Era un día muy caluroso de agosto. La vieja había
encargado a Sacha de la custodia de la huerta. Las ocas del mesonero podían
realizar uno de sus asaltos, mientras ellas, junto al mesón, cogían avena y
charlaban tranquilamente.
Dejando ojo avizor al macho, para que viese si
ella acudía con el garrote, podían irse acercando, cautelosas... Pero las ocas
se paseaban por la otra ribera, en larga procesión blanca. Sacha, que empezaba
a aburrirse, viendo que no intentaban ninguna invasión, echó a andar hacia el
río...
La hija mayor de María, Motka, de pie sobre una
enorme piedra, contemplaba, inmóvil, la iglesia. María había tenido trece
hijos; pero sólo le quedaban siete, todos hembras, la mayor de ocho años.
Motka, descalza, sin más ropa que un camisón, estaba como petrificada; ni
siquiera advertía que el sol, que le daba de lleno, le había puesto la
coronilla punto menos que al rojo. Sacha se detuvo a su lado y le dijo, mirando
a la iglesia:
-En la iglesia vive el Señor. La gente se alumbra
con lámparas y velas; el Señor, con lamparillas rojas, azules, verdes, como
ojos.
El Señor se pasea de noche por la iglesia, y la Virgen y San Nicolás van
detrás de él..., tup..., tup..., tup..., ¡y el sacristán tiene un miedo...!
Sacha calló breves instantes.
-Sí, paloma -añadió, imitando a su madre; y
cuando venga el fin del mundo, todas las iglesias volarán al Cielo.
-¿Con las cam-pa-nas? -preguntó Motka con voz
opaca.
-Con las campanas. Y cuando se acabe el mundo,
los buenos irán al Paraíso y los malos al fuego eterno. Sí, paloma. A mamá y a
María les dirá el Señor: «Como no le habéis hecho daño a nadie, id a la
derecha, al Paraíso.
» Y a Kariak y a la vieja les dirá: «Id a la izquierda,
al fuego.»
Y los que no ayunan irán también al fuego.
Miró al cielo, con ojos muy abiertos, y
prosiguió:
-Mira al cielo sin pestañear, y verás a los ángeles.
Motka obedeció y hubo una pausa.
-¿Los ves? -preguntó Sacha.
-No veo nada -contestó con su opaca voz Motka.
-Yo sí los veo. Son pequeñitos y vuelan por el
cielo, moviendo las alas chiquitinas, como los mosquitos.
Motka se quedó meditabunda unos instantes, y
preguntó:
-¿La vieja irá al infierno?
-Irá, paloma.
La piedra estaba en lo alto de una cuesta cubierta
de una hierba tan verde y tan suave, que daban ganas de tocarla y de tenderse sobre
ella. Sacha se tendió y rodó hasta abajo.
Motka imitó a su prima y rodó también hasta
abajo, muy seria. En el raudo descenso se le subió la camisa casi a la cabeza.
-¡Bravo, bravo! -gritó Sacha, encantada.
Tornaron a subirse a la piedra para rodar de
nuevo; pero en aquel momento oyeron la voz estridente que tanto conocían. ¡Qué horror!...
La vieja, desdentada, huesuda, encorvada, la rala cabellera el viento, echaba
de la huerta a las ocas, armada de un palo, y gritaba:
-¡Han puesto las coles hechas una lástima las
sinvergüenzas! ¡Mal rayo las parta!
Al ver a las niñas tiró el palo, cogió una rama
seca, y asiendo a Sacha por el cuello con sus dedos sarmentosos, duros, empezó
a pegarle con ella. Sacha lloraba de dolor y de espanto... El macho de las
ocas, andando torpemente y alargando el pescuezo, se acercó a la vieja y la
increpó con energía, en su áspero idioma. Luego volvió junto a sus blancas compañeras,
que le hicieron objeto de una calurosa ovación. La vieja, después de pegarle a
Sacha, la emprendió con Motka, cuya camisa tornó a subirse. Desesperada, llorando
a moco tendido y chillando, Sacha se dirigió a la casa, seguida de Matka, que
también plañía, y llevaba tan mojado el rostro -pues no se secaba las lágrimas-
como si acabase de sacarlo de una palangana.
-¡Dios mío! -exclamó Olga, estupefacta, cuando
entraron. ¡Virgen Santísima!
Sacha comenzó a contar lo ocurrido, y en aquel
momento irrumpió la vieja en la estancia vociferando y renegando.
Fekla se enfadó, y se disgustó toda la familia.
-Eso no es nada, no es nada -decía Olga, muy
pálida, acariciando la cabeza de Sacha-.
Es un pecado enfadarse con la abuelita.
Nicolás, que no podía ya soportar los gritos constantes,
el hambre, el humo, la suciedad; que odiaba y despreciaba aquella miseria; que
se avergonzaba de su familia ante su mujer y su hija, bajó sus piernas de la
chimenea y le dijo a su madre, con voz llena de enojo:
-¡No tiene usted derecho a pegarle!
-¡Revienta de una vez, carroña! -gritó Fekla,
furiosa. ¡Os ha enviado aquí el diablo!
Sacha, Motka y las demás chiquillas se agazaparon
todas en un rincón de la chimenea, detrás de Nicolás, atemorizadas y mudas.
En el silencio trágico se oían latir sus corazones.
Cuando en una familia hay un enfermo incurable, cuya enfermedad dura mucho tiempo,
y en ciertos momentos se desea de un modo tímido su muerte, solo los niños
piensan en ella con horror. Y las chiquillas, reteniendo el aliento, con una
expresión triste en el rostro, contemplaban a Nicolás y sentían ganas de llorar
y de decirle algo cariñoso, al pensar que moriría pronto.
El enfermo se apretó contra Olga, como buscando
protección, y habló así, con voz queda y trémula:
-Olga, querida mía, no puedo continuar aquí. Me
falta valor.
Escríbele, por Dios, una carta a tu hermana Klavdia
Abramovna diciéndole que venda todo lo que tiene y nos envíe dinero para irnos.
¡Dios mío, quién pudiera ver, aunque fuera
soñando o por un agujero, nuestro Moscú!
Al obscurecer, en medio del casi absoluto silencio
de los circunstantes, presas todos de una extraña angustia, la terrible vieja
se puso a mojar cortezas de pan negro en agua y a chuparlas despaciosamente.
María, después de ordeñar a la vaca, entró con el cántaro de leche y lo colocó
sobre el banco. La vieja fue vertiendo la leche en los jarros, con mucha pachorra,
muy contenta, en la seguridad de que nadie la tocaría hasta pasada la vigilia
de la Asunción. Luego
de verter en un platillo algunas gotas para el hijo de Fekla, bajó los jarros a
la cueva, ayudada por Fekla y María.
Motka, en cuanto su abuela, su tía y su madre salieron
de la habitación, se bajó de la chimenea, se acercó al banco donde había dejado
la vieja la taza de madera con las cortezas, y derramó en el agua un poco de la
leche destinada a su primo.
La vieja no tardó en volver, y siguió chupando las
cortezas. Sacha y Motka, sentadas en la chimenea, la miraban, congratulándose de
su segura condenación al fuego eterno por quebrantamiento del ayuno.
Acostáronse, muy consoladas, y Sacha soñó que en un enorme horno, como los de
los alfareros, un diablo, todo negro y con cuernos de vaca, perseguía a la
vieja, blandiendo un palo semejante al que usaba ella para espantar a las ocas.
1.014. Chejov (Anton)
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