. Hasta aquel momento
nadie se dio cuenta de que era ya de día ni de que las caras de todos parecían
de enfermos, como sucede siempre al amanecer, cuando se apaga el brillo de las últimas
estrellas. Camino de sus casas, los campesinos se reían, acordándose del
cocinero del general Jukov y de su gorra quemada.
Sentíanse inclinados a tomar a broma el incendio,
y hasta se diría que, en su fuero interno, se dolían de que se hubiera acabado tan
pronto.
-¡Bien ha trabajado usted, señor! -le dijo Olga
al estudiante. Debía usted ir a Moscú: allí casi todos los días tenemos
incendios.
-¿Es usted de Moscú? -preguntó una de las muchachas.
-Sí, señorita. Mi marido, ha sido camarero del
Hotel Eslavo. Esta niña es mi hija.
Y Olga señaló a Sacha, que tenía frío y se apretaba
contra ella.
-También es de Moscú -añadió.
Las dos muchachas le dijeron al estudiante algunas
palabras en francés, y el joven le tendió veinte copecs a Sacha. El viejo Osip
lo observó todo, y una dulce esperanza se pintó en su semblante.
-Gracias a Dios, no hacía viento, señoría.
Si hubiera hecho viento, en un abrir y cerrar de
ojos...
Tras una pausa, el viejo Osip, un poco confuso,
añadió:
-Hace fresco... No vendría mal media botellita para
entrar en calor...
No le dieron nada, y se fue, arrastrando los
pies.
Olga se quedó a la orilla del río, y vio cómo pasaban
al otro lado los carruajes.
Los señores siguieron a pie por el prado. El carruaje
les esperaba al lado opuesto.
-¡Son tan amables y tan guapos! -le dijo Olga a
su marido, cuando llegó a su casa-.
¡Las muchachas son dos querubines!
-¡Que revienten! -profirió Fekla, hecha una furia.
1.014. Chejov (Anton)
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