Iván
Dmítrich permanecía en la posición de la víspera, con la cabeza entre las manos
y las piernas encogidas. No se le veía la cara.
-Buenas
tardes, amigo mío -dijo Andrei Efímich.
¿No
duerme?
-En
primer lugar, no soy amigo suyo replicó Iván Dmítrich, con la cara hundida en
la almohada.
Y,
en segundo, sus empeños son inútiles: no me sacará ni una sola palabra.
-Es
extraño... -balbuceó turbado Andrei Efímich.
Ayer
estábamos conversando tranquilamente y, de pronto, usted se ofendió y no quiso
seguir...
Probablemente
dije cosas que no le gustaban, o acaso manifestase algo contrario a sus
ideas...
-¡Como
le voy a creer! -dijo Iván Dmítrich, incorporándose y mirando al doctor con una
mezcla de burla e inquietud; sus ojos estaban inyectados de sangre. Puede irse
a espiar y sonsacar a otro sitio; aquí no tiene nada que hacer. Ayer me di
cuenta ya de las razones que le habían traído.
-¡Qué
extraña fantasía! -sonrió el doctor irónicamente.
¿Es
que cree que soy un espía?
-Sí
que lo creo... Un espía o un médico al que le han encomendado la misión de
ponerme a prueba.
Es
lo mismo.
-¡Qué
tipo más estrafalario es usted! Y perdóneme la expresión.
El
doctor se sentó en un banquillo junto a la cama y meneó la cabeza en un ademán
de reproche.
-Pero
supongamos que tiene razón -prosiguió. Admitamos que vengo con la torcida
intención de hacerle hablar para delatarlo. Se lo llevarán preso y luego lo
condenarán. ¿Pero es que en el juicio y en la cárcel estaría peor que aquí? Y
aunque lo deporten, e incluso si lo mandan a presidio, ¿sería eso peor que
permanecer aquí, en este pabellón? Creo que no... ¿A qué teme, pues?
Estas
palabras parecieron influir en Iván Dmítrich, que se sentó tranquilamente.
Era
poco más de las cuatro de la tarde, la hora en que Andrei Efímich tenía por
costumbre pasear por las habitaciones de su casa y Dáriushka le preguntaba si
quería cerveza. Era un día apacible y dato.
-Después
de la comida salí a dar un paseo y me he acercado aquí, como puede ver -dijo el
doctor.
Hace
un tiempo primaveral.
-¿En
qué mes estamos? ¿En marzo? -preguntó Iván Dmítrich.
-Sí,
a fines de marzo.
-¿Hay
barro en la calle?
-No,
no mucho. En el jardín hay ya senderos.
-Ahora
me gustaría dar un paseo en coche por las afueras comentó Iván Dmítrich,
frotándose los ojos enrojecidos como despertándose. Y luego volver a casa, a un
despacho templado y confortable, y... hacer que un buen médico le curase a uno
el dolor de cabeza ... Ya hace tiempo que no vivo como las personas. Aquí da
asco! ¡Un asco insoportable!
Después
de la excitación de la víspera, se encontraba fatigado y hablaba con desgana.
Sus dedos temblaban y por la cara se advertía que le dolía mucho la cabeza.
-Entre
un despacho templado y confortable y esta sala no hay la menor diferencia -dijo
Andrei Efímich. El reposo y la satisfacción no están fuera del hombre, sino en
él mismo.
-¿Qué
significa eso?
-El
hombre vulgar espera lo bueno o lo malo del exterior, es decir, del coche y el
despacho, mientras que el hombre que piensa lo espera de sí mismo.
-Vaya
a predicar esta filosofía a Grecia, donde hace calor y huele a naranjas; el
clima de aquí no le favorece. ¿Con quién hablé de Diógenes? ¿Fue con usted?
-Sí,
conmigo, ayer.
-Diógenes
no necesitaba un despacho y un edificio templado; allí hace calor. Podía
permanecer en su tonel comiendo naranjas y aceitunas. Pero si hubiese vivido en
Rusia, no ya en diciembre, sino en mayo, habría pedido una habitación. Estaría
helado.
-No.
El frío, como cualquier otro dolor, puede resistirse. Marco Aurelio dijo: «El
dolor es la representación viva del dolor: haz un esfuerzo de voluntad para
cambiar esta representación, recházala, deja de lamentarte, y el dolor
desaparecerá.» Esto es justo. El sabio o, simplemente, el hombre que piensa,
que medita, se distingue precisamente por el hecho de que desprecia el
sufrimiento. Siempre está satisfecho y nada le asombra.
-Esto
quiere decir que yo soy un idiota, puesto que sufro, estoy descontento y me
asombra la vileza humana.
-No
debe pensar así. Si reflexiona a menudo, comprenderá la insignificancia de todo
lo externo, lo que nos inquieta. Hay que aspirar a comprender la vida; en ello
está el verdadero bien.
-Comprender
la vida... -replicó Iván Dmítrich, arrugando el ceño-. Lo exterior, lo
interior... Perdóneme, pero no lo comprendo. Lo único que sé añadió,
levantándose y mirando irritado al doctor, lo único que sé es que Dios me creó
de sangre caliente y nervios, ¡como lo oye! El tejido orgánico si es capaz de
vida, debe reaccionar a cualquier excitación.
¡Y
yo reacciono! Al dolor respondo con gritos y lágrimas; a la infamia, con
indignación; a la villanía, con asco. A mi modo de ver, esto es, en realidad,
lo que se llama vida. Cuanto más bajo es el organismo, menos sensible se
muestra y más débilmente reacciona a la excitación. Y cuanto más elevado, tanto
más sensible y enérgica es su reacción a la realidad. ¿Cómo puede ignorarlo?
¡Es usted médico y no sabe unas cosas tan elementales! Para despreciar el
dolor, estar siempre satisfecho y no asombrarse de nada, hay que llegar hasta
ese estado -e Iván Dmítrich señaló al mujik gordo, rebosante de grasa, o bien
haberse templado con el dolor hasta el extremo de perder toda sensibilidad
hacia él; es decir, en otras palabras, dejar de vivir. Perdóneme, no soy sabio
ni filósofo -prosiguió irritado, y no comprendo nada de estas cosas. No me
siento en condiciones de razonar.
-Al
contrario, razona usted muy bien.
-Los
estoicos, a los que usted parodia, eran unos hombres notables, pero su doctrina
quedó fosilizada hace dos mil años y no ha avanzado ni tanto así, ni avanzará,
porque no es práctica ni tiene vida. Sólo ha tenido cierto éxito entre una
minoría que se pasa la vida estudiando y rumiando toda clase de doctrinas; la
mayoría no ha llegado a comprenderla. Una doctrina que predice la indiferencia
hacia las riquezas, hacia las comodidades de la vida, el desprecio de los
sufrimientos y la muerte, es totalmente incom-prensible para la inmensa
mayoría, ya que esta mayoría no conoció nunca ni las riquezas ni las
comodidades.
Y
despreciar el sufrimiento significaría para ella despreciar la propia vida, ya
que toda la esencia del hombre la integran sensaciones de hambre, frío,
ofensas, pérdidas y un miedo ante la muerte al estilo de Hamlet. En estas
sensaciones está la vida entera: puede cansarnos, podemos odiarla, pero no
despreciarla. Así pues, lo repito: la doctrina de los estoicos no puede tener
nunca futuro.
Lo
que progresa, en cambio, según puede ver, desde el comienzo del mundo hasta el
día de hoy, es la lucha, la sensibilidad ante el dolor, la capacidad de
responder a las excitaciones...
Iván
Dmítrich perdió de pronto el hilo del discurso, se detuvo y se pasó, irritado,
la mano por la frente.
-Quería
decir algo importante, pero no lo recuerdo -dijo. ¿De qué hablaba? ¡Ah, sí! Es lo
que estaba diciendo; un estoico se vendió como esclavo para redimir a un
semejante. Ya lo ve, eso significa que también el estoico reaccionó a la
excitación, puesto que, para realizar un acto tan generoso como el de
aniquilarse a sí mismo en bien del prójimo, se requiere un alma capaz de
indignarse y compadecer.
Aquí,
en esta cárcel, he olvidado todo lo que aprendí, porque aún podría recordar
alguna cosa. ¿Y si tomamos a Cristo? Cristo reaccionó ante la realidad con su
llanto, su sonrisa, su tristeza, su cólera, hasta con su angustia. No fue con
una sonrisa al encuentro de los sufrimientos y no despreciaba la muerte, sino
que oró en el huerto de Getsemaní para que no se le hiciese beber el cáliz de
la amargura.
Iván
Dmítrich rompió a reír y se sentó.
-Admitámoslo,
la tranquilidad y la satisfacción del hombre están en él mismo, y no fuera de
él dijo.
-Admitamos
que hay que despreciar el sufrimiento y no asombrarse de nada. Pero ¿en qué se
apoya usted para predicarlo? ¿Es un sabio? ¿Un filósofo?
-No,
no soy un filósofo, pero esto debe predicarlo cualquiera, porque es sensato.
-No,
lo que yo quiero saber es por qué se considera competente en lo de la
comprensión del mundo, el desprecio del sufrimiento y todo lo demás.
¿Acaso
no ha sufrido usted nunca? ¿Tiene una noción de lo que es el sufrimiento?
Dígame: ¿le pegaban a usted cuando era niño?
-No,
mis padres sentían aversión hacia los castigos corporales.
-Pues
mi padre me zurraba la badana. Era un funcionario de carácter violento, que
padecía de hemorroides, de nariz larga y cuello amarillo. Pero hablemos de
usted. En toda su vida le tocó nadie un pelo, nadie le asustó ni le pegó; tiene
la salud de un toro. Creció al amparo de su padre y él le costeó los estudios,
y luego, inmediatamente, consiguió una sinecura. Lleva viviendo más de veinte
años en una casa gratis, con calefacción y luz, con sirvienta; se le deja que
trabaje como y cuanto quiera; incluso puede no hacer nada. Por naturaleza, es
usted perezoso, flojo, y por eso trató de organizar su vida de modo que nada le
inquietase ni le obligara a moverse. Dejó las cosas en manos del practicante y
demás canallas, mientras que usted se quedaba en su habitación templada y
silenciosa, reunía dinero, leía libros, se entregaba a meditaciones sobre todo
género de sublimes estupideces y -aquí Iván Dmítrich se quedó mirando la roja
nariz del médico- bebía. En una palabra, no ha visto la vida, no la conoce en
absoluto; de la realidad, tiene una noción simplemente teórica. Si desprecia el
sufrimiento y nada le asombra, es por una causa muy sencilla: vanidad de
vanidades; lo externo y lo interno, el desprecio de la vida, de los
sufrimientos y la muerte, la comprensión del mundo, el verdadero bien: todo
esto es la filosofía más apropiada del holgazán ruso. Usted ve, por ejemplo, que
un mujik pega a su mujer. ¿Para qué meterse de por medio? Que le pegue; es lo
mismo: los dos morirán tarde o temprano; además, el que pega no ofende con sus
golpes a quien los recibe, sino que se ofende a sí mismo. Emborracharse es algo
estúpido e indecoroso, pero beber es morirse y no beber también lo es. Llega
una mujer con dolor de muelas... ¿Y qué? El dolor es la noción de que nos
duele, y sin enfermedades es imposible vivir; todos moriremos. Así que, mujer,
vete de aquí y déjame que piense y beba vodka. Un joven pide consejo, pregunta
qué hacer, cómo vivir. Otro, antes de contestar, meditaría, pero usted tiene
preparada la respuesta: trata de comprender el sentido de la existencia o
aspira al auténtico bien. ¿Y qué es ese fantástico «auténtico bien»? No hay
respuesta, claro.
A
nosotros nos tienen aquí entre rejas, nos podrimos, nos martirizan, pero eso es
hermoso y racional, porque entre esta sala y un despacho templado y confortable
no hay diferencia alguna. Es una filosofía muy cómoda: no hay nada que hacer,
uno tiene la conciencia tranquila y se considera sabio... No, señor, eso no es
filosofía, no es pensamiento, no es amplitud de ideas, sino pereza, mentalidad
de faquir, un sopor... ¡Sí! -se volvió a irritar Iván Dmítrich.
Desprecia
el sufrimiento, pero, si le cogieran un dedo con la puerta, ¡pondría el grito
en el cielo!
-Quizá
no -dijo Andrei Efímich, sonriendo dulcemente.
-¡Claro
que sí! Pero si se quedase paralítico o si, supongamos, un estúpido e
insolente, valiéndose de su posición y su cargo, le ofendiese en público y
usted supiera que el acto iba a quedar impune, entonces comprendería qué es eso
de remitirse, cuando de otros se trata, al sentido de la vida y al auténtico
bien.
-Eso
es original -dijo Andrei Efímich, riendo de satisfacción y frotándose las manos.
Me asombra agradablemente su afición a las generalizaciones.
Y
lo que ha dicho de mí es sencillamente brillante.
He
de confesar que la conversación con usted me proporciona extraordinario placer.
Bien, le he escuchado; ahora tenga la bondad de escucharme a mí...
1.014. Chejov (Anton)
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