El
vecino de la izquierda de Iván Dmítrich, como ya hemos dicho, era el judío
Moiseika. El de la derecha era un mujik adiposo, casi redondo, de cara embotada
y estúpida; un animal inmóvil, glotón y sucio, que hacía mucho había perdido la
capacidad de pensar y sentir. De él emanaba siempre un hedor fétido y
asfixiante.
Nikita,
encargado de la limpieza, le pegaba terriblemente, sin escatimar los puñetazos;
y lo terrible no era que le pegasen -a esto, uno se puede acostumbrar, sino que
aquel animal insensible no respondía con nada a los golpes, ni con un sonido, o
un movimiento, ni con la expresión de los ojos, y se limitaba a balancearse
ligeramente como un pesado barril.
El
quinto y último habitante de la sala número seis era un hombre que en tiempos
había servido en Correos, donde seleccionaba las cartas; era un tipo pequeño,
flaco, rubio y de cara bondadosa, aunque con cierta malicia. A juzgar por sus
ojos inteligentes y tranquilos, de mirada serena y jovial, en su cabeza
guardaba un secreto muy importante y agradable.
Bajo
la almohada y la colchoneta tenía algo que no mostraba a nadie, pero no por
miedo a que se lo pudieran quitar o robar, sino por vergüenza. A veces se
acercaba a la ventana y, de espaldas a sus compañeros, se ponía algo en el pecho
y lo miraba con la cabeza inclinada; si en aquel momento alguien se acercaba a
él, se turbaba y se lo quitaba.
Pero
no era difícil adivinar el secreto.
-Felicíteme
-decía a menudo a Iván Dmítrichhe sido propuesto para la orden de San Stanislav
de segunda clase, con estrella. La segunda clase con estrella se concede
únicamente a los extranjeros, pero conmigo, no sé por qué, quieren hacer una
excepción -sonreía, encogiéndose perplejo de hombros. ¡Le confieso que no lo
esperaba!
-Yo
no entiendo nada de estas cosas -replicaba sombrío Iván Dmítrich.
-Pero
tarde o temprano lo conseguiré, ¿sabe? -proseguía el antiguo seleccionador de
cartas, guiñando astutamente el ojo.
-Conseguiré
sin falta la Estrella Polar
sueca. Es una orden que merece la pena trabajar para conseguirla. Cruz blanca y
cinta negra.
Resulta
muy bonito.
Probablemente,
en ningún otro sitio era la vida tan monótona como en el pabellón. Por la
mañana, los enfermos, excepción hecha del paralítico y del mujik gordo, se
lavaban en el zaguán, en una tina, y se secaban con los faldones de sus batas.
Después de esto tomaban té en unas jarras de hojalata que Nikita traía del
pabellón principal. A cada uno le correspondía una jarra. Al mediodía comían
sopa de col agria y gachas; al anochecer cenaban las gachas que habían quedado
de la comida. En los intermedios permanecían tumbados, dormían, miraban por la
ventana y se paseaban de un rincón a otro. Y así cada día. Hasta el antiguo
seleccionador de cartas hablaba de unas mismas condecoraciones.
Eran
muy pocas las caras nuevas que se veían en la sala número seis. Hacía tiempo
que el médico no admitía más locos, y no son muchos, en este mundo, los
aficionados a visitar manicomios. Una vez cada dos meses acudía al pabellón
Semión Lazárich, el barbero. No vamos a hablar de cómo tapaba a los locos y
cómo le ayudaba Nikita en esta empresa, ni de la confusión que se producía
entre los enfermos cada vez que aparecía el barbero con su sonrisa de borracho.
No
había nadie más que se asomase al pabellón.
Los
enfermos estaban condenados a ver, un día tras otro, únicamente a Nikita.
Por
lo demás, últimamente se había extendido por el hospital un rumor bastante
extraño: se decía que el médico había empezado a visitar la sala número seis.
1.014. Chejov (Anton)
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