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sábado, 28 de diciembre de 2013

La sala numero 6 - Cap. VI

Su vida transcurría como sigue: De ordinario, se levantaba a las ocho, se vestía y tomaba el té. Luego se sentaba a leer en su despacho o iba al hospital.
Allí, en un pasillo estrecho y oscuro, estaban los enfermos que acudían de fuera, esperando la hora de ser recibidos. Junto a ellos, haciendo gran ruido con sus botas en el suelo de ladrillos, pasaban los mozos y enfermeras, cruzaban los flacos enfermos internados, envueltos en sus batas, retiraban los muertos y los orinales, lloraban los niños y soplaba el viento. Andrei Efímich sabía que para los enfermos con fiebre, los tísicos y los impresionables, esto era un tormento, pero ¿qué podía hacer? En el despacho le esperaba el practicante Serguei Serguéich, un hombre pequeño, rechoncho, de redonda cara afeitada y lavada, de ademanes suaves, y que con su holgado traje nuevo más bien parecía un senador que un practicante. En la ciudad tenía numerosa clientela, usaba corbata blanca y se consideraba con más conocimientos que el doctor, quien carecía por completo de clientes. En un rincón de su despacho había una gran imagen con la correspondiente lámpara y, a su lado, un reclinatorio con funda blanca.
En las paredes había retratos de prelados, una vista del monasterio de Sviatogorsk y varias coronas secas de flores de anciano. Serguei Serguéich era un hombre religioso y le gustaba el esplendor. La imagen la había costeado él; los domingos un enfermo, obedeciendo sus órdenes, leía en voz alta el libro de oraciones y después de esto el propio Serguei Serguéich recorría todas las salas con el incensario, ahumándolas concienzudamente.

Los enfermos son muchos y el tiempo poco, por lo que todo se reduce a un breve interrogatorio y a recetar cualquier remedio, un ungüento o una purga de aceite de ricino. Andrei Efímich permanece sentado, con la mejilla apoyada en una mano, pensativo, y hace las preguntas maquinalmente. Serguei
Serguéich, también sentado, se frota las manos e interviene de tarde en tarde.
-Padecemos enfermedades y sufrimos miserias dice -porque no rezamos conforme es debido a Dios misericordioso.
Andrei Efímich no hace operación alguna; ha perdido la costumbre y la vista de la sangre le produce una sensación desagradable. Cuando tiene que abrirle la boca a un niño para examinarle la garganta y el pequeño llora y se defiende con las manecitas, el ruido le produce marcos y se le llenan los ojos de lágrimas. Se apresura a escribir la receta y hace un gesto para que la madre se lleve cuanto antes al niño.
Con la agradable idea de que, a Dios gracias, no tiene clientes particulares y nadie va a venir a molestarle, Andrei Efímich, en cuanto llega a casa, se acomoda en su despacho y se pone a leer. Lee mucho y siempre con gran placer. La mitad del sueldo la invierte en libros y tres de las seis habitaciones de su piso están abarrotadas de libros y revistas viejas.
Lo que más le agradan son las obras de historia y filosofía. De Medicina, únicamente está suscrito a «Vrach», que siempre empieza a leer por las últimas páginas. La lectura se prolonga siempre varias horas, sin interrupción alguna, y no le fatiga. No lee con tanta rapidez y afán como en tiempos lo hacía Iván Dmítrich, sino despacio y tratando de penetrar bien en el sentido, deteniéndose a menudo en los párrafos que le agradan o que no entiende. Junto al libro hay siempre una garrafita de vodka y un pepinillo en salmuera, o una manzana conservada en su jugo, sobre el mismo tapete, sin plato alguno. Cada media hora, sin apartar los ojos del libro, se sirve una copa de vodka, la toma y luego, también sin mirar, busca a tientas el pepinillo y le da un bocado.
A las tres se acerca sin hacer ruido a la puerta de la cocina, carraspea y dice:
-Si pudiera comer, Dáriushka...
Después de la comida, bastante mala y servida sin limpieza, Andrei Efímich, con los brazos cruzados, pasea por sus habitaciones y medita. Dan las cuatro, las cinco... y él sigue sus paseos y meditaciones.
De tarde en tarde rechina la puerta de la cocina y asoma el rostro rojo y soñoliento de Dáriushka.
-Andrei Efímich, ¿no es hora de que le sirva la cerveza? -pregunta solícita.
-No, todavía no... -contesta él. Esperaré un poco... esperaré...
A la caída de la tarde suele acudir Mijaíl Averiánich, el jefe de Correos, la única persona en toda la ciudad cuya compañía no le es fastidiosa.
Mijaíl Averiánich había sido en tiempos un terrateniente muy rico y sirvió en caballería, pero se arruinó y la necesidad, ya casi viejo, le obligó a ingresar en el Departamento de Correos. Su aspecto era jovial y rebosante de salud, lucía unas espléndidas patillas grises, sus modales denotaban buena educación y poseía una voz fuerte y agradable. Era bueno y sensible, pero vehemente. Si en Correos alguien protestaba, no aceptaba las explicaciones o empezaba simplemente a razonar por su cuenta, se ponía todo rojo, estremeciéndose, y gritaba con voz de trueno: «¡A callar!», de tal modo que la oficina se había ganado la reputación de lugar al que la gente tenía miedo acudir. Mijaíl Averiánich estimaba y quería a Andrei Efímich por su cultura y nobleza de espíritu; al resto de sus convecinos los miraba con altivez, como si fuesen sus subordinados.
-¡Aquí estoy! -dice al entrar en casa de Andrei Efímich. Buenas tardes, querido mío. ¿No se ha cansado de mí?
Los amigos toman asiento en el diván del despacho y durante algún tiempo fuman en silencio.
-Dáriushka, si nos trajeras cerveza... -dice Andrei Efímich.
La primera botella la toman también en silencio: el doctor, pensativo, y Mijaíl Averiánich, con el aspecto alegre y animado de quien tiene que contar algo muy interesante. La conversación la inicia siempre el médico.
-¡Qué lástima -dice en voz lenta y baja, meneando la cabeza y sin mirar a los ojos de su interlocutor (nunca mira a los ojos), qué lástima, estimado Mijaíl Averiánich, que en nuestra ciudad no haya lo que se dice nadie que sepa y a quien le agrade mantener una conversación espiritual e interesante! Para nosotros significa una gran privación. Ni siquiera los intelectuales se elevan sobre la vulgaridad; el nivel de su desarrollo, se lo aseguro, no es mejor que el de los estamentos bajos.
-Tiene toda la razón. De acuerdo.
-Usted mismo sabe -sigue el doctor, en voz baja y alargando las palabras- que en este mundo todo carece de importancia e interés, excepción hecha de las supremas manifestaciones espirituales de la razón humana. La inteligencia marca acusadas fronteras entre el animal y el hombre, sugiere el carácter divino de este último y, en cierto grado, reemplaza su inmortalidad, que no existe. Partiendo de esto, la razón es la única fuente posible del placer. Nosotros, en cambio, no vemos ni advertimos junto a nosotros manifestaciones de la razón: quiere decirse que nos vemos privados del placer. Cierto que tenemos los libros, pero esto es algo muy distinto a la conversación viva y el trato. Si me permite una comparación no muy afortunada, los libros son las notas y la conversación el canto.
-Completamente cierto.
Se hace un silencio. De la cocina sale Dáriuslika y con una expresión de estúpido arrobamiento, con la cabeza apoyada en el puño, se detiene en la puerta a escuchar.
-¡Bah! -suspira Mijaíl Averiánich. Quería usted pedir inteligencia a la gente de hoy!
Y se pone a hablar de la vida de antes, sana, alegre e interesante, de lo inteligentes que antes eran los intelectuales de Rusia y de su alto concepto del honor y la amistad. Se prestaba dinero sin exigir un pagaré y se consideraba vergonzoso no tender una mano en ayuda del compañero necesitado. ¡Y qué campañas, qué aventuras, qué reyertas, qué mujeres!
¡Y, el Cáucaso, qué maravilloso país! La esposa de un jefe de batallón, una mujer muy extraña, se vestía de oficial y se iba por la tarde a las montañas sola, sin acompañante. Se decía que tenía en aquellas aldeas amores con un reyezuelo.
-Reina de los cielos, madrecita... -suspira Dáriushka.
-¡Y cómo se comía! ¡Cómo se bebía! ¡Y qué liberales aquellos!
Andrei Efímich escucha y no escucha; piensa en algo y toma un sorbo de cerveza.
-A menudo sueño con personas inteligentes y que converso con ellas -dice de súbito, interrumpiendo a Mijaíl Averiánich-. Mi padre me dio una educación excelente y, bajo la influencia de las ideas de los años sesenta, me obligó a hacerme médico.
Me parece que si entonces no le hubiese hecho caso, ahora me encontraría en el centro mismo del movimiento intelectual. Posible-mente, figuraría en una Facultad. Claro que la razón tampoco es eterna, es un fenómeno pasajero. Pero usted sabe por qué siento afición por ella. La vida es una trampa enojosa.
Cuando el hombre que piensa alcanza la madurez y es consciente de sus actos, se siente, sin quererlo, dentro de una trampa en la que no hay salida. En efecto, contra su voluntad, en virtud de diversas casualidades, ha sido sacado del no ser a la vida... ¿Para qué? Quiere saber el sentido y el fin de su existencia y no le dicen nada o le dicen estupideces.
Llama y no le abren. La muerte viene a él también contra su voluntad. Y lo mismo que en la cárcel los hombres, unidos por un infortunio común, sienten un alivio cuando se reúnen, también en la vida uno no advierte la trampa cuando los hombres inclinados al análisis y a las generalizaciones se juntan y pasan el tiempo inter-cambiando ideas orgullosas y libres. En este sentido, la inteligencia es un placer insustituible.
-Tiene usted toda la razón.
Sin mirar a su interlocutor a los ojos, en voz baja y con pausas, Andrei Efímich sigue hablando de hombres inteligentes y de conversaciones con ellos, mientras, Mijaíl Averiánich le escucha atento y coincide con él: «Tiene usted toda la razón.»
-¿Es que usted no cree en la inmortalidad del alma? -pregunta de pronto el jefe de Correos.
-No, estimado Mijaíl Averiánich, no creo ni tengo razones para creer.
-Pues yo también albergo mis dudas, se lo confieso.
Aunque, por lo demás, tengo la sensación de que no moriré nunca. A veces Pienso: ¡Ya es hora de morir, vicio verde! Pero cierta vocecita dice en mi alma: ¡No lo creas, no morirás!...
Poco después de las nueve Mijaíl Averiánich se retira. Al ponerse el abrigo en el recibidor, dice suspirando:
-Sin embargo, ¡a qué rincón perdido nos trajo el destino! Y lo más desagradable de todo es que tendremos que morir aquí. ¡Bah!...

1.014. Chejov (Anton)

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