La iglesia parroquial se hallaba a seis
kilómetros de la aldea, en Kosogorov. Los vecinos de Jukov solo iban a ella con
motivo de funerales, bautizos o bodas. Oían misa y oraban en la iglesia de la
otra ribera. Los días de fiesta, las muchachas, muy emperejiladas, iban a misa
todas juntas, y era un encanto verlas caminar a través de los prados. Cuando hacía
mal tiempo, la gente se quedaba en casa.
El viejo no creía en Dios, en el que no pensaba nunca.
Admitía lo sobrenatural, pero lo consideraba materia solo interesante para las mujeres.
Cuando se hablaba en su presencia de religión y se le preguntaba, por ejemplo, su
opinión sobre los milagros, solía contestar, un poco contrariado y rascándose
la cabeza:
-¡Quién sabe!
La vieja creía, a su manera; pero lo mismo era
ponerse a pensar en sus pecados, en la muerte, en la salvación de su alma,
otros pensamientos, relativos a la miseria, a los cuidados del hogar, acudían a
su mente y ahuyentaban a los primeros. Había olvidado las oraciones y solía
postrarse, cuando se iba a acostar, ante los iconos y murmurar: «Santa Madre de
Kazán, Santa Madre de Smolensk, tres veces Santa Virgen...»
María y Fekla se persignaban, se confesaban todos
los años; pero su religiosidad era ignara y sin elevación. A los niños no se
les enseñaba a rezar, no se les hablaba nunca de Dios, no se les inculcaba
ninguna moral. Se les hacía comer de vigilia los días de precepto, y a eso se
reducía todo. En las demás casas sucedía, poco más o menos, lo mismo: escaseaban
la fe y la inteligencia. Sin embargo, les encantaba a todos la Sagrada Escritura ,
y, como ninguno la tenía -allí nadie tenía libros, Olga y Sacha, que la leían
algunas veces, gozaban de la consideración general.
Todo el mundo las llamaba de usted.
Olga acudía con frecuencia a los Tedeum y demás
fiestas religiosas que se celebraban en las aldeas próximas y en la capital del
distrito, donde había dos monasterios y veintisiete iglesias.
Olvidaba por completo, en sus peregrinaciones, la
existencia de su familia, y al volver a su casa descubría, con sorpresa y
júbilo, que tenía un marido y una hija y decía sonriendo:
-¡El Señor es misericordioso para mí!
Lo que sucedía en el campo le parecía abomi-nable
y la entristecía. La gente celebraba la fiesta de Ilia, la fiesta de la Intercesión , la fiesta
de la Ascensión ,
con comilonas y borracheras. Para solemnizar la fiesta -muy importante en la
parroquia- de la
Intercesión , los campesinos de Jukov se pasaron tres días comiendo
y bebiendo. Gastáronse cincuenta rublos del tesoro comunal, y se hizo después una
cuestación por todas las casas para vodka.
El primer día mataron un carnero en casa de los
Chikildieyev. La familia almorzó, comió y cenó carnero, y los niños se
levantaron a media noche para zamparse algunas tajadas más. Kiriak se pasó los
tres días borracho perdido, y vendió la gorra y las botas cuando se le acabaron
los cuartos. Le pegó una paliza tan grande a María, que la pobre mujer perdió el
conocimiento. Después, todos estaban avergonzados y se sentían abatidos,
mustios...
Y, con todo, en Jukov, en la pobre aldea, había
todos los años una procesión. Celebrábase en el mes de agosto, cuando era
llevada de aldea en aldea del distrito la Vivificante. El día
en que esperaban en Jukov a la
Virgen amaneció triste. Las muchachas, muy de mañana, se
vistieron con su mejor ropa y tomaron el camino por donde el icono había de llegar.
Al obscurecer regresaron, en pos de las andas, cantando. En la otra ribera
sonaban, alegres, las campanas. Una clamorosa muchedumbre de campesinos de
Jukov y de las aldeas vecinas llenaba la calle y saturaba el aire de polvo...
El viejo, la vieja y Kiriak miraban al icono, tendiéndole los brazos, y le decían,
sollo-zando:
-¡Protectora! ¡Madrecita!
Parecían haber comprendido, de pronto, que entre
cielo y tierra hay algún lazo, que existe algo no perteneciente a los ricos ni
a los fuertes, que es posible encontrar protección contra la esclavitud,
contra la miseria, contra el alcohol.
-¡Protectora! ¡Madrecita! -lloraba María.
¡Madrecita!
Pero la acción benéfica de la gracia solo duró lo
que la presencia del icono, y no tardaron en oírse de nuevo, en el silencio
campesino, voces groseras de borrachos.
Solo los campesinos ricos le tenían miedo a la
muerte, y cuanto más ricos se hacían menos creían en Dios, menos se preocupaban
de la salvación de su alma. Únicamente cuando ya iban a morirse, y por lo que
pudiera ocurrir, enviaban velas a la iglesia y mandaban cantar un Tedeum. Los
campesinos pobres no le temían a la muerte. El viejo y la vieja, aunque a veces
se les decía que ya habían vivido demasiado, que ya era hora de que se
muriesen, no se apuraban. Se hablaba sin reparo, en presencia de Nicolás, de
que cuando él se muriese, Dionisio, el marido de Fekla, recibiría la licencia
absoluta. María, no solo no le temía a la muerte, sino que se dolía que se
hiciera esperar, y se congratulaba de la de sus hijos.
Sin embargo, las campesinos les tenían un miedo
exagerado a las enfermedades. Bastaba una indigestión, una calenturilla, para
que la vieja se acostase en la chimenea, se tapase y empezara a decir
quejumbrosamente:
-¡Me muero, me muero!
El viejo corría en busca del cura y se le administraban
a la enferma los Santos Sacramentos.
Oíase hablar con frecuencia de resfriados, de
solitarias, de tumores que se iniciaban en el vientre y llegaban al corazón. Lo
que más temor inspiraba eran los resfriados, y por eso se acostumbraba a ir muy
abrigado, incluso en verano, y a acostarse en la chimenea.
La vieja iba muy a menudo al hospital, donde
decía que tenía cincuenta y ocho años, teniendo, en realidad, setenta. Pensaba
que el médico, si se enteraba de su verdadera edad, no querría curarla y le
diría que no estaba ya para curarse, sino para morirse. Solía ir al hospital
muy de mañana, acompañada de dos o tres nietas, y volver ya de noche, hambrienta
y de muy mal humor. Siempre traía pomada y otras medicinas para las niñas.
Un día llevó con ella a Nicolás, que tomó durante
dos semanas cierto medicamento, en gotas, y notó alguna mejoría.
Conocía a todos los médicos y seudomédicos de treinta
kilómetros a la redonda. El día de la Intercesión , el sacerdote, que entraba en todas
las casas a bendecir la cruz, le dijo que había en la ciudad un viejo que había
sido practicante y curaba muy bien.
-Vaya usted a verle -le aconsejó.
No echó ella el consejo en saco roto. En cuanto
cayó la primera nevada se fue a la ciudad, y volvió acompañada de un viejo
judío converso, muy enlevitado, de rostro barbudo y surcado por una red de
venillas azules.
Aquel día trabajaban tres jornaleros en la casa:
un viejo sastre, con unas gafas enormes, que, al entrar el judío, estaba
ocupado en la confección de un chaleco de trapos, y dos mozalbetes, que estaban
poniéndoles remiendos de lana a unas botas de fieltro.
Kiriak, que había sido echado por borracho de la
casa donde servía, y que a la sazón vivía en la de su familia, estaba sentado,
junto al sastre, arreglando la collera del caballo. En el reducido aposento
faltaba aire y olía mal. El converso, después de reconocer a Nicolás, mandó
aplicarle unas ventosas.
Se las aplicaron. El viejo sastre, Kiriak y las
niñas, de pie ante la chimenea, miraban al enfermo y se imaginaban ver huir la
enfermedad de su organismo. Nicolás miraba cómo las ventosas iban llenándose de
sangre, y se sonreía de placer al sentir, en efecto, que algo se escapaba de
dentro de él.
-¿Te alivia? -le decía el sastre. ¿Te alivia?
El converso le colocó doce ventosas, después otras
doce, se tomó una taza de té y se marchó. Nicolás empezó a temblar. Se le puso la
cara del tamaño de un puño, los dientes se le pusieron azules. Se tapó con la
colcha y con su pelliza, pero siguió sintiendo frío, más frío a cada instante.
Al obscurecer le acometió una gran fatiga y rogó que le bajasen al suelo.
-No fume usted -le suplicó al sastre.
Luego se calmó, acurrucado bajo la pelliza, y por
la mañana expiró.
1.014. Chejov (Anton)
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