El
funcionario Grómov, hace doce o quince años, vivía con su familia en la ciudad,
en casa propia situada en la calle principal. Tenía dos hijos: Serguei e Iván.
Cuando estudiaba en el cuarto curso, Serguei enfermó de tisis galopante y
murió. Esto fue el comienzo de toda una serie de calamidades que cayeron
súbitamente sobre la familia de los Grómov.
A
la semana de haber sido enterrado Serguei, el viejo padre fue procesado por
desfalco y malversación de fondos, y no tardó en morir en la enfermería de la
cárcel, donde había contraído el tifus. La casa y cuanto en ella había fue
vendido en almoneda; Iván Dmítrich y su madre quedaron sin el menor recurso.
Antes,
en vida del padre, Iván Dmítrich vivía en Petersburgo, estudiaba en la Universidad , recibía
todos los meses sesenta o setenta rublos y no sabía lo que eran las
necesidades; ahora tuvo que cambiar por completo de vida. De la mañana a la
noche se veía obligado a dar clases muy mal pagadas y a hacer copias, a pesar
de lo cual pasaba hambre, pues cuanto ganaba lo mandaba a su madre. Iván
Dmítrich no lo resistió, perdió los ánimos, su salud decayó y, abandonando los
estudios, se fue a su casa.
Allí,
en la pequeña ciudad, merced a recomendaciones obtuvo una plaza de maestro.
Pero no congenió con sus compañeros, no le agradaron los alumnos y pronto
presentó la renuncia. Murió su madre. El anduvo medio año cesante, sin más
alimento que pan y agua, hasta que entró como ujier del juzgado, cargo que
ocupó hasta que fue dado de baja por enfermedad.
Nunca,
ni aun en los años de estudiante, dio la sensación de ser un hombre sano.
Siempre estuvo pálido, delgado, y se resfriaba fácilmente. Una copa de vino le
producía mareos y ataques de histerismo.
Buscaba
la sociedad, pero su carácter irritable y sus recelos le impedían intimar con
nadie y carecía de amigos. De la gente de la ciudad hablaba siempre con
desprecio, diciendo que su torpe ignorancia y su soporífera vida de animales
eran algo infame y repulsivo. Hablaba con voz de tenor, alta y apasionada, descontenta
e indignada, o con entusiasmo y asombro, y siempre era sincero. Cualquiera que
fuese el tema, siempre llegaba a una conclusión: la vida en la ciudad era
agobiante y aburrida; la sociedad carecía de intereses elevados; era una vida
absurda y oscura en la que los únicos elementos que contribuían a darle
variedad eran la violencia, la grosera corrupción y la hipocresía. Los
miserables estaban hartos y bien vestidos, mientras que los hombres honrados se
alimentaban de migajas. Hacían falta escuelas, un periódico local con una
orientación honesta, un teatro, conferencias públicas, cohesión de los intelec-tuales.
En sus juicios sobre la gente empleaba grandes pinceladas de blanco y negro,
sin admitir ningún otro matiz: la humanidad se dividía, para él, en honrados y
canallas, sin nada intermedio.
De
las mujeres y el amor hablaba siempre apasionadamente, con entusiasmo, pero ni
una vez siquiera estuvo enamorado.
En
la ciudad, a pesar de la dureza de sus juicios y su nerviosismo, le querían, y
cuando él no estaba presente lo llamaban con el cariñoso diminutivo de Vania.
Su innata delicadeza, su espíritu servicial, su decoro y pureza moral, su raída
levita, su aspecto enfermizo y sus desgracias familiares despertaban un
sentimiento bueno, cariñoso y triste; además, era culto y había leído mucho, lo
creían al tanto de todo y en la ciudad era a modo de un viviente diccionario de
consulta.
Leía
muchísimo. Se pasaba largas horas en el club, acariciándose nervioso la barbita
y hojeando revistas y libros; por la cara se veía que no leía, sino que
devoraba, sin tiempo casi de masticar. Hay que suponer que la lectura era para
él una costumbre morbosa, puesto que se lanzaba con igual avidez sobre todo lo
que le venía a mano, hasta sobre periódicos y calendarios de años anteriores.
En casa siempre leía tumbado.
Una
mañana de otoño, con el cuello del abrigo subido y chapoteando por el barro,
Iván Dmítrich se dirigía por callejones y patios traseros a la casa de un
menestral, donde había de hacer efectiva cierta ejecutoria. Estaba de un humor
sombrío, como todas las mañanas. En uno de los callejones se tropezó con dos
presos, cargados de cadenas, que conducían cuatro soldados armados con sus
fusiles.
Muy
a menudo se había encontrado antes con presos, que siempre despertaban en él
sentimientos de piedad y desazón, pero esta vez le produjeron una impresión
particular y extraña. Le pareció que también a él podían cargarlo de cadenas y
conducirlo por entre el barro a la cárcel. Después de despachar con el
menestral, de vuelta a casa, se encontró cerca de Correos con un inspector de
policía casi amigo, quien le saludó y siguió con él unos pasos. Esto le pareció
sospechoso. Ya en casa, en todo el día no se le fueron de la cabeza los presos
y los soldados con los fusiles; una incomprensible inquietud espiritual le
impedía concentrarse en la lectura. A la caída de la tarde no encendió el
quinqué en su cuarto y la noche la pasó en vela, pensando que podían detenerlo,
cargarlo de cadenas y meterlo en la cárcel. Se sabía inocente y podía asegurar
que en el futuro nunca mataría a nadie, no quemaría ni robaría nada; pero
¿acaso era tan difícil cometer un delito de manera casual, sin intención? ¿No
era posible la calumnia, un error judicial, en fin? No en vano la secular
experiencia del pueblo dice que nadie está asegurado contra el riesgo e cargar
con las alforjas del mendigo o de ir a la cárcel. Y el error judicial, con el
actual sistema de administración de justicia, era muy posible, no era nada
extraordinario. Quienes en razón de su cargo deben tratar con los sufrimientos
ajenos, por ejemplo, los jueces, los policías y los médicos, con el tiempo, por
la fuerza de la costumbre, se insensibilizan hasta tal extremo que, aunque lo
quisieran, no pueden mirar a sus clientes más que de un modo formal; por otra
parte, no se diferencian en nada del mujik que, en el corral, degüella carneros
y becerros sin reparar en la sangre. Con esa actitud formal e insensible hacia
la persona, para desposeer a un inocente de todos sus derechos y bienes y
condenarlo a presidio, el juez no necesita más que una cosa: tiempo. Sólo
tiempo para observar ciertas formalidades, por lo cual le abonaban su sueldo, y
luego todo había terminado.
¿Quién
iba a buscar justicia y defensa en aquel sucio villorrio, a doscientas verstas
del ferrocarril? ¿Y no era ridículo pensar en la justicia cuando cualquier
proceder violento era acogido por la sociedad como razonable y conveniente, y
cualquier acto de piedad, por ejemplo, una sentencia absolutoria, provocaba una
verdadera explosión de vengativos sentimientos de descontento?
Por
la mañana, Iván Dmítrich se levantó horrorizado, con la frente cubierta de un
sudor frío y convencido ya de que en cualquier momento podían llevárselo preso.
Si las penosas ideas de la víspera tardaban tanto en abandonarle -pensaba, era
porque en ellas había cierta dosis de verdad. En efecto, no podían venirle a la
cabeza sin razón alguna.
Un
guardia municipal pasó lentamente por delante de su ventana. Sus motivos
tendría. Dos hombres se detuvieron en silencio frente a la casa. ¿Por qué
callaban?
Y
para Iván Dmítrich llegaron unos días y noches horribles. Todos cuantos pasaban
por delante de sus ventanas y entraban al patio le parecían soplones y
polizontes. Hacia el mediodía solía pasar el jefe de la policía, que en su
carruaje, tirado por dos caballos, se dirigía desde su hacienda de las afueras
de la ciudad a sus oficinas; pero Iván Dmítrich creía cada vez que iba
demasiado de prisa y con una expresión particular: seguramente iba a anunciar
que en la ciudad había aparecido un delincuente de singular importancia. Iván
Dmítrich se estremecía a cada llamada en la puerta, angustiado, cuando el ama
de la casa recibía a una persona nueva; al encontrarse con los policías y
gendarmes, sonreía y silbaba para dar muestras de indiferencia. Pasaba las
noches sin pegar ojo, esperando que vinieran a detenerlo, pero suspiraba y
hacía como que roncaba para que la dueña creyese que dormía; porque, si no
dormía, era que le remordía la conciencia. ¡Qué indicio! Los hechos y la lógica
sensata le llevaban a la convicción de que todos estos temores eran un absurdo,
una psicopatía, que en realidad, bien miradas las cosas, la detención y la
cárcel no tenían nada que ver cuando la conciencia de uno estaba tranquila;
pero cuanto más lógicos eran sus razona-mientos, mayor y más dolorosa era su
inquietud espiritual.
Era
como si un ermitaño quisiera despejar un pequeño espacio en la selva virgen
para vivir en él: cuanto más afanoso trabajaba con el hacha, más espeso y
vigoroso crecía el bosque. Iván Dmítrich, viendo la inutilidad de sus intentos,
acabó por abandonarlos, dejó de razonar y se entregó por entero a la
desesperación y al miedo.
Empezó
a reunir a la gente; trataba de permanecer a solas. El cargo que ocupa, que ya
antes le desagradaba, se le hizo insoportable. Temía que le jugasen una sola
pasada, que le pusieran dinero en el bolsillo para acusarle de cohecho, o que
él mismo cometiese en documentos oficiales, sin quererlo, un error equivalente
a una falsificación, o perdiese una suma que no era suya. Cosa extraña: nunca,
en ningún otro tiempo había sido su pensamiento tan lúcido ni su inventiva tan
grande como ahora, cuando cada día discurría mil motivos distintos para sentir
serios temores por su libertad y su honor. En cambio, disminuyó sensiblemente
su interés por el mundo exterior, de manera particular Por los libros, y la
memoria empezó a hacerle traición.
Al
llegar la primavera, cuando se derritió la nieve, en un barranco, cerca del
cementerio, aparecieron dos cadáveres en avanzado estado de descomposición -de
una vieja y un chico, con señales de muerte violenta. En la ciudad no se
hablaba más que de estos dos cadáveres y de los desconocidos asesinos. Iván
Dmítrich, para que no se pensase que el autor del crimen había sido él,
caminaba sonriente por las calles, y al encontrarse con un conocido se ponía
pálido y rojo, insistiendo en que no había nada más infame que el asesinato de
personas débiles e indefensas. Pero esta hipocresía no tardó en fatigarle, y
después de pensarlo llegó a la conclusión de que en su situación lo mejor era
esconderse en el sótano de la casa. Allí permaneció un día, una noche y otro
día, hasta que, muerto de frío, cuando hubo oscurecido, deslizándose como un
ladrón, se metió en su cuarto, donde permaneció hasta el amanecer sin moverse,
prestando atención al menor ruido. A primera hora de la mañana, antes de la
salida del sol, llegaron unos obreros. Iván Dmítrich sabía muy bien que habían
acudido, llamados por la dueña, para arreglar el horno de la cocina, pero el
miedo le hizo creer que eran policías disfrazados.
Salió
disimuladamente de su cuarto y, aterrorizado, sin gorro y sin levita, echó a
correr por la calle. Le siguieron ladrando los perros, alguien gritó a sus
espaldas, el viento le silbaba en los oídos... Iván Dmítrich creyó que la
violencia de todo el mundo se había reunido tras él tratando de darle alcance.
Lo
detuvieron, lo llevaron a casa y mandaron a la dueña en busca del médico. El
doctor Andrei Efímich, de quien hablaremos más adelante, le recetó compresas
frías en la cabeza y gotas de laurel y guindas, meneó tristemente la cabeza y
se marchó, diciendo a la dueña que no volvería más, puesto que era imposible
hacer nada cuando la gente quería volverse loca. Como en la casa no se le podía
atender, de ahí a poco Iván Dmítrich fue trasladado al hospital, donde lo
instalaron en la sala de enfermedades venéreas. De noche no dormía, se mostraba
caprichoso y molestaba a sus vecinos, por lo que no tardaron en llevarlo, por
disposición de Andrei Efímich, a la sala número seis.
Pasado
un año, en la ciudad habían olvidado por completo a Iván Dmítrich, y sus
libros, que el ama de la casa había amontonado en un trineo, dentro de un
cobertizo, se los habían llevado los chiquillos.
1.014. Chejov (Anton)
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