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sábado, 28 de diciembre de 2013

La sala numero 6 - Cap. XII

Después de esto, Andrei Efímich empezó a advertir a su alrededor una atmósfera de misterio. Los mozos, las enfermeras y los enfermos, al tropezar con él, le miraban con aire interrogativo y luego se ponían a cuchichear. Masha, la pequeña hija del inspector, con la que siempre le agradaba encontrarse en el jardín del hospital, ahora, cuando él se le acercaba para hacerle una caricia, lo rehuía. El jefe de
Correos, Mijaíl Averiánich, al oírle, no decía ya:
«Tiene usted toda la razón», sino que balbuceaba, dominado por una turbación incomprensible: «Sí, sí, sí...», y le miraba pensativo y triste. Sin causa aparente, empezó a aconsejar a su amigo que dejase el vodka y la cerveza; como persona delicada que era, no lo decía abiertamente, sino con reticencias, hablando de un jefe de batallón, excelente persona, o del capellán de un regimiento, otra persona excelente, quienes eran aficionados a la bebida y se curaron por completo cuando la dejaron. Dos o tres veces acudió también a visitar a Andrei Efímich su colega Jobótov; éste también le aconsejó que dejase las bebidas alcohólicas, y sin motivo visible le recomendó que tomase bromuro potásico.
En agosto, Andrei Efímich recibió una carta del alcalde en la que le pedía que acudiese para tratar de un asunto de gran importancia. Al llegar a la hora fijada al Ayuntamiento, Andrei Efímich se encontró con el jefe de la tropa, el inspector de la escuela del distrito, que también era concejal, Jobótov y un señor grueso y rubio a quien le presentaron como médico. Este último, de apellido polaco muy difícil de pronunciar, vivía a treinta verstas de la ciudad, en una granja dedicada a la cría de caballos, y estaba de paso.
-Tenemos aquí algo que le concierne -dijo el concejal a Andrei Efímich, después de cambiar los saludos de rigor y sentarse a la mesa. Evgueni Fiódorich dice que en el pabellón principal hay poco sitio para la farmacia y que convendría trasladarla a una de las dependencias. Claro que esto puede hacerse, pero habría que proceder a ciertos arreglos.
-Sí, sin ello sería imposible -dijo Andrei Efímich, después de reflexionar unos momentos. Si, por ejemplo, se acondicionara el pabellón de la esquina para farmacia, creo que, como mínimo, se necesitarían quinientos rublos. Es un gasto improductivo.
Se hizo el silencio.
-Ya tuve el honor de informar, hace diez años prosiguió Andrei Efímich en voz baja, de que este hospital, tal como ahora lo tenemos, es un lujo que la ciudad no se puede permitir. Fue construido en los años cuarenta, cuando había más recursos. La ciudad gasta demasiado en obras innecesarias y en cargos superfluos. Creo que con el mismo dinero, con una administración distinta, se podrían sostener dos hospitales modelo.
-¡Vamos, pues, a cambiar la administración! dijo vivamente el concejal.
-Yo ya tuve el honor de informar así: Entreguen los servicios médicos al zemstvo.
-Sí, entreguen el dinero al zemstvo y él se quedará con todo -replicó, riendo, el doctor rubio.
-Es lo que suele ocurrir -asintió el concejal, que también rompió a reír.
Andrei Efímich lanzó al doctor rubio una mirada confusa y turbia y dijo:
-Hay que ser justos.
De nuevo se hizo una pausa. Sirvieron té. El jefe de la tropa, con una turbación que nadie se explicaría, tocó por encima de la mesa el brazo de Andrei Efímich y le dijo:
-Nos tiene olvidados, doctor; claro que usted es un monje: no juega a las cartas y no le gustan las mujeres. Se aburriría con nosotros.
Todos empezaron a hablar de lo aburrida que, para un hombre decoroso, resultaba la vida en la ciudad. No había ni teatro ni música, y en el último baile del club había casi veinte damas y sólo dos caballeros. Los jóvenes no bailaban, se quedaban en el bar o jugando a las cartas. Andrei Efímich, con voz lenta y suave, sin mirar a nadie, dijo que era una lástima, una verdadera lástima, que la gente de la ciudad invirtiese sus energías, su corazón y su inteligencia en las cartas y en chismorreos, y no supiesen ni quisieran pasar el tiempo en una conversación interesante y en la lectura; no querían disfrutar de los placeres que la inteligencia proporciona. Sólo la inteligencia era interesante y notable; todo lo demás era ruin y bajo. Jobótov, que escuchaba atentamente a su colega, le preguntó de pronto:
-Andrei Efímich, ¿a cuántos estamos hoy?
Obtenida la respuesta, el doctor rubio y Jobótov, con el tono de examinadores conscientes de su incapacidad, pasaron a preguntar a Andrei Efímich que día era, cuántos días tiene el año y si era cierto que en la sala número seis vivía un extraordinario profeta.
En respuesta a la última pregunta, Andrei Efímich se ruborizó y dijo:
-Sí, se trata de un enfermo, pero es un joven muy interesante.
No le volvieron a preguntar nada más.
Cuando en la antesala se estaba poniendo el abrigo, el jefe de la tropa le puso la mano en el hombro y le dijo con un suspiro:
-¡Ya es hora de que los viejos nos retiremos a descansar!

Al salir de la Alcaldía, Andrei Efímich compren-dió que los reunidos integraban una comisión designada para dictaminar acerca de sus facultades mentales. Recordó las preguntas que le habían hecho, se puso rojo y, por primera vez en su vida, sintió una profunda lástima por la Medicina.
«Dios mío -pensó recordando la manera como los médicos acababan de reconocerle, no hace tanto que estudiaron psiquiatría y aprobaron el examen; ¿cómo son tan ignorantes? ¡No tienen ni la menor idea de lo que es la psiquiatría!»
Y por primera vez en su vida se sintió ofendido e irritado.
Aquella misma tarde estuvo en su casa Mijaíl Averiánich. Sin saludarle siquiera, el jefe de Correos se acercó a él, le cogió ambas manos y dijo con voz conmovida:
-Querido mío, amigo mío, déme una prueba de que cree en mi sincera disposición y me considera amigo suyo... ¡Amigo mío! -y, sin dejar hablar a Andrei Efímich, prosiguió agitado: -Le quiero a usted por su cultura y su nobleza de espíritu. Escúcheme, querido. Las reglas de la ciencia obligan a los médicos a ocultarle la verdad, pero yo, como a militar que soy, se la digo abiertamente: ¡usted está enfermo! Perdóneme, querido, pero es verdad; hace mucho lo han advertido cuantos le rodean. El doctor Evgueni Fiódorich me acaba de decir que, para bien de su salud, debe usted descansar y distraerse.
¡Tiene toda la razón! ¡Perfecto! Dentro de unos días voy a tomar vacaciones y me iré a respirar otros aires. Demuéstreme que es amigo mío: ¡vayamos juntos! Echaremos una cana al aire.
-Me siento completamente sano -dijo Andrei Efímich, después de pensarlo. No puedo ir. Permítame demostrarle mi amistad de otro modo.
En el primer instante, la idea de ir no sabía a dónde ni para qué, sin libros, sin Dáriushka, sin cerveza, la idea de alterar por completo el régimen de vida establecido a lo largo de veinte años, le pareció absurda y fantástica. Pero recordó la conversación del Ayuntamiento y el estado de espíritu que había sentido al volver a casa, y la idea de alejarse por cierto tiempo de aquella ciudad, donde gentes estúpidas lo consideraban loco, pareció sonreírle.
-¿Y adónde tenía el propósito de ir? -preguntó.
-A Moscú, a Petersburgo, a Varsovia... En Varsovia pasé los cinco años más felices de mi vida. ¡Es una ciudad asombrosa! ¡Venga conmigo, querido!

1.014. Chejov (Anton)

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