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sábado, 28 de diciembre de 2013

La sala numero 6 - Cap. III

Una mañana de otoño, Iván Dimítrich, subido el cuello del abrigo y chapoteando con los pies en el barro, iba por callejuelas y patios a casa de un individuo al que debía cobrarle cierta contribución. Llevaba, como todas las mañanas, un humor lúgubre. En una calleja se encontró a dos detenidos que, arrastrando cadenas, marchaban escoltados por una patrulla de cuatro soldados con fusiles. En más de una ocasión, Iván Dimítrich había visto detenidos, los cuales suscitaban siempre en su alma un sentimiento de piedad y de desazón. Ahora, en cambio, el encuentro le produjo una impresión muy particular y extraña. Por no se sabe que razón, pensó que también a él podían encadenarlo y conducirlo por el barro a la cárcel.
Cumplido el servicio, y camino ya de su casa, halló cerca de la oficina de correos a un inspector de policía que le saludó y le acompañó unos pasos, circunstancia que se le antojó sospechosa. Una vez en su domicilio, se pasó el día sin que se le fueran de la imaginación los presos y los soldados con fusiles.

Una incomprensible inquietud espiritual le impedía concentrarse y leer.
Aquella tarde no encendió la luz; ni durmió por la noche, siempre atosigado por la idea de que podían detenerlo, encadenarlo y meterlo en prisión. Se sabía inocente de toda culpa y podía garantizar que jamás mataría, robaría o quemaría nada; pero ¿acaso era tan difícil delinquir casual e involuntariamente o estaba fuera de lo posible una falsa denuncia o un error judicial? No en vano, un adagio popular, basado en una experiencia de siglos, decía que nadie asegurase que no iría a la cárcel o a mendigar. Con el sistema judicial imperante era muy posible un error de los tribunales. Las personas que, en razón de su cargo, ven a diario sufrimientos ajenos, terminan por insensibilizarse hasta tal extremo, que aun queriendo, no pueden tratar a sus clientes sino de una manera formalista. En este sentido no se diferencian en nada del mujik que en un corral mata borregos y 6 becerros sin reparar en la sangre. Bajo el imperio de esta actitud formalista, de este trato insensible, el juez no necesitaba más que tiempo para privar a un inocente de sus derechos y de su hacienda y para mandarlo a trabajos forzados. Sólo necesitaba tiempo para observar unas formalidades por las que le pagaban un sueldo; y luego, adiós: ¡cualquiera iba a buscar justicia y protección en aquel villorrio sucio, a más de 200 kilómetros del ferrocarril!
Por otra parte, ¿no era ridículo pensar en la justicia cuando toda violencia era acogida por la sociedad como una necesidad razonable y conveniente, mientras que todo acto de misericordia, por ejemplo, una sentencia absolutoria, suscitaba un estallido de desaprobación y de sentimientos vengativos?

A la mañana siguiente, Iván Dimítrich se levantó horrorizado, con la frente cubierta de un sudor frío, seguro ya de que podían arrestarle en cualquier momento. Si los azarosos pensamientos de la víspera no le abandonaban, era porque algo tenían de ciertos -pensaba él, pues no se le iban a venir a la cabeza sin ningún fundamento.
Un guardia municipal pasó muy despacio por delante de la ventana.
Por algo sería. Dos desconocidos se detuvieron frente a la casa y permanecieron callados. ¿Por qué callaban?

Iván Dimítrich atravesó días y noches horribles. Todos los que pasaban junto a la ventana o entraban en el patio se le antojaban espías y policías. A eso de las doce pasaba en un carruaje el capitán de policía, que iba desde su hacienda campestre al cuartelillo; pero a Iván Dimítrich le parecía que iba demasiado aprisa y con una expresión enigmática; de fijo que iba a anunciar que en la ciudad había un criminal muy importante.

Nuestro hombre temblaba cuando sonaba el timbre o llamaban a la puerta; se acongojaba al ver en la casa a una persona nueva; y al tropezarse con policías o guardias sonreía o se ponía a silbar para parecer indiferente. No dormía noches enteras esperando que viniesen a detenerle, pero roncaba y jadeaba como en sueños para que la dueña de la casa creyese que dormía, pues de saberse que estaba en vela, ¡qué prueba contra él! Demostraríase que no tenía la conciencia tranquila. Los hechos y la lógica le convencían de que tales temores eran pura alucinación psicopatológica y de que, bien vistas las cosas, nada tenían de horrible la detención o la cárcel si la conciencia estaba tranquila. Pero cuanto más razonaba discreta y lógicamente, tanto mayor y más torturante era la desazón espiritual. Aquello hacía recordar la historia del hombre que deseaba hacer un claro en la selva virgen para vivir y cuanto más trabajaba con el hacha, tanto más crecía el bosque. Por último, Iván Dimítrich. viendo la inutilidad de los razonamientos, los abandonó totalmente, entregándose por entero a la desesperación y al miedo.

Comenzó a eludir la compañía de sus semejantes. La oficina, que antes le desagradaba ya, se le hizo ahora insoportable. Temía que le tendiesen una trampa; que le pusieran dinero en el bolsillo y después le acusasen de haber tomado una propina; cometer casualmente en documentos oficiales un error equivalente a una falsificación, o perder dineros ajenos. Cosa extraña: nunca había sido su pensamiento tan ágil ni su inventiva tan grande como ahora, en que imaginaba a diario mil motivos distintos para temer seriamente por su libertad y su honor. En cambio, disminuyó mucho su interés por el mundo exterior, en particular por los libros; y la memoria comenzó a fallarle.

En primavera, al derretirse la nieve, hallaron en un barranco cercano al cementerio dos cadáveres semiputrefactos, de una vieja y de un niño, con síntomas de muerte violenta. No se hablaba en la ciudad de otra cosa que del asesinato y de los asesinos desconocidos. Iván Dimítrich, para que nadie pensase que había sido él, andaba por las calles sonriendo; y al encontrarse con algún conocido, palidecía, enrojecía y comenzaba a afirmar que no había crimen más bajo que el asesinato de gente débil e indefensa. Mas esto acabó por cansarle; y, al cabo de mucho reflexionar, creyó que, en su situación, lo mejor era esconderse en la cueva de la casa.

Permaneció allí un día y una noche. Al segundo día se le hizo irresistible el frío y, esperando a que oscureciera, volvió a su cuarto ocultándose como un ladrón. Estuvo de pie en medio de la habitación hasta el amanecer, atento el oído y sin hacer el menor movimiento. Muy temprano, antes de que saliera el sol, vinieron unos fumistas llamados por la dueña.
Iván Dimítrich sabía perfectamente que habían venido para rehacer el horno de la cocina; pero el miedo le sugirió que eran policías disfrazados de fumistas. Saliendo secretamente, huyó a la calle horrorizado, sin gorro ni levita. Los perros le perseguían; un mujik gritaba detrás; el viento le ululaba en los oídos; y el pobre Iván Dimítrich creía que las violencias de todo el mundo se habían unido con ánimo de darle alcance.

Por fin le detuvieron, le llevaron a su casa y mandaron a la dueña en busca del doctor. El doctor, Andrei Efímich, de quien hablaremos a su debido tiempo, le recetó compresas frías en la cabeza y unas gotas de laurel y cerezas, movió tristemente la cabeza y se despidió diciendo a la dueña que no regresaría, pues no se debe impedir que la gente se vuelva loca. Por carecer de medios para vivir y tratarse, Iván Dimítrich fue enviado al hospital donde le acomodaron en el pabellón de venéreo. Como no dormía de noche, discutía con el personal y molestaba a los enfermos, Andrei Efímich dispuso que le trasladaran al pabellón número seis.

Al cabo de un año, todo el mundo se olvidó de Iván Dimítrich; y sus libros, arrumbados por la dueña en un trineo, bajo un cobertizo, no tardaron en ser pasto de los chiquillos

1.014. Chejov (Anton)

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