Llegó el «jefe». Se llamaba así al comisario de
policía. Se sabía desde hacía una semana cuándo y por qué vendría. Aunque en
Jukov sólo había cuarenta casas, los atrasos en la contribución fiscal y
territorial pasaban de dos mil rubios. El comisario se apeó del coche en el
mesón, tomó dos tazas de té y se fue, a pie, a casa del baile, ante la cual un
compacto grupo de contribuyentes morosos esperaba ya. El baile Antip
Sedelnikov, a pesar de su juventud -tenía poco más de treinta años- y de que
era pobre y no pagaba regularmente los impuestos, se distinguía por su
severidad y se ponía siempre de parte de las autoridades.
El ser baile le divertía, y la conciencia de su
autoridad, que, como queda dicho, él hacía sentir, no le disgustaba. Se le
temía y obedecía en las asambleas; a veces, detenía a algún borracho en las
proximidades del mesón, atábale codo con codo y le metía en la cárcel. Un día
detuvo a la vieja por renegar en la asamblea, a la que había acudido en substitución
de su marido, y la tuvo presa veinticuatro horas.
Aunque nunca había vivido en la ciudad y no leía
libros, usaba en la conversación palabras extraordinarias, y la gente, sin
entenderle siempre, tenía de él un alto concepto.
Cuando Osip entró en casa del baile, con su
libreta, el comisario, anciano de largas patillas blancas, estaba sentado ante
la mesa y escribía. La habitación estaba limpia; cubrían las paredes
ilustraciones de periódicos, y en el sitio más visible, junto a los iconos, había
un retrato del general Battenberg. A un lado de la mesa, en pie y cruzado de
brazos, se hallaba Antip Sedelnikov.
-Debe, señoría -dijo al llegarle a Osip su turno,
ciento diecinueve rublos. Antes de
Semana Santa pagó uno, y no ha vuelto a pagar ni
un copec.
El comisario miró a Osip y le preguntó:
-¿Cómo es eso, hermanito?
-Por el amor de Dios, señoría -contestó Osip, con
tono patético; déjeme su señoría explicarme. El señor Lutoretzky, el año
pasado, me dijo: «Osip, vende tu heno..., véndelo.
» ¿Por qué no? Convinimos el precio...
Empezó a quejarse del baile. A cada momento se
volvía a los campesinos, como poniéndolos por testigos. Estaba colorado como un
tomate y sudaba a mares. En su mirada penetrante había una expresión malévola.
-No comprendo para qué me cuentas todo eso -le
interrumpió el comisario. Yo sólo te pregunto por qué no pagas las impuestos.
No pagáis ninguno, y yo soy el responsable.
-¡No puedo pagar!
-Esas palabras -dijo el baile- no merecen un
comento serio. Los Chikildieyev sufren, en efecto, no leves agobios económicos;
pero dígnese su señoría preguntar, inquirir... Son alcohólicos, nada apacibles,
carecen de inteligencia en absoluto.
El comisario, luego de escribir en sus papeles durante
unos instantes, levantó la cabeza y, con la calma, con la suavidad de quien
pide un vaso de agua, le dijo a Osip:
-¡Lárgate!
No tardó en marcharse. Y cuando se sentó, tosiendo,
en su miserable cochecillo, se advertía no solo en su rostro, sino hasta en su angosta
y larga espalda, que ya no se acordaba ni de Osip ni del baile ni de los
impuestos de Jukov, y pensaba en cosas más íntimas.
Aún no se habría alejado un kilómetro, cuando
Antip Sedelnikov salía de casa de los Chikildieyev con el samovar en la mano y perseguido
por la vieja, que vociferaba:
-¡De ninguna manera! ¡Dámelo, maldito!
El baile iba casi corriendo, y la vieja marchaba en
pos suyo, encorvada, jadeante, tropezando, a punto de morirse de ira.
La pañoleta se le había deslizado hacia atrás y
llevaba al viento los cabellos blancos, de matices verdes. De pronto se detuvo,
y, fuera de sí, dándose puñetazos en el pecho, gritó, con voz desfallecida:
-¡Cristianos que creéis en Dios! ¡Padrecitos!
¡Socorro! ¡Defendedme por misericordia!
¡No puedo más!
-¡Vamos, vieja -le dijo el baile con severidad, un
poquito más de cordura!
Embargado el samovar, la casa se tornó aún más
triste. Había algo de humillante en aquel embargo. Diríase que, con el samovar,
se habían llevado el honor de la casa. Si hubieran embargado la mesa, los
bancos, los pucheros, no hubiera sido tan sensible el vacío.
La vieja, gritaba; María, lloraba, y las niñas,
al ver su llanto, lloraban también. El viejo, que se sentía culpable, se había
sentado en un rincón, y callaba, cabizbajo y sombrío.
Nicolás también callaba. La vieja le quería y le
compadecía; pero en su furia loca, metiéndole los puños por los ojos, le puso
de injurias y denuestos que no había por dónde cogerle. ¡Él tenía la culpa!
¿Por qué les había mandado siempre tan poco dinero, ganando, como les decía en
sus cartas, cincuenta rublos al mes en el Hotel Eslavo?... ¿Por qué se había
metido allí, con sus plepas y con su familia?... ¿Si se moría, ¿con qué dinero
iba a enterrarle?...
Daba lástima ver al pobre hombre. Y no menos
lástima daba ver a Olga y a Sacha.
El viejo se levantó, cogió la gorra y se dirigió a
casa del baile. Era de noche ya. Antip Sedelnikov sellaba unos documentos,
inflando los carrillos; olía a carbón encendido; los chiquillos, flacos,
sucios, no más lucidos que los de Chikildieyev, se revolcaban por el suelo; la mujer,
fea, pecosa, barriguda, hilaba seda.
Era una familia miserable, enfermiza, en la que
el único individuo de buen ver era Antip.
Sobre el banco había cinco samovares en fila.
El viejo se persignó, puestos los ojos en
Battenberg, y dijo.
-¡Antip, por Dios, devuélveme el samovar!
¡Por los clavos de Cristo!
-Dame tres rublos y te lo devolveré.
-¿De dónde quieres que los saque?
Antip inflaba los carrillos. La lumbre silbaba y
se reflejaba en los samovares. El viejo, estrujando la gorra, suplicó:
-¡Devuélvemelo!
El baile no parecía moreno, sino negro, y se
diría que era un brujo. Se volvió hacia Osip y contestó severo y breve:
-Todo depende de la autoridad regional. En la
asamblea adminis-trativa puedes exponer tus quejas, ya por escrito, ya
oralmente.
Osip no entendió nada; pero las solemnes palabras
del baile le satisficieron, y tornó a su casa.
Diez días después el comisario fue de nuevo a la
aldea. Estuvo una hora y se marchó.
Hacía viento y frío; el río llevaba ya helado muchos
días, pero no nevaba.
Un día de fiesta, los vecinos se reunieron un
rato en casa de Osip.
Como era pecado trabajar, no se había encendido la
luz, aunque ya había obscurecido.
Los temas de la conversación no fueron muy regocijados.
A unos campesinos atrasados en el pago de los impuestos se les había embargado las
gallinas, y, depositados los pobres animales en la administración comunal,
donde nadie se había cuidado de darles de comer, se habían muerto de hambre.
También habían sido embargados unos carneros, uno de los cuales se había muerto
al ser trasladado de un carro a otro. ¿Quién tenía la culpa de todo aquello?
-¡Las Diputaciones regionales! -dijo Osip.
¿Es verdad o no?
-Es verdad, es verdad, no hay duda.
Se culpaba a las Diputaciones de todo: de los
atrasos, de las malas cosechas... Y nadie sabía a ciencia cierta lo que eran
las Diputaciones.
Hasta que los campesinos ricos, dueños de
fábricas, de almacenes o de mesones, no fueron elegidos miembros de esas
asambleas, y dieron en la flor de hablar mal de los susodichos organismos,
ningún aldeano los había oído nombrar.
Se lamentaron también los contertulios de que no
nevase. Los montones de tierra helada imposibilitaban el transporte de las
maderas.
Quince o veinte años atrás, las conversaciones en
Jukov eran mucho más interesantes.
Los viejos se diría que guardaban algún secreto,
que acababan de enterarse de algo, que esperaban algún acontecimiento. Se hablaba
de un decreto secreto del zar, del reparto de nuevas tierras, de tesoros, y se aludía
a algunas cosas con medias palabras.
Ahora no había secreto ni misterio alguno; la vida
era clara como el agua, y apenas se podía hablar de otra cosa que de la
miseria, la carestía de la harina, la falta de nieve...
Hubo un silencio. Y de nuevo se sacaron a colación
las gallinas y los carneros, y se dijo.
-La culpa de todo...
-La culpa de todo -atajó Osip, sombrío- la tienen
las Diputaciones.
1.014. Chejov (Anton)
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