Una mañana de otoño, Iván
Dimítrich, subido el cuello del abrigo y chapoteando con los pies en el barro,
iba por callejuelas y patios a casa de un individuo al que debía cobrarle
cierta contribución. Llevaba, como todas las mañanas, un humor lúgubre. En una
calleja se encontró a dos detenidos que, arrastrando cadenas, marchaban
escoltados por una patrulla de cuatro soldados con fusiles. En más de una
ocasión, Iván Dimítrich había visto detenidos, los cuales suscitaban siempre en
su alma un sentimiento de piedad y de desazón. Ahora, en cambio, el encuentro
le produjo una impresión muy particular y extraña. Por no se sabe que razón,
pensó que también a él podían encadenarlo y conducirlo por el barro a la
cárcel.
Cumplido el servicio, y camino ya
de su casa, halló cerca de la oficina de correos a un inspector de policía que
le saludó y le acompañó unos pasos, circunstancia que se le antojó sospechosa.
Una vez en su domicilio, se pasó el día sin que se le fueran de la imaginación
los presos y los soldados con fusiles.
Una incomprensible inquietud
espiritual le impedía concentrarse y leer.
Aquella tarde no encendió la luz;
ni durmió por la noche, siempre atosigado por la idea de que podían detenerlo,
encadenarlo y meterlo en prisión. Se sabía inocente de toda culpa y podía
garantizar que jamás mataría, robaría o quemaría nada; pero ¿acaso era tan
difícil delinquir casual e involuntariamente o estaba fuera de lo posible una
falsa denuncia o un error judicial? No en vano, un adagio popular, basado en
una experiencia de siglos, decía que nadie asegurase que no iría a la cárcel o
a mendigar. Con el sistema judicial imperante era muy posible un error de los
tribunales. Las personas que, en razón de su cargo, ven a diario sufrimientos
ajenos, terminan por insensibilizarse hasta tal extremo, que aun queriendo, no pueden
tratar a sus clientes sino de una manera formalista. En este sentido no se
diferencian en nada del mujik que en un corral mata borregos y 6 becerros sin
reparar en la sangre. Bajo el imperio de esta actitud formalista, de este trato
insensible, el juez no necesitaba más que tiempo para privar a un inocente de
sus derechos y de su hacienda y para mandarlo a trabajos forzados. Sólo
necesitaba tiempo para observar unas formalidades por las que le pagaban un
sueldo; y luego, adiós: ¡cualquiera iba a buscar justicia y protección en aquel
villorrio sucio, a más de 200 kilómetros del ferrocarril!
Por otra parte, ¿no era ridículo
pensar en la justicia cuando toda violencia era acogida por la sociedad como
una necesidad razonable y conveniente, mientras que todo acto de misericordia,
por ejemplo, una sentencia absolutoria, suscitaba un estallido de desaprobación
y de sentimientos vengativos?
A la mañana siguiente, Iván Dimítrich
se levantó horrorizado, con la frente cubierta de un sudor frío, seguro ya de
que podían arrestarle en cualquier momento. Si los azarosos pensamientos de la
víspera no le abandonaban, era porque algo tenían de ciertos -pensaba él, pues
no se le iban a venir a la cabeza sin ningún fundamento.
Un guardia municipal pasó muy
despacio por delante de la ventana.
Por algo sería. Dos desconocidos se
detuvieron frente a la casa y permanecieron callados. ¿Por qué callaban?
Iván Dimítrich atravesó días y
noches horribles. Todos los que pasaban junto a la ventana o entraban en el
patio se le antojaban espías y policías. A eso de las doce pasaba en un
carruaje el capitán de policía, que iba desde su hacienda campestre al
cuartelillo; pero a Iván Dimítrich le parecía que iba demasiado aprisa y con
una expresión enigmática; de fijo que iba a anunciar que en la ciudad había un
criminal muy importante.
Nuestro hombre temblaba cuando
sonaba el timbre o llamaban a la puerta; se acongojaba al ver en la casa a una
persona nueva; y al tropezarse con policías o guardias sonreía o se ponía a
silbar para parecer indiferente. No dormía noches enteras esperando que
viniesen a detenerle, pero roncaba y jadeaba como en sueños para que la dueña
de la casa creyese que dormía, pues de saberse que estaba en vela, ¡qué prueba contra
él! Demostraríase que no tenía la conciencia tranquila. Los hechos y la lógica
le convencían de que tales temores eran pura alucinación psicopatológica y de
que, bien vistas las cosas, nada tenían de horrible la detención o la cárcel si
la conciencia estaba tranquila. Pero cuanto más razonaba discreta y
lógicamente, tanto mayor y más torturante era la desazón espiritual. Aquello
hacía recordar la historia del hombre que deseaba hacer un claro en la selva
virgen para vivir y cuanto más trabajaba con el hacha, tanto más crecía el
bosque. Por último, Iván Dimítrich. viendo la inutilidad de los razonamientos,
los abandonó totalmente, entregándose por entero a la desesperación y al miedo.
Comenzó a eludir la compañía de sus
semejantes. La oficina, que antes le desagradaba ya, se le hizo ahora
insoportable. Temía que le tendiesen una trampa; que le pusieran dinero en el
bolsillo y después le acusasen de haber tomado una propina; cometer casualmente
en documentos oficiales un error equivalente a una falsificación, o perder dineros
ajenos. Cosa extraña: nunca había sido su pensamiento tan ágil ni su inventiva
tan grande como ahora, en que imaginaba a diario mil motivos distintos para
temer seriamente por su libertad y su honor. En cambio, disminuyó mucho su
interés por el mundo exterior, en particular por los libros; y la memoria
comenzó a fallarle.
En primavera, al derretirse la
nieve, hallaron en un barranco cercano al cementerio dos cadáveres
semiputrefactos, de una vieja y de un niño, con síntomas de muerte violenta. No
se hablaba en la ciudad de otra cosa que del asesinato y de los asesinos desconocidos.
Iván Dimítrich, para que nadie pensase que había sido él, andaba por las calles
sonriendo; y al encontrarse con algún conocido, palidecía, enrojecía y
comenzaba a afirmar que no había crimen más bajo que el asesinato de gente
débil e indefensa. Mas esto acabó por cansarle; y, al cabo de mucho
reflexionar, creyó que, en su situación, lo mejor era esconderse en la cueva de
la casa.
Permaneció allí un día y una noche.
Al segundo día se le hizo irresistible el frío y, esperando a que oscureciera,
volvió a su cuarto ocultándose como un ladrón. Estuvo de pie en medio de la
habitación hasta el amanecer, atento el oído y sin hacer el menor movimiento.
Muy temprano, antes de que saliera el sol, vinieron unos fumistas llamados por
la dueña.
Iván Dimítrich sabía perfectamente
que habían venido para rehacer el horno de la cocina; pero el miedo le sugirió
que eran policías disfrazados de fumistas. Saliendo secretamente, huyó a la
calle horrorizado, sin gorro ni levita. Los perros le perseguían; un mujik
gritaba detrás; el viento le ululaba en los oídos; y el pobre Iván Dimítrich
creía que las violencias de todo el mundo se habían unido con ánimo de darle
alcance.
Por fin le detuvieron, le llevaron
a su casa y mandaron a la dueña en busca del doctor. El doctor, Andrei Efímich,
de quien hablaremos a su debido tiempo, le recetó compresas frías en la cabeza
y unas gotas de laurel y cerezas, movió tristemente la cabeza y se despidió
diciendo a la dueña que no regresaría, pues no se debe impedir que la gente se
vuelva loca. Por carecer de medios para vivir y tratarse, Iván Dimítrich fue
enviado al hospital donde le acomodaron en el pabellón de venéreo. Como no
dormía de noche, discutía con el personal y molestaba a los enfermos, Andrei
Efímich dispuso que le trasladaran al pabellón número seis.
Al cabo de un año, todo el mundo se
olvidó de Iván Dimítrich; y sus libros, arrumbados por la dueña en un trineo,
bajo un cobertizo, no tardaron en ser pasto de los chiquillos
1.014. Chejov (Anton)
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