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sábado, 28 de diciembre de 2013

La sala numero 6 - Cap. IX

Una noche primaveral de fines de marzo, cuando la nieve había desaparecido del suelo y los estorninos cantaban en el jardín del hospital, el doctor salió hasta el portal para acompañar a su amigo, el jefe de Correos. En aquel mismo instante entraba en el patio el judío Moiseika, que volvía con su botín.
Iba sin gorro y con los pies descalzos embutidos en unos chanclos bastante deterjo-rados. En la mano llevaba un saquito con las limosnas.
-Dame un kópek -dijo al doctor, tiritando de frío y sonriendo.
Andrei Efímich, que nunca había sabido negarse, le dio una moneda de diez kópeks.
«¡Qué escándalo! -pensó, mirando sus pies descalzos, con los flacos tobillos enrojecidos. Viene completamente mojado.»
Y, movido por un sentimiento de lástima y repugnancia a un tiempo, se dirigió hacia el pabellón tras el judío, mirando ya su calva, ya sus tobillos. Al entrar el doctor, Nikita abandonó de un salto el montón de trapos en que estaba tumbado y quedó en posición de firmes.
-Hola, Nikita -dijo en tono suave Andrei Efímich.
Habría que darle a este judío unas botas; de lo contrario, puede coger un enfriamiento.
-A sus órdenes, señoría. Lo pondré en conocimiento del inspector.
-Sí, haz el favor. Pídeselo en mi nombre. Dile que yo se lo ruego.
La puerta del zaguán que daba entrada a la sala estaba abierta. Iván Dmítrich permanecía tumbado en su camastro. Se incorporó y prestó atención a aquella voz extraña, cuando, de pronto, reconoció al doctor. Estremecido por la cólera, se puso de pie de un salto, congestionado y con los ojos que se le salían de las órbitas, y corrió al centro de la sala.
-¡Ha venido el doctor! -gritó, lanzando una carcajada.
¡Por fin! Les felicito, señores, ¡el doctor se digna visitarnos! ¡Maldito reptil! -chilló, y frenético, como nunca le habían visto en la sala, dio una patada en el suelo. ¡Hay que matar a este reptil! ¡No, matarlo es poco! ¡Hay que tirarlo al pozo negro!
Andrei Efímich, que lo había oído, miró desde el zaguán y preguntó suavemente:
-¿Y eso por qué?
-¿Por qué? -gritó Iván Dmítrich, acercándose a él con aire amenazador y agitándose convulsivamente dentro de su bata. ¿Por qué? ¡Ladrón! añadió, con repugnancia, juntando los labios como si se dispusiera a escupirle. ¡Charlatán! ¡Verdugo!
-Cálmese -dijo Andrei Efímich, sonriendo como si pidiese disculpa. Le aseguro que nunca he robado nada a nadie, y en cuanto a lo demás, probablemente exagera mucho. Veo que está muy enfadado conmigo. Cálmese, se lo ruego, si puede, y dígame fríamente: ¿a qué obedece su enfado?
-¿Por qué me tiene aquí?
-Porque está enfermo.
-Sí, estoy enfermo. Pero docenas y cientos de locos se pasean en libertad porque, en su ignorancia, no saben distinguirlos de los sanos. ¿Por qué estos desgraciados y yo hemos de estar aquí por todos, como cabezas de turco? Usted, el practicante, el inspector y toda la canalla del hospital están moralmente muy por debajo de nosotros. ¿Por qué hemos de permanecer recluidos nosotros, y no ustedes? ¿Dónde está la lógica?
-El sentido moral y la lógica no tiene nada que ver con esto. Todo depende de la casualidad. Aquí están los que fueron recluidos, y los que no lo fueron se pasean libremente, eso es todo. En el hecho de que yo sea médico y usted sea un enfermo mental no intervienen para nada ni la moral ni la lógica, es simple casualidad.
-No entiendo esa estupidez... -balbuceó sordamente Iván Dmítrich, y se sentó en su camastro.
Moiseika, a quien Nikita no se atrevía a registrar en presencia del doctor, fue colocando sobre su cama mendrugos de pan, papeles y huesos, y, tiritando todavía de frío, empezó a hablar, con voz rápida y cantarina, en hebreo. Probablemente se imaginaba que había abierto una tienda.
-Déjeme marchar -dijo Iván Dmítrich con voz temblorosa.
-No puedo.
-¿Por qué? ¿Por qué?
-Porque eso es algo que no depende de mí. Juzgue usted mismo: ¿qué pasará si lo dejo ir? Váyase.
Le detendrá la gente de la ciudad, o la policía, y volverán a traerlo.
-Sí, sí, eso es verdad... articuló Iván Dmítrich, y se pasó la mano por la frente. ¡Es horrible! ¿ Y qué puedo hacer? ¿ Qué?
La voz de Iván Dmítrich y su cara, joven e inteligente, que no cesaba de hacer muecas, agradaron a Andrei Efímich. Sintió deseos de decirle algo cariñoso y consolarlo. Se sentó junto a él en el camastro, quedó pensativo unos instantes y dijo:
-¿Qué hacer, pregunta? En la situación en que se encuentra, lo mejor sería escapar de aquí. Pero, lamentablemente, resultaría inútil. Lo detendrían.
Cuando la sociedad se protege contra los delincuentes, enfermos mentales y gente molesta en general, no hay nada que pueda frente a ella. Lo único que le resta es tranquilizares pensando que su estancia aquí es necesaria.
-No es necesaria para nadie.
-Puesto que existen las cárceles y los manicomios, alguien debe permanecer en ellos; si no es usted, seré yo, y si no soy yo, será algún otro. Espere; cuando, en un lejano futuro, dejen de existir las cárceles y los manicomios, no habrá ya rejas en las ventanas ni esas batas. Esto sucederá, claro, tarde o temprano.
Iván Dmítrich sonrió burlonamente.
-Usted bromea -dijo, entornando los párpados. Los señores como usted y su ayudante Nikita no se preocupan en absoluto del futuro. ¡Pero puede estar seguro, señor, de que vendrán tiempos mejores!
Acaso me exprese vulgarmente, ríase si quiere, pero resplande-cerá la aurora de una vida nueva, triunfará la justicia y nosotros estaremos de fiesta. Yo no lo veré, reventaré antes, pero lo verán nuestros biznietos.
Lo saludo con toda el alma y me alegro. ¡Me alegro por ellos! ¡Adelante! ¡Que Dios os ayude, amigos!
Iván Dmítrich se levantó con los ojos resplandecientes y, alargando las manos hacia la ventana, siguió con voz emocionada:
-¡A través de estas rejas, os bendigo! ¡Viva la justicia! ¡Me alegro!
-No veo particulares motivos para alegrarse replicó Andrei Efímich, a quien la actitud de Iván Dmítrich le había parecido teatral, aunque, a la vez, le agradó mucho. No habrá cárceles ni manicomios, y la justicia, según su propia expresión, triunfará, pero no cambiará la esencia de las cosas, las leyes de la naturaleza serán las mismas. Los hombres padecerán enfermedades, envejecerán y morirán lo mismo que ahora. Por espléndida que sea la aurora que ilumine su vida, después de todo, les meterán en un ataúd y los echarán a la fosa.
-¿Y la inmortalidad?
-¡No diga esas cosas!
-Usted no cree en ella, pero yo sí. En Dostoievski o Voltaire hay alguien que dice que, si Dios no existiera, lo habrían inventado los hombres. Estoy profundamente convencido de que, si la inmortalidad no existe, tarde o temprano llegará a inventarla la gran mente humana.
-Bien dicho -articuló Andrei Efírnich, sonriendo satisfecho. Me agrada que usted crea. Con esa fe puede vivir perfectamente incluso un empare-dado. ¿Tiene usted estudios?
-Sí, estuve en la Universidad, pero no llegué a acabar la carrera.
-Usted es un hombre que sabe pensar. En cualquier situación, puede encontrar tranquilidad en sí mismo. El pensamiento libre y profundo, que aspira a comprender la vida, y el desprecio total a la estúpida vanidad del mundo, son los dos bienes supremos que el hombre conoce. Y usted puede poseerlos aunque viva detrás de tres rejas. Diógenes vivió en un tonel y, a pesar de esto, fue más feliz que todos los reyes de la tierra.
-Diógenes era un estúpido -gruñó sombrío Iván Dmítrich. ¿Para qué me habla de Diógenes y de la comprensión del mundo? -se enfadó de pronto, poniéndose de pie. Yo amo la vida, ¡la amo apasionadamente!
Padezco manía persecutoria, un miedo perma-nente que me tortura, pero hay momentos en que me domina la sed de vivir, y entonces temo volverme loco. ¡Tengo un ansia de vivir espantosa, espantosa!
Dominado por la agitación, dio unos pasos por la sala y dijo, bajando la voz:
-Cuando sueño, vienen a mí fantasmas. Se me aparecen unos hombres, oigo voces, música, me parece que paseo por un bosque, por la ola del mar, y siento tal deseo de tener preocupaciones, de hacer algo... Dígame, ¿qué hay de nuevo por ahí? preguntó Iván Dmítrich. ¿Qué novedades hay?
-¿Quiere saber de la ciudad o en general?
-Bueno, primero hábleme de la ciudad, y luego en general.
-¿Qué puedo decirle? La vida en la ciudad es de un aburrimiento agobiante... No hay con quien cruzar una palabra, no hay nadie a quien pueda escucharse.
No hay gente nueva. Por lo demás, hace poco vino el joven médico Jobótov.
-Llegó antes de que me encerraran. Es un grosero, ¿verdad?
-Sí, no es un hombre culto. Resulta extraño, ¿sabe?... A juzgar por todo, en nuestras capitales no hay estancamiento intelectual, hay movimien-to; quiero decir que allí debe de haber gente de veras.
Pero, no sé por qué, siempre nos mandan personas a las que no se puede ni mirarlas. ¡Desgraciada ciudad!
-¡Sí, desgraciada ciudad! -suspiró Iván Dmítrich, y rompió a reír- ¿Y, en general, qué hay? ¿Qué dicen los periódicos y las revistas?
La sala estaba ya sumida en la oscuridad. El doctor se levantó y, siempre de pie, empezó a contar lo que se escribía en el extranjero y en Rusia, qué orientación se observa en el campo de las ideas.
Iván Dmítrich escuchaba atento y hacía preguntas, pero de pronto, como si recordase algo horrible, se agarró la cabeza con las manos y se tumbó en el camastro, de espaldas al doctor.
-¿Qué le pasa? -preguntó Andrei Efímich.
-¡Ya no oirá ni una palabra mía! -articuló groseramente Iván Dmítrich. ¡Déjeme!
-¿Y eso por qué?
-¡Le digo que me deje! ¿Qué diablos hace aquí? Andrei Efímich se encogió de hombros, dejó escapar un suspiro y abandonó la sala. Al pasar por el zaguán dijo:
-Convendría limpiar aquí, Nikita... ¡Hay un olor espantoso!
-A sus órdenes, señoría.
«¡Qué joven más agradable! -pensó Andrei Efímich, mientras se dirigía a su piso. Desde que vivo aquí, creo que es la primera persona que veo con la cual se puede hablar. Sabe razonar y se interesa precisamente por lo que hace falta.»
Durante su lectura y luego, al acostarse, no cesó de pensar en Iván Dmítrich. Al despertarse, a la mañana siguiente, recordó que la víspera había conocido a un hombre inteligente e interesante, haciéndose la decisión de acudir a visitarle en la primera ocasión oportuna.

1.014. Chejov (Anton)

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