Una semana
había pasado desde que hicieron amistad. Era un día de fiesta. Dentro de las
casas hacía bochorno, mientras que en la calle el viento formaba remolinos de
polvo y tiraba el sombrero a los transeúntes. Era un día de sed, y Gurov entró
varias veces en el pabellón y ofreció a Ana Sergeyevna jarabe y agua o un
helado. Nadie sabía qué hacer.
Por la
tarde, cuando el viento se calmó un poco, salieron a ver venir el vapor. Había
muchas personas paseando por el puerto; se habían reunido para recibir a
alguien y llevaban ramos de flores. Se notaban allí dos peculiaridades de la
gente elegante de Yalta: las señoras mayores iban como muchachas y había muchos
generales vestidos de uniforme.
A causa de
lo alborotado que estaba el mar, el vapor llegó muy tarde, después de la puesta
del sol, y tardó mucho tiempo en atracar al muelle. Ana Sergeyevna miró a
través de sus impertinentes al vapor y a los pasajeros como esperando encontrar
algún conocido, y al volverse hacia Gurov sus ojos brillaban. Habló mucho y
preguntaba cosas desacordes, olvidando al poco rato lo que había preguntado; al
hacer un movimiento con la mano dejó caer los impertinentes al suelo.
La gente
empezaba a dispersarse; estaba demasiado oscuro para ver las caras de los que
pasaban. El viento se había calmado por completo, pero Gurov y Ana Sergeyevna
permanecían allí quietos como si esperasen ver salir a alguien más del vapor.
Ella olía
en silencio las flores sin mirar a Gurov.
-El tiempo
está mejor esta tarde -dijo él. ¿Dónde vamos ahora?
Ella no
contestó.
Entonces
Gurov la miró intensamente, rodeó su cuerpo con el brazo y la besó en los
labios, mientras respiraba la frescura y fragancia de las flores; luego miró a
su alrededor ansiosamente, temiendo que alguien lo hubiese visto.
-Vamos al
hotel -dijo él dulcemente. Y ambos caminaron de prisa.
La
habitación estaba cerrada y perfumada con la esencia que ella había comprado en
el almacén japonés. Gurov miró hacia Ana Sergeyevna y pensó: ¡Cuán distintas
personas encuentra uno en este mundo! Del pasado, conservaba recuerdos de
mujeres ligeras, de buen fondo algunas, que lo amaban alegremente
agradeciéndole la felicidad que él podía darles, por muy breve que fuese; de
mujeres, como la suya, que amaban con frases superfluas, afectadas, histéricas,
con una expresión que hacía sospechar que no era amor ni pasión, sino algo más
significativo; y de dos o tres más, hermosas, frías, en cuyos rostros
sorprendió más de una vez destellos de rapacidad, el deseo obstinado de sacar
de la vida aún más de lo que ésta podía darles. Eran mujeres irreflexivas,
dominantes, faltas de inteligencia y de edad ya madura; cuando Gurov empezaba a
mostrarse frío con ellas, esta misma hermosura excitaba su odio, figurándosele
que los encajes con que adornaban su ropa eran para él escalas.
Pero en el
caso actual sólo había la timidez de la juventud inexperta, un sentimiento
parecido al miedo; y todo esto daba a la escena un aspecto de consternación,
como si alguien hubiera llamado de repente a la puerta. La actitud de
Ana Sergeyevna -«la señora del perrito»- en todo lo sucedido tenía algo de
peculiar, de muy grave, como si hubiera sido su caída; así parecía, y resultaba
extraño, inapropiado. Su rostro languideció, y lentamente se le soltó el pelo;
en esta actitud de abatimiento y meditación se asemejaba a un grabado antiguo: La
mujer pecadora.
-Hice mal
-dijo. Ahora usted será el primero en despreciarme.
Sobre la
mesa había una sandía. Gurov cortó una tajada y empezó a comérsela sin prisa.
Durante cerca de media hora ambos guardaron silencio.
Ana
Sergeyevna estaba conmovedora; había en ella la pureza de la mujer sencilla y
buena que ha visto poco de la vida.
La luz de
la bujía iluminando su rostro mostraba, sin embargo, que se sentía desgraciada.
-¿Cómo es
posible que yo llegara a despreciarla? -preguntó Gurov. No sabe usted lo que
dice.
-Dios me
perdone -dijo ella; y sus ojos se llenaron de lágrimas. Es horrible -añadió.
-Parece que
necesita usted ser perdonada.
-¿Perdonada?
No. Soy una mala mujer; me desprecio a mí misma y no pretendo justificarme. No
es a mi marido, es a mí a quien he engañado. Y esto no es de ahora, hace mucho
tiempo que me estoy engañando. Mi marido podrá ser bueno y honrado, pero ¡es un
lacayo! No sé qué es lo que hace allí ni en lo que trabaja; pero sé que es un
lacayo. Yo tenía veinte años cuando me casé con él. He vivido atormentada por
un sentimiento de curiosidad; necesitaba algo mejor. Debe de haber otra clase
de vida, me decía a mí misma. Sentía ansias de vivir. ¡Vivir! ¡Vivir!... La
curiosidad me abrasaba... Usted no me comprende, pero le juro a Dios que llegó
un momento en que no pude contenerme; algo fuera de lo corriente debió
ocurrirme; le dije a mi marido que estaba mala y me vine aquí... Y aquí he
estado vagando de un lado para otro como una loca..., y ahora me veo convertida
en una mujer vulgar, despreciable, a quien todos mirarán mal.
Gurov se
sintió aburrido casi al escucharla.
Le irritaba
el tono ingenuo con que hablaba y aquellos remordi-mientos tan inoportunos; a
no ser por las lágrimas hubiera creído que estaba representado una comedia.
-No la entiendo
a usted -dijo dulcemente. ¿Qué es lo que quiere?
Ella ocultó
su rostro en el pecho de él estrechándolo tiernamente.
-Créame,
créame usted, se lo suplico. Amo la existencia pura y honrada, odio el pecado.
Yo no sé lo que estoy haciendo. La gente suele decir: «El demonio me ha
tentado». Yo también pudiera decir que el espíritu del mal me ha engañado.
-¡Chis!
¡Chis!... -murmuró Gurov.
Después la
miró fijamente, la besó, hablándole con dulzura y cariño, y poco a poco se fue
tranquilizando, volviendo a estar alegre, y acabaron por reírse los dos. Cuando
salieron afuera no había un alma a orillas del mar. La ciudad, con sus
cipreses, tenía un aspecto mortuorio, y las olas se deshacían ruidosamente al
llegar a la orilla; cerca de ella se balanceaba una barca, dentro de la que
parpadeaba soñolienta una linterna.
Encontraron
un coche y lo tomaron; fueron en dirección de Oreanda.
-Al pasar
por el vestíbulo he visto su apellido escrito en la lista: Von Diderits -dijo
Gurov. ¿Su marido de usted es alemán?
-No; creo
que su abuelo sí lo era, pero él es ruso ortodoxo.
En Oreanda
se sentaron silenciosos en un sitio no lejos de la iglesia y mirando hacia el
mar. Yalta apenas era visible a través de la bruma matinal; blancas nubes
permanecían quietas en lo alto de las montañas. No se movía una hoja; en los
árboles cantaban las cigarras, y sólo llegaba a ellos desde abajo el cavernoso
y monótono ruido de las olas hablando de paz, de ese sueño eterno que a todos
nos espera. Del mismo modo debía oírse cuando ni Yalta ni Oreanda existían; así
se oye ahora, y se oirá con la misma monotonía cuando ya no vivamos. Y en esta
constancia, en esta completa indiferencia para la vida y la muerte de cada uno de
nosotros, ahí se oculta tal vez la garantía de nuestra eterna salvación, del
movimiento incesante de la vida sobre el mundo, del progreso hacia la perfección. Sentado
al lado de una mujer joven que en la luz del amanecer parecía tan encantadora,
acariciada e idealizada por los mágicos alrededores -el mar, las montañas, las
nubes, el cielo azul-, Gurov pensó lo hermoso que es todo en el mundo cuando se
refleja en nuestro espíritu: todo, menos lo que pensamos o hacemos cuando
olvidamos nuestra dignidad y los altos designios de nuestra existencia.
Un hombre
pasó cerca de ellos -un guarda, probablemente, los miró, y siguió adelante.
Y este
detalle les parecía misterioso y lleno de encanto también. Luego vieron un
vapor que venía de Teodosia, cuyas luces brillaban confundidas con las del
amanecer.
-Hay gotas
de rocío sobre la hierba -dijo Ana Sergeyevna después de un silencio.
-Sí. Es
hora de volver a casa. Y se volvieron a la ciudad.
Desde
entonces volvieron a verse todos los días a las doce; comían juntos, se
paseaban, contemplaban el mar. Ella se quejaba de dormir mal, sentía
palpitaciones en el corazón; le hacía las mismas preguntas, interrumpidas a
veces por celos, otras por el miedo de que Gurov no la respetara bastante. Y a
menudo, en los jardines, a orillas del agua, cuando se encontraban solos, él la
besaba apasionadamente. Aquella vida reposada, aquellos besos en pleno día
mientras miraba alrededor por temor de ser visto, el calor, el olor del mar y
el continuo ir y venir de gente desocupada, perfumada, bien vestida, hicieron
de Gurov otro hombre. Encontraba a Ana Serge-yevna hermosa, fascinadora, y así
se lo repetía a ella. Se volvió impaciente y apasionado hasta el punto de no
querer separarse de su lado, y ella, mientras tanto, seguía pensativa y continuamente
le decía que no la respetaba bastante, que no la amaba lo más mínimo, y que
seguramente pensaría de ella como de una mujer cualquiera. Todos los días a la
caída de la tarde se iban en coche fuera de Yalta, a Oreanda o a la cascada, y
estos paseos eran siempre un triunfo para ellos; la escena les impresionaba
invariablemente como algo magnífico y hermosísimo.
Esperaban
al marido, que debía venir pronto; pero un día llegó una carta en la que
anunciaba que se encontraba mal y suplicaba a su esposa que volviera cuanto
antes. Ana Sergeyevna se preparó, pues, a marcharse.
-Es una
buena cosa el que yo me vaya -le dijo a Gurov. «¡Es el dedo del destino!»
El día de
la marcha, Gurov la acompañó en el coche. Cuando llegaron al tren y sonó la
segunda campanada, Ana Sergeyevna le dijo:
-¡Déjame
mirarte una vez más... otra vez! Así, ya está.
No lloraba,
pero en su rostro se reflejaba tal tristeza que parecía enferma, los labios le
temblaban.
-Me
acordaré de ti siempre..., pensaré siempre en ti -dijo. Que Dios te proteja; sé
feliz. No pienses nunca mal de mí. Nos separamos para no volvernos a ver más;
así debe ser, porque nunca debimos habernos encontrado. Que Dios sea contigo,
adiós.
El tren
partió rápido, sus luces desaparecieron pronto de la vista, y un minuto más
tarde no se oía ni el ruido, como si todo hubiera conspirado para hacer
terminar lo antes posible aquel dulce delirio, aquella locura. Sol o, en el andén, mirando hacia donde el tren
desapareció, Gurov escuchó el chirrido de las cigarras, el zumbido de los hilos
del telégrafo, y le pareció que acababa de despertarse. Y meditó sobre este
episodio de su vida que también tocaba a su fin, y del que sólo el recuerdo
quedaba... Se sintió conmovido, triste y con remordimientos. Aquella mujer, que
nunca más volvería a encontrar, no fue feliz con él, porque aunque la trató con
afecto y cariño, hubo siempre en sus maneras, en sus caricias, una ligera
sombra de ironía, la grosera condes-cendencia de un hombre feliz que, además,
le doblaba la
edad. Ana Sergeyevna lo llamó siempre bueno, distinto de los
demás, sublime a veces...; constantemente se había mostrado a ella como no era
en realidad, sin intención la había engañado.
Un vago
perfume de otoño se dejaba ya sentir en la atmósfera, hacía una tarde fría y triste.
-Es hora de
que me marche al Norte -pensó Gurov al dejar el andén. ¡Sí, ya es hora!
1.014. Chejov (Anton)
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