En su casa
de Moscú lo encontró todo en plan de invierno; las estufas estaban encendidas,
y por las mañanas aún era oscuro cuando sus hijos tomaban el desayuno para irse
al colegio, tanto que la niñera tenía que encender la luz un rato. Habían
empezado las heladas. Cuando cae la primera nieve y aparecen los primeros
trineos es agradable ver la tierra blanca, los blancos tejados, exhalar el
tibio aliento, y la estación trae a la memoria los años juveniles. Las viejas
limas y abedules, cubiertos de escarcha, tienen una expresión simpática y están
más cerca de nuestro corazón que los cipreses y las palmas. Junto a ellos se
olvidan el mar y las montañas.
Gurov había
nacido en Moscú; llegó a él en un bello día de nieve, y al ponerse su abrigo de
pieles y sus guantes, al pasearse por Petrovka, al oír el domingo por la tarde
el sonido de las campanas, olvidó el encanto de su reciente aventura y del
sitio que dejara. Poco a poco se absorbió en la vida de Moscú; leía con avidez
los periódicos ¡y declaraba que los leía sin fundamento! En seguida sintió un
deseo irresistible de ir a los restaurantes, a los clubes, a las comidas,
aniversarios y fiestas; se sintió orgulloso de hablar y discutir con célebres
abogados, con artistas, de jugar a las cartas con algún profesor en el club de
doctores. Ya podía hasta comer un plato de pescado salado o una col...
Al cabo de
un mes, le pareció que la imagen de Ana Sergeyevna había de cubrirse de una
bruma en su memoria y visitarlo en sueños de cuando en cuando, con una sonrisa,
como hacían otras. Pero pasó más de un mes, llegó el verdadero invierno, y
recordaba todo aquello tan claramente como si se hubiera separado de Ana
Sergeyevna el día antes. Estos recuerdos, lejos de morir, se avivaron con el
tiempo. En la tranquilidad de la tarde, al oír las palabras de los niños
estudiando en alta voz, el sonido del piano en un restaurante, o el ruido de
tormenta que llegaba por la chimenea, volvía de repente todo a su memoria: lo
ocurrido en el muelle la mañana de niebla junto a las montañas, el vapor que
volvía de Teodosia y los besos. Gurov se levantaba entonces y paseaba por su
habitación recordando y sonriendo; luego, sus recuerdos se convertían en
ilusiones, y en su fantasía el pasado se mezclaba con el porvenir. Ana
Sergeyevna no lo visitaba ya en sueños, lo seguía por todas partes como una
sombra, como un fantasma. Al cerrar los ojos la veía como si estuviese viva
delante de él, y Gurov la encontraba más encantadora, más joven, más tierna de
lo que en realidad era, imaginándosela aún más hermosa de lo que estaba en
Yalta. Por la tarde, Ana Sergeyevna lo miraba desde el estante de los libros,
desde el hogar de la chimenea; desde cualquier rincón oía su respiración y el
roce acariciador de sus faldas. En la calle miraba a todas las mujeres buscando
alguna que se pareciese a ella.
Un deseo
intenso de comunicar a alguien sus ideas lo atormentaba. Pero en su casa era
imposible hablar de su amor, y fuera de ella tampoco tenía a nadie; ni a sus
compañeros de oficina ni a ninguno en el banco podía contárselo. ¿De qué iba a
hablar entonces? Pero ¿es que había estado enamorado? ¿Hubo algo de poético, de
edificante, simplemente de interés en sus relaciones con Ana Sergeyevna? Y todo
se le volvía hablar vagamente de amor, de mujer, y nadie sospechaba nada; sólo
su esposa fruncía el entrecejo y decía:
-No te va
el papel de conquistador, Dimitri.
Una tarde,
al volver del club de doctores con un oficial, con el que había estado jugando
a las cartas, no se pudo contener y le dijo:
-¡Si
supieras la mujer tan fascinadora que conocí en Yalta!
El oficial
entró en su trineo, y se iba ya, pero se volvió de pronto exclamando:
-¡Dmitri
Dmitrich!
-¿Qué?
-¡Tenías
razón esta tarde: el esturión era demasiado fuerte!
Aquellas
palabras tan corrientes llenaron a Gurov de indignación, encontrándolas degradantes
y groseras. ¡Qué modo tan salvaje de hablar! ¡Qué noches más estúpidas, qué
días más faltos de interés! El afán de las cartas, la glotonería, la bebida, el
continuo charlar siempre sobre lo mismo. Todas estas cosas absorben la mayor
parte del tiempo de muchas personas, la mejor parte de sus fuerzas, y al final
de todo eso, ¿qué queda?: una vida servil, acortada, trivial e indigna, de la
que no hay medio de salir, como si se estuviera encerrado en un manicomio o una
prisión.
Gurov no
durmió en toda la noche, tan lleno de indignación estaba. Al día siguiente se
levantó con dolor de cabeza. Y a la otra noche volvió a dormir mal; se sentó en
la cama, pensando; luego se levantó y empezó a pasearse por la habitación. Estaba
harto de sus hijos, del banco, y sin ganas de ir a ningún sitio ni de ver a
nadie.
En las
vacaciones de diciembre se preparó para un viaje; le dijo a su mujer que iba a
San Petersburgo a un asunto de un amigo y se marchó a S. ¿Para qué? Ni él mismo
lo sabía. Sentía necesidad de ver a Ana Sergeyevna y de hablarle; a ser
posible, arreglar una entrevista con ella.
Llegó a S.
por la mañana y tomó el mejor cuarto del hotel; un cuarto con una alfombra gris
en el suelo, y un tintero gris de polvo sobre la mesa, adornado con una figura
a caballo que tenía el sombrero en la mano. El portero del hotel le informó necesaria-mente:
Von Diderits vivía en una casa de su propiedad en la calle antigua de
Gontcharny; no estaba lejos del hotel. Era rico y vivía a lo grande, tenía
caballos propios; todo el mundo lo conocía en la ciudad. El portero
pronunciaba «Dridirits».
Gurov se
encaminó sin prisa a la calle de Gontcharny y encontró la casa. Enfrente de
ella se extendía una larga valla gris adornada con clavos.
-Dan ganas
de echar a correr al ver este demonio de valla -pensó Gurov, mirando desde allí
a las ventanas de la casa y viceversa.
Luego
recapacitó: era día de fiesta y probablemente el marido estaría en casa. De
todos modos era una falta de tacto entrar en la casa y sorprenderla. Si le
mandaba una carta, podía caer en manos del esposo y todo se echaría a perder.
Lo mejor de todo era esperar una ocasión, y empezó a pasearse arriba y abajo
por la calle esperando esa ocasión. Vio a un mendigo que se acercaba a la verja
y a unos perros que salieron a ladrarle; una hora más tarde oyó débil e
indistinto el sonido de un piano. Ana Sergeyevna debía tocar probablemente. De
repente, se abrió la puerta, y una mujer vieja, acompañada del blanco y
familiar pomeranio, salió de la
casa. Gurov estuvo a punto de llamar al perro, pero empezó a
latirle violentamente el corazón, y en su excitación no pudo recordar el
nombre.
Siguió
paseándose y midiendo la empalizada gris una y otra vez, y entonces le dio por
pensar que Ana Sergeyevna lo había olvidado y se estaba a aquellas horas
divirtiendo con otro, lo cual, al fin y al cabo, era natural en una mujer
joven, que no tenía otra cosa que mirar desde por la mañana hasta la noche más
que aquella condenada valla. Se volvió a su cuarto del hotel y estuvo largo
rato sentado en el sofá sin saber qué hacer; luego comió y durmió bastante
tiempo.
-¡Qué
estúpido! -exclamó al despertarse y mirar por la ventana-. Sin venir
a qué, me he quedado dormido y ahora ya es de noche; ¿qué hago?
Se sentó en
la cama, que estaba cubierta por una colcha gris como las de los hospitales, y
empezó a burlarse de sí mismo; sentía un fastidio terrible.
-¡Al diablo
la señora del perro y la dichosa aventura! En buen lío te has metido, Gurov...
Aquella mañana
le había llamado la atención un cartel con letras muy grandes. La Geisha iba a
ser representada por primera vez. Al recordar esto, se vistió y se marchó al
teatro.
-Es posible
que ella vaya a la primera representación -pensó.
El teatro
estaba lleno. Como en todos los de provincia, había una atmósfera muy pesada,
una especie de niebla que flotaba sobre las luces; por las galerías se oía el
rumor de la gente; en la primera fila, los pollos elegantes de la localidad
estaban de pie mirando a la gente, antes de levantarse el telón. En el palco
del gobernador, su hija, adornada con una boa, ocupaba el primer sitio,
mientras que él, oculto modestamente detrás de la cortina, sólo dejaba visible
las manos. La orquesta empezó a afinar los instrumentos; el telón se levantó.
Seguía
entrando gente que iba a ocupar sus sitios, y Gurov los miraba uno a uno con
ansia.
Ana
Sergeyevna llegó también. Se sentó en la tercera fila y Gurov sintió que su
corazón se contraía al mirarla; comprendió entonces claramente que para él no
había en todo el mundo ninguna criatura tan querida como aquélla; aquella
mujercita sin atractivos de ninguna clase, perdida en la sociedad de provincia,
con sus vulgares impertinentes, llenaba toda su vida; era su pena y su alegría,
la única felicidad que ambicionaba, y al oír la música de la orquesta y el
sonido de los pobres violines provincianos, pensó cuán encantadora era. Pensó,
y soñó...
Un hombre
joven, con patillas, alto y encorvado, llegó con Ana Sergeyevna y se sentó a su
lado; inclinaba la cabeza a cada paso y parecía estar continuamente haciendo
reverencias. Debía ser sin duda el esposo, que una vez en Yalta, en una
exclamación de amargura llamó ella lacayo; sonreía almibaradamente y en el ojal
de la chaqueta llevaba una insignia o distinción que recordaba el número de un
criado.
En el
primer descanso el marido se salió fuera a fumar y Ana Sergeyevna se quedó sola
en su butaca. Gurov se acercó a ella y con voz temblorosa y una sonrisa forzada
le dijo:
-Buenas
noches.
Al volver
la cabeza y encontrarse con él, Ana Sergeyevna se puso intensamente pálida, lo
miró otra vez, horrorizada casi, y estrujó el abanico y los impertinentes entre
las manos como luchando para no desmayarse. Los dos guardaban silencio. Ella
seguía sentada, él de pie, asustado por la confusión que su presencia le
produjo, y no atreviéndose a sentarse a su lado.
Los
violines y la flauta empezaron a sonar, y de repente Gurov sintió como si de
todos los palcos los estuvieran mirando. Ana Sergeyevna se levantó, marchando
rápida hacia la puerta; siguió él, y ambos empezaron a andar sin saber adónde
iban, a través de pasillos, bajando y subiendo escaleras, viendo desfilar ante
sus ojos uniformes escolares, civiles, militares, todos con insignias. Al
pasar, veían señoras, abrigos de piel colgados en las perchas, y el aire les
traía olor a tabaco viejo. Y Gurov, cuyo corazón latía con violencia, pensó:
«¡Cielos!
¿Para qué habrá aquí esta gente y esa orquesta?»
Y recordó
en aquel instante cuando, después de marcharse Ana Sergeyevna de Yalta, creyó
él que todo había terminado y que no volverían a encontrarse más. Pero ¡cuán
lejos estaban del final!
Al pie de
una escalera estrecha y sombría, sobre la que se leía: «Paso al anfiteatro», se
pararon.
-¡Cómo me
has asustado! -exclamó ella sin respiración casi, todavía pálida y como
agobiada. ¡Oh, cómo me has asustado! Estoy medio muerta. ¿Por qué has venido?
¿Por qué?...
-Pero
escúchame, Ana, escúchame... -repetía Gurov rápidamente y en voz baja. Te
suplico que me escuches...
Ella lo miraba
con temor mezclado de amor y de súplica; lo miraba intensamente como si
quisiera grabar sus facciones más profundamente en su memoria.
-¡Soy tan
desgraciada! -siguió diciendo sin escucharle. No he hecho más que pensar en ti
todo el tiempo; no vivo más que para eso. Y, sin embargo, necesitaba olvidar,
olvidar; pero ¿por qué?, ¡ah!, ¿por qué has venido?...
En el piso
de arriba dos colegiales fumaban mirando hacia abajo, pero a Gurov no le
importaba nada; atrayendo hacia sí a Ana Sergeyevna empezó a besarle la cara,
las mejillas y las manos.
-¡Qué estás
haciendo, qué estás haciendo! -gritaba ella con horror apartándolo de sí.
Estamos locos. Vete; vete ahora mismo... Te lo pido por lo que más quieras...
Te lo suplico... ¡Que viene gente!
Alguien
subía por las escaleras.
-Es preciso
que te vayas -siguió diciendo Ana Sergeyevna, y su voz parecía un susurro.
¿Oyes, Dmitri Dmitrich? Iré a verte a Moscú. Nunca he sido feliz; ahora lo soy
menos todavía, ¡y nunca, nunca seré dichosa!... No me hagas sufrir más. Te juro
que iré a Moscú. Pero ahora separémonos, mi amado Gurov, no hay más remedio.
Estrechó su
mano y empezó a bajar las escaleras muy de prisa volviendo atrás la cabeza; y
en sus ojos pudo ver él que realmente era desgraciada. Gurov esperó un poco más,
escuchó hasta que dejó de oírse el rumor de sus pasos, y entonces fue a buscar
su abrigo v se marchó del teatro.
1.014. Chejov (Anton)
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