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sábado, 28 de diciembre de 2013

La sala numero 6 - Cap. VII

Después de despedir a su amigo, Andrei Efímich se sentaba a la mesa y reanudaba la lectura. Ni el menor ruido turbaba el silencio de la tarde, y de la noche. Parecía como si el tiempo se hubiese detenido junto con el doctor y su libro; era como si no existiese más que este libro y el quinqué, con su pantalla verde. El rostro tosco, de mujik, del doctor se iluminaba poco a poco con una sonrisa enternecida y entusiasta ante las inflexiones de la inteligencia humana. «Oh!, ¿por qué el hombre no es inmortal? -pensaba. ¿Para qué sirven los centros y circunvoluciones cerebrales, para qué la vista, el habla, el sentimiento de uno mismo, el genio, si todo esto va a ir a parar a la tierra y, a la postre, se enfriará junto con la corteza terrestre, y luego, durante millones de años, seguirá junto con la Tierra, sin sentido alguno y sin finalidad, girando alrededor del Sol? Para enfriarse y luego recorrer los espacios, no hacía falta alguna sacar del no ser al hombre, con su inteligencia divina, y después, como para burlarse de él, convertirlo en barro.»

¡El intercambio de materias! ¡Qué cobardía consolarse con este sucedáneo de inmortalidad! Los procesos inconscientes que se suceden en la naturaleza se hallan por debajo incluso de la estupidez humana, ya que en la estupidez, después de todo, hay conciencia y voluntad, y en los procesos no hay nada en absoluto. Sólo el cobarde, en el cual el miedo a la muerte es superior a la dignidad, puede consolarse pensando que su cuerpo vivirá con el tiempo en la hierba, en una piedra, en un sapo... Ver la propia inmortalidad en el intercambio de materias es tan absurdo como prometer un brillante futuro a la funda después que el valioso violín se ha roto y quedado inservible.
Cuando dan las horas, Andrei Efímich se retrepa en el sillón y cierra los ojos para meditar un poco.
Y, sin darse cuenta, movido por los buenos pensamientos que ha leído en el libro, vuelve la vista a su pasado y a su presente. El pasado es algo que repele, es mejor no recordarlo. Y el presente, tres cuartos de lo mismo. Sabe que mientras sus pensamientos giran alrededor del Sol, lo mismo que la Tierra enfriada, a cuatro pasos de él, en el pabellón principal, hay gente que sufre por sus enfermedades y a consecuencia de la suciedad que la rodea. Acaso hay alguien que no duerme y lucha con los insectos, alguien se ha contagiado de erisipela o gime por tener la venda demasiado apretada. Acaso los enfermos estén jugando a las cartas con las enfermeras y bebiendo vodka. El último año fueron engañadas doce mil personas. Toda la organización hospitalaria, lo mismo que hace veinte años, descansa en el robo, las disputas, los chismorreos, el compadrazgo, la grosera charlatanería, y el hospital sigue siendo un establecimiento inmoral y nocivo, en el más alto grado, para la salud de la gente. Sabe que en la sala número seis, detrás de las rejas, Nikita golpea a los enfermos y que Moiseika va todos los días por la ciudad pidiendo limosna.
Por otra parte, sabe perfectamente que, durante los veinticinco últimos años, en la Medicina se ha producido un cambio fabuloso. Cuando él estudiaba en la Universidad, le parecía que la Medicina iba a conocer pronto la suerte de la alquimia y la metafísica; ahora, en cambio, cuando leía por las noches, la Medicina le conmovía y despertaba en él asombro y hasta entusiasmo. En efecto, ¡qué inesperado esplendor, qué revolución! Gracias a los antisépticos, se realizaban operaciones que el gran Pirogov consideraba imposibles hasta in spe. Los simples médicos de provincias se decidían a hacer resecciones de la rodilla; de cien laparotomías, sólo había un caso mortal, y el mal de piedra se consideraba algo tan insignificante, que ni siquiera escribían acerca de él.
La sífilis se curaba radicalmente. ¿Y la teoría de la herencia, el hipnotismo, los descubrimientos de Pasteur y de Koch, la higiene basada en la estadística, la medicina rusa de los zemstvos? La Psiquiatría, con su actual clasificación de las enfermedades, con los métodos de diagnóstico y de tratamiento, era algo fantástico, en comparación con lo que antes había. Ahora no se echaba a los locos agua fría en la cabeza ni les ponían camisas de fuerza; se les hacía vivir en circunstancias humanas y hasta, según escribían los periódicos, se les daban espectáculos y bailes. Andrei Efímich sabía que, con estos puntos de vista, una infamia como la de la sala número seis sólo era posible a doscientas verstas del ferrocarril, en una miserable ciudad en la cual el alcalde y todos los concejales eran semianalfabetos que veían en el médico a un sacerdote al que era necesario creer sin la menor crítica, aunque echase en la boca estaño derretido. En otro sitio, haría ya mucho tiempo que el público y los periódicos habrían hecho añicos esta pequeña Bastilla.
«¿Y qué? -se pregunta Andrei Efímich, abriendo los ojos ¿Qué resulta de todo esto? Tenemos los antisépticos, a Koch, a Pasteur, pero en esencia nada ha cambiado en absoluto. La morbilidad y mortalidad siguen siendo las mismas. Se celebran bailes y espectáculos para los locos, pero, con todo eso, no los dejan salir a la calle. Quiere decirse que todo es absurdo y vano, y, en esencia, entre la mejor clínica de Viena y mi hospital no hay diferencia alguna.»
Pero el dolor y un sentimiento parecido a la envidia no le permiten permanecer indiferente. La causa debe de ser la fatiga. La cabeza le pesa y se inclina sobre el libro. Pone la mano bajo la cara, a modo de almohada, y piensa: «Estoy al servicio de una obra perjudicial y percibo un sueldo de personas a las que engaño. Pero por mí mismo no soy nada, una simple partícula de un mal social necesario: todos los funcionarios de distrito son nocivos y cobran un sueldo que no han ganado... Lo que significa que no soy yo el culpable de ser deshonesto, sino el tiempo... Si hubiese nacido doscientos años más tarde, sería un hombre distinto.»
Cuando dan las tres, apaga el quinqué y se retira al dormitorio. No tiene sueño.

1.014. Chejov (Anton)

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