Su
vida transcurría como sigue: De ordinario, se levantaba a las ocho, se vestía y
tomaba el té. Luego se sentaba a leer en su despacho o iba al hospital.
Allí,
en un pasillo estrecho y oscuro, estaban los enfermos que acudían de fuera,
esperando la hora de ser recibidos. Junto a ellos, haciendo gran ruido con sus
botas en el suelo de ladrillos, pasaban los mozos y enfermeras, cruzaban los
flacos enfermos internados, envueltos en sus batas, retiraban los muertos y los
orinales, lloraban los niños y soplaba el viento. Andrei Efímich sabía que para
los enfermos con fiebre, los tísicos y los impresionables, esto era un
tormento, pero ¿qué podía hacer? En el despacho le esperaba el practicante
Serguei Serguéich, un hombre pequeño, rechoncho, de redonda cara afeitada y
lavada, de ademanes suaves, y que con su holgado traje nuevo más bien parecía
un senador que un practicante. En la ciudad tenía numerosa clientela, usaba
corbata blanca y se consideraba con más conocimientos que el doctor, quien
carecía por completo de clientes. En un rincón de su despacho había una gran
imagen con la correspondiente lámpara y, a su lado, un reclinatorio con funda
blanca.
En
las paredes había retratos de prelados, una vista del monasterio de Sviatogorsk
y varias coronas secas de flores de anciano. Serguei Serguéich era un hombre
religioso y le gustaba el esplendor. La imagen la había costeado él; los
domingos un enfermo, obedeciendo sus órdenes, leía en voz alta el libro de
oraciones y después de esto el propio Serguei Serguéich recorría todas las
salas con el incensario, ahumándolas concienzudamente.
Los
enfermos son muchos y el tiempo poco, por lo que todo se reduce a un breve
interrogatorio y a recetar cualquier remedio, un ungüento o una purga de aceite
de ricino. Andrei Efímich permanece sentado, con la mejilla apoyada en una
mano, pensativo, y hace las preguntas maquinalmente. Serguei
Serguéich,
también sentado, se frota las manos e interviene de tarde en tarde.
-Padecemos
enfermedades y sufrimos miserias dice -porque no rezamos conforme es debido a
Dios misericordioso.
Andrei
Efímich no hace operación alguna; ha perdido la costumbre y la vista de la
sangre le produce una sensación desagradable. Cuando tiene que abrirle la boca
a un niño para examinarle la garganta y el pequeño llora y se defiende con las
manecitas, el ruido le produce marcos y se le llenan los ojos de lágrimas. Se
apresura a escribir la receta y hace un gesto para que la madre se lleve cuanto
antes al niño.
Con
la agradable idea de que, a Dios gracias, no tiene clientes particulares y
nadie va a venir a molestarle, Andrei Efímich, en cuanto llega a casa, se
acomoda en su despacho y se pone a leer. Lee mucho y siempre con gran placer.
La mitad del sueldo la invierte en libros y tres de las seis habitaciones de su
piso están abarrotadas de libros y revistas viejas.
Lo
que más le agradan son las obras de historia y filosofía. De Medicina,
únicamente está suscrito a «Vrach», que siempre empieza a leer por las últimas
páginas. La lectura se prolonga siempre varias horas, sin interrupción alguna,
y no le fatiga. No lee con tanta rapidez y afán como en tiempos lo hacía Iván
Dmítrich, sino despacio y tratando de penetrar bien en el sentido, deteniéndose
a menudo en los párrafos que le agradan o que no entiende. Junto al libro hay
siempre una garrafita de vodka y un pepinillo en salmuera, o una manzana
conservada en su jugo, sobre el mismo tapete, sin plato alguno. Cada media
hora, sin apartar los ojos del libro, se sirve una copa de vodka, la toma y
luego, también sin mirar, busca a tientas el pepinillo y le da un bocado.
A
las tres se acerca sin hacer ruido a la puerta de la cocina, carraspea y dice:
-Si
pudiera comer, Dáriushka...
Después
de la comida, bastante mala y servida sin limpieza, Andrei Efímich, con los
brazos cruzados, pasea por sus habitaciones y medita. Dan las cuatro, las
cinco... y él sigue sus paseos y meditaciones.
De
tarde en tarde rechina la puerta de la cocina y asoma el rostro rojo y
soñoliento de Dáriushka.
-Andrei
Efímich, ¿no es hora de que le sirva la cerveza? -pregunta solícita.
-No,
todavía no... -contesta él. Esperaré un poco... esperaré...
A
la caída de la tarde suele acudir Mijaíl Averiánich, el jefe de Correos, la
única persona en toda la ciudad cuya compañía no le es fastidiosa.
Mijaíl
Averiánich había sido en tiempos un terrateniente muy rico y sirvió en
caballería, pero se arruinó y la necesidad, ya casi viejo, le obligó a ingresar
en el Departamento de Correos. Su aspecto era jovial y rebosante de salud,
lucía unas espléndidas patillas grises, sus modales denotaban buena educación y
poseía una voz fuerte y agradable. Era bueno y sensible, pero vehemente. Si en
Correos alguien protestaba, no aceptaba las explicaciones o empezaba
simplemente a razonar por su cuenta, se ponía todo rojo, estremeciéndose, y
gritaba con voz de trueno: «¡A callar!», de tal modo que la oficina se había
ganado la reputación de lugar al que la gente tenía miedo acudir. Mijaíl
Averiánich estimaba y quería a Andrei Efímich por su cultura y nobleza de
espíritu; al resto de sus convecinos los miraba con altivez, como si fuesen sus
subordinados.
-¡Aquí
estoy! -dice al entrar en casa de Andrei Efímich. Buenas tardes, querido mío.
¿No se ha cansado de mí?
Los
amigos toman asiento en el diván del despacho y durante algún tiempo fuman en
silencio.
-Dáriushka,
si nos trajeras cerveza... -dice Andrei Efímich.
La
primera botella la toman también en silencio: el doctor, pensativo, y Mijaíl
Averiánich, con el aspecto alegre y animado de quien tiene que contar algo muy
interesante. La conversación la inicia siempre el médico.
-¡Qué
lástima -dice en voz lenta y baja, meneando la cabeza y sin mirar a los ojos de
su interlocutor (nunca mira a los ojos), qué lástima, estimado Mijaíl
Averiánich, que en nuestra ciudad no haya lo que se dice nadie que sepa y a
quien le agrade mantener una conversación espiritual e interesante! Para
nosotros significa una gran privación. Ni siquiera los intelectuales se elevan
sobre la vulgaridad; el nivel de su desarrollo, se lo aseguro, no es mejor que
el de los estamentos bajos.
-Tiene
toda la razón. De acuerdo.
-Usted
mismo sabe -sigue el doctor, en voz baja y alargando las palabras- que en este
mundo todo carece de importancia e interés, excepción hecha de las supremas
manifestaciones espirituales de la razón humana. La inteligencia marca acusadas
fronteras entre el animal y el hombre, sugiere el carácter divino de este
último y, en cierto grado, reemplaza su inmortalidad, que no existe. Partiendo
de esto, la razón es la única fuente posible del placer. Nosotros, en cambio,
no vemos ni advertimos junto a nosotros manifestaciones de la razón: quiere
decirse que nos vemos privados del placer. Cierto que tenemos los libros, pero
esto es algo muy distinto a la conversación viva y el trato. Si me permite una
comparación no muy afortunada, los libros son las notas y la conversación el
canto.
-Completamente
cierto.
Se
hace un silencio. De la cocina sale Dáriuslika y con una expresión de estúpido
arrobamiento, con la cabeza apoyada en el puño, se detiene en la puerta a
escuchar.
-¡Bah!
-suspira Mijaíl Averiánich. Quería usted pedir inteligencia a la gente de hoy!
Y
se pone a hablar de la vida de antes, sana, alegre e interesante, de lo
inteligentes que antes eran los intelectuales de Rusia y de su alto concepto
del honor y la amistad. Se prestaba dinero sin exigir un pagaré y se
consideraba vergonzoso no tender una mano en ayuda del compañero necesitado. ¡Y
qué campañas, qué aventuras, qué reyertas, qué mujeres!
¡Y,
el Cáucaso, qué maravilloso país! La esposa de un jefe de batallón, una mujer
muy extraña, se vestía de oficial y se iba por la tarde a las montañas sola,
sin acompañante. Se decía que tenía en aquellas aldeas amores con un reyezuelo.
-Reina
de los cielos, madrecita... -suspira Dáriushka.
-¡Y
cómo se comía! ¡Cómo se bebía! ¡Y qué liberales aquellos!
Andrei
Efímich escucha y no escucha; piensa en algo y toma un sorbo de cerveza.
-A
menudo sueño con personas inteligentes y que converso con ellas -dice de
súbito, interrumpiendo a Mijaíl Averiánich-. Mi padre me dio una educación
excelente y, bajo la influencia de las ideas de los años sesenta, me obligó a
hacerme médico.
Me
parece que si entonces no le hubiese hecho caso, ahora me encontraría en el
centro mismo del movimiento intelectual. Posible-mente, figuraría en una
Facultad. Claro que la razón tampoco es eterna, es un fenómeno pasajero. Pero
usted sabe por qué siento afición por ella. La vida es una trampa enojosa.
Cuando
el hombre que piensa alcanza la madurez y es consciente de sus actos, se
siente, sin quererlo, dentro de una trampa en la que no hay salida. En efecto,
contra su voluntad, en virtud de diversas casualidades, ha sido sacado del no
ser a la vida... ¿Para qué? Quiere saber el sentido y el fin de su existencia y
no le dicen nada o le dicen estupideces.
Llama
y no le abren. La muerte viene a él también contra su voluntad. Y lo mismo que
en la cárcel los hombres, unidos por un infortunio común, sienten un alivio
cuando se reúnen, también en la vida uno no advierte la trampa cuando los
hombres inclinados al análisis y a las generalizaciones se juntan y pasan el
tiempo inter-cambiando ideas orgullosas y libres. En este sentido, la
inteligencia es un placer insustituible.
-Tiene
usted toda la razón.
Sin
mirar a su interlocutor a los ojos, en voz baja y con pausas, Andrei Efímich
sigue hablando de hombres inteligentes y de conversaciones con ellos, mientras,
Mijaíl Averiánich le escucha atento y coincide con él: «Tiene usted toda la
razón.»
-¿Es
que usted no cree en la inmortalidad del alma? -pregunta de pronto el jefe de
Correos.
-No,
estimado Mijaíl Averiánich, no creo ni tengo razones para creer.
-Pues
yo también albergo mis dudas, se lo confieso.
Aunque,
por lo demás, tengo la sensación de que no moriré nunca. A veces Pienso: ¡Ya es
hora de morir, vicio verde! Pero cierta vocecita dice en mi alma: ¡No lo creas,
no morirás!...
Poco
después de las nueve Mijaíl Averiánich se retira. Al ponerse el abrigo en el
recibidor, dice suspirando:
-Sin
embargo, ¡a qué rincón perdido nos trajo el destino! Y lo más desagradable de
todo es que tendremos que morir aquí. ¡Bah!...
1.014. Chejov (Anton)
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