Memorias de un reo
-Disgusto tendremos,
señorito -me dijo el cochero indicándome con su fusta una liebre que atravesaba
la carretera delante de nosotros.
Aun sin liebre, mi
situación era desesperada.
Yo iba al tribunal del
distrito a sentarme en el banquillo de los acusados, con objeto de responder a
una acusación por bigamia.
Hacía un tiempo atroz. Al
llegar a la estación, me encontraba cubierto de nieve, mojado, maltrecho, como
si me hubieran dado de palos; hallábame transido de frío y atontado por el vaivén
monótono del trineo.
A la puerta de la
estación salió a recibirme el celador. Llevaba calzones a rayas, y era un hombre
alto y calvo, con bigotes espesos que parecían salirle de la nariz, tapándole
los conductos del olfato.
Lo cual le venía bien,
porque le dispensaba de respirar aquella atmósfera de la sala de espera, en la
cual me introdujo soplando y rascándose la cabeza.
Era una mezcla de agrio,
de olor a lacre y a bichos infectos. Sobre la mesa, un quinqué de hoja de lata,
humeante de tufo, lanzaba su débil claridad a las sucias paredes.
-Hombre, qué mal huele
aquí -le dije, colocando mi maleta en la mesa.
El celador olfateó el
aire, incrédulo, sacudiendo la cabeza.
-Huele... como de
costumbre -respondió sin dejar de rascarse. Es aprensión de usted. Los cocheros
duermen en la cuadra, y los señores que duermen aquí no suelen oler mal.
Dicho esto fuese sin
añadir una palabra. Al quedarme solo me puse a inspeccionar mi estancia. El
sofá, donde tenía que pasar la noche, era ancho como una cama, cubierto de hule
y frío como el hielo. Además del canapé, había en la habitación una estufa, la
susodicha mesa con el quinqué, unas botas de fieltro, una maletita de mano y un
biombo que tapaba uno de los rincones. Detrás del biombo alguien dormía
dulcemente. Arreglé mi lecho y empecé a desnudarme. Quitéme la chaqueta, el
pantalón y las botas, y sonreí bajo la sensación agradable del calor; me
desperecé estirando los brazos; di brincos para acabar de calentarme; mi nariz se
acostumbró al mal olor, los saltos me hicieron entrar completamente en
reacción, y no me quedaba sino tenderme en el diván y dormirme, cuando ocurrió
un pequeño incidente.
Mi mirada tropezó con el
biombo; me fijé en él bien y advertí que detrás de él una cabecita de mujer
-los cabellos sueltos, los ojos relampagueantes, los dientes blancos y dos
hoyuelos en las mejillas- me contemplaba y se reía. Quedéme inmóvil, confuso.
La cabecita notó que la había visto y se escondió. Cabizbajo, me dirigí a mi
sofá, me tapé con mi abrigo y me acosté.
«¡Qué diablos! -pensé.
Habrá sido testigo de mis saltos... ¡Qué tonto soy!...»
Las facciones de la linda
cara entrevista por mí acudieron a mi mente. Una visión seductora me asaltó,
mas de pronto sentí un escozor doloroso en la mejilla derecha...; apliqué la
mano; no cogí nada; pero no me costó trabajo comprender lo que era gracias al
horrible olor.
-¡Abominable! -exclamó al
mismo tiempo una vocecita de mujer; estos malditos bichos me van a comer viva.
Acordéme de mi buena
costumbre de traer siempre conmigo una caja de polvos insecticidas.
Instantáneamente la saqué
de mi maleta; no tenía más que ofrecerla a la cabecita y la amistad quedaba
hecha; ¿pero cómo proceder?
-¡Esto es terrible!
-Señora -le dije,
empleando la voz más suave que pude haber, si mal no comprendí, esos bichos la
están a usted picando; tengo ciertos polvos infalibles. Si usted desea...
-Hágame el favor.
-En seguida -repliqué con
alegría. Voy a ponerme el abrigo y se los entregaré.
-No, no; pásemelos por encima
del biombo; no venga usted aquí.
-Está bien, por encima
del biombo, puesto que usted me lo manda; pero no tenga miedo de mí; yo no soy
un cafre.
-¡Quién sabe! A los
transeúntes nadie los conoce...
-Ea... ¿Por qué no me
permite usted que se los lleve directamente? No hay en ello nada de particular,
sobre todo para mí, que soy médico (la engañé, para tranquilizarla). Usted debe
saber que los médicos, la policía y los peluqueros tienen derecho a penetrar en
las alcobas.
-¿De veras es usted
médico; no lo dice usted de broma?
-¡Palabra de honor!
¿Puedo traer los polvos?
-Bueno, toda vez que es
usted médico. Más, ¿para qué va usted a molestarse? Mandaré a mi marido...
¡Teodorito!... ¡Despierta! ¡Rinoceronte!
Levántate y ve a traerme
los polvos insecticidas que el doctor tiene la amabilidad de ofrecerme.
La presencia de Teodorito
detrás del biombo me dejó trastornado, como si me hubiesen asestado un golpe en
la cabeza,
Sentíme avergonzado y
furioso. Mi rabia era tal y Teodorito me pareció de tan mala catadura que
estuve a punto de pedir socorro.
Era aquel Teodorito un
hombre calvo, de unos cincuenta años, alto, sanguíneo, con barbita gris y
labios apretados. Estaba en bata y zapatillas.
-Es usted muy amable -me
dijo tomando los polvos y volviendo detrás del biombo. Muchas gracias. ¿El
vendaval le cogió a usted también en el camino?
-Sí, señor.
-Lo siento... ¡Zinita,
Zinita! Me parece que corre algo por tu nariz... Permíteme que te lo quite.
-Te lo permito -dijo
riendo Zinita. Pero ¿qué has hecho? He aquí un consejero de Estado que todos
temen y que no es capaz de coger una chinche.
-¡Zinita! ¡Zinita! Una
persona extraña nos oye; no andes con bromas.
-¡Canallas! ¡No me dejan
dormir! Pensé, sin saber por qué...
El matrimonio se quedó
callado. Yo cerré los ojos y traté de conciliar el sueño. Transcurrió una media
hora, luego una hora; el sueño no acudió. En fin, mis vecinos también empezaron
a moverse, y les oí murmurar:
-¡Es extraordinario!
Estos animales no temen ni a los polvos. ¡Es demasiado! ¡Doctor! Zinita me
encarga le pregunte por qué estos enemigos nuestros huelen tan mal.
Entablamos conversación.
Hablamos de los enemigos, del mal tiempo, del invierno ruso, de la medicina, de
la cual yo no entiendo jota; de Edison...
-Zinita, no te
avergüences; este señor es médico.
Después de la
conversación sobre Edison cuchichearon.
Teodorito le dijo:
-No tengas reparo,
interrógale. ¿De qué te asustas? Cheroezof no te alivió; acaso éste lo consiga.
-Interrógale tú -murmuró
Zinita.
-¡Doctor! -gritó
Teodorito dirigiéndose a mí. Mi mujer tiene a veces la respiración oprimida, tose,
siente como un peso en el pecho... ¿De qué proviene esto?
-Difícil es definirlo. La
explicación sería larga...
-¿Qué importa que la
explicación sea larga? Tiempo nos sobra; de todos modos, no podemos dormir...
Examínela, querido señor. He de advertirle que la trata el doctor Cheroezof,
persona excelente, pero que me parece no entenderla. Yo no tengo confianza en
sus conocimientos; no creo en él. Yo comprendo que usted no se halla dispuesto
a una consulta en estas circunstancias; sin embargo, le suplico tenga la
amabilidad. Mientras que usted la examina, yo iré a decir al celador que nos
prepare el té.
Teodorito salió
arrastrando sus chanclas.
Dirigíme detrás del
biombo. Zinita estaba recostada en un amplio sofá, en medio de una montaña de
almohadones, y se cubría el descote con un cuello de encaje.
-A ver, muéstreme la
lengua -dije sentándome al lado suyo y frunciendo las cejas.
Me enseñó la lengua y
echóse a reír. Le lengua era rosada y no tenía nada anormal. Empecé a buscarle
el pulso, y no me fue posible hallarlo. En verdad, yo no sabía qué hacer ya. No
me acuerdo qué otras preguntas le dirigí mirando su cara risueña; sé solamente
que al final de la consulta me había vuelto completamente idiota. Del
diagnóstico que formulé no me acuerdo tampoco.
Al cabo de un rato
hallábame sentado en compañía de Teodorito y de su señora delante del samovar.
Veíame obligado a ordenar algo y, para salir del paso, compuse una receta con
sujeción a todas las reglas de la farmacopea:
Rp.
Sic transit.
Gloria mundi
Aquae destilatae
Una cuchara cada dos
horas.
Para la señora Selova.
A la mañana siguiente,
cuando con mi maleta en la mano me despedía para siempre de mis nuevos amigos,
Teodorito me cogió del botón de mi abrigo y quiso convencerme de que le aceptara
un billete de diez rublos.
-Usted no puede
rechazarlo; tengo la costumbre de pagar todo trabajo honrado. ¿No estudió usted?
Sus conocimientos, ¿no los adquirió usted a costa de fatigas? Esto yo lo sé.
No había modo de negarse.
Y embolsé los diez rublos.
De esta suerte pasé la
víspera del juicio. No me detendré en describir mis impresiones cuando la
puerta del Tribunal se abrió y el alguacil me señaló el banquillo de los
acusados. Me limitaré a hacer constar el sentimiento de vergüenza que me asaltó
cuando al volver la cabeza vi centenares de ojos que me miraban, y me fijé en
los rostros solemnes y serios de los jurados. A primera vista comprendí que
estaba perdido. Pero lo que no puedo referir y lo que el lector no puede
imaginarse es el espanto y el terror que de mí se apoderaron cuando, al
levantar los ojos a la mesa cubierta de paño rojo, descubrí, en el asiento del
fiscal, a... Teodorito. Al apercibirlo me acordé de las chinches, de Zinita, de
mi diagnóstico, de mi receta, y experimenté algo como si todo el océano Ártico
me inundara.
Teodorito alzó los ojos
del papel que estaba escribiendo; al principio no me reconoció; pero de ponto
sus pupilas se dilataron, su mano se estremeció. Incorporóse lentamente y clavó
su mirada plomiza en mi. Me levanté a mi vez sin saber por qué, incapaz de
apartar mis ojos de los suyos.
-Acusado, ¿cuál es su
nombre, etcétera? -interrogó el presidente.
El fiscal se sentó y
absorbió un vaso de agua; el sudor humedecía sus sienes. Me sentí agonizar.
Todos los síntomas
revelaban que el fiscal me quería perder. Con muestras visibles de irritación acosaba
a preguntas a los testigos...
Es tiempo de acabar.
Escribo este relato en la misma Audiencia, durante el intervalo que los jueces aprovechan
para comer. Ahora le toca el turno al discurso del fiscal. ¿Qué será?
1.014. Chejov (Anton)
No hay comentarios:
Publicar un comentario