Olga se fue a la iglesia, acompañada de María.
Caminaban alegres por la senda que conducía al prado. Olga respiraba con
delicia el aire campesino, y María adivinaba en su cuñada un alma propincua,
familiar. Un buitre volaba sobre el prado casi a ras de tierra.
El río aún yacía en la sombra, la niebla envolvía
gran parte del paisaje; pero el sol naciente iluminaba lo alto de la montaña, y
la iglesia brillaba.
-El viejo no es malo -contaba María; perola vieja
tiene un genio endiablado y siempre está gruñendo. Cuando se acaba el pan y compramos
harina en el mesón, dice que comemos demasiado.
-¿Qué se le va a hacer, hija? Hay que tener paciencia.
Nuestro Señor dijo: «Venid a mí cuantos sufrís»...
Olga hablaba con lentitud, arrastrando las palabras,
y andaba con el paso vivo de las devotas. Leía todos los días el Evangelio
enalta voz, y, aunque casi no las comprendía, las palabras santas con-movían la
hasta hacerla llorar. Había vocablos, como, por ejemplo, Virgen santísima, que
pronunciaba con el corazón dulcemente oprimido. Creía en Dios, en su Santa
Madre, en todos los santos; creía que no se debía ofender a nadie en el mundo, ni
a las gentes sencillas ni a los alemanes ni a los bohemios ni a los judíos, y
que era pecado incluso maltratar a las bestias; creía que así estaba escrito en
los libros sagrados, y por eso, cuando pronunciaba las palabras de las
Escrituras, aunque casi no las comprendía, se pintaba en su rostro una dulce
emoción.
-¿De dónde eres? -preguntó María.
-Soy de Wladimir. No me llevaron a Moscú hasta
los ocho años.
Se acercaron al río. En la ribera opuesta una
mujer se desnudaba junto al agua.
-Es Fekla -dijo María. Ha ido a ver a los trabajadores
de la finca de la otra orilla. ¡Es terrible!
Fekla, morena los cabellos sueltos, fresca y robusta
como una muchacha, se lanzó al agua, cuya superficie empezó a azotar con los
pies levantando un blanco hervor de espumas.
-¡Es terrible! -repitió María.
Por debajo de unas no muy sólidas tablas,
colocadas a través del río, nadaban en el agua pura y transparente numerosos
mujeres.
El rocío brillaba en los verdes matorrales reflejados
en la corriente. ¡Qué espléndida mañana! ¡Qué feliz seríase en el mundo si no existiera
la miseria, terrible, implacable, de laque no había manera de hurtarse! Una
simple mirada atrás evocaba todo lo ocurrido la víspera, y el encanto de
bienandanza flotante alrededor desaparecía como por ensalmo.
Llegaron a la iglesia. María se detuvo a la puerta,
sin atreverse a avanzar. Ni siquiera se atrevió a sentarse, aunque la misa no
empezaba basta las nueve. Y permaneció en pie todo el tiempo.
Cuando el sacerdote comenzaba a leer el Evangelio
se notó de pronto una rumorosa agitación entre los fieles, que le abrían paso a
la familia del Señor: dos jóvenes vestidas de blanco, con grandes sombreros, y
un muchacho grueso y sonrosado, vestido de marinero.
Su aparición impresionó, agradablemente a Olga,
que se dio cuenta al punto de su condición comme il faut, María los miraba de
reojo, con gesto sombrío, como si fueran monstruos capaces de aplastarla si no
se apartaba.
Y oía estremecida la voz de bajo del diácono, pareciéndole
oír gritar: « ¡Maaaría!»
1.014. Chejov (Anton)
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