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domingo, 25 de mayo de 2014

Las dos cajas - Cap. VI

Como iba diciendo, una noche Carmen miraba desde su banco, apoyada en la mesa, a su querido mártir, como ella para sí le llamaba siempre. El público empezaba a acudir.
Suppé, interpretado, como decía Betegón, por Ventura, adquiría nueva gracia y dulzura.
Los ojos del violinista apenas se fijaban algunos segundos en el papel que tenía delante; miraba más a su mujer, con amor inagotable, tan puro y grande, como el primer día de novios. Se diría que de los ojos de Carmen una corriente eléctrica iba hasta los ojos de Ventura, y le llevaba consigo la inspiración, la habilidad artística, aquella manera sublime de interpretar, según el pianista.
Otras veces el violinista miraba a su hijo, que al pie de la plataforma iba y venía, ora procurando coger una pierna de su padre, para lo que metía su mano de muñeca entre los balaustres, ora saltando alrededor del piano, como si fuera mariposa, y la música luz que le atraía. Para seguir los movimientos del niño el padre vigilante necesitaba hacer mil contorsiones, sin dejar de tocar con aquella suavidad y elegancia exquisita de siempre: daba vueltas en redondo; se inclinaba, se ponía sobre las puntas de los pies... parecía un músico excéntrico que lucía su habilidad entre piruetas.
Después del Poeta y aldeano hubo un descanso de cinco minutos.
Don Ramón y Ventura fueron a sentarse junto a Carmen. Con la finura del mundo tomó Betegón media copa de anís doble. Roberto se había subido a las rodillas de su padre, que le acariciaba con la barba y la mejilla, como si fuera su violín, inclinando sobre el niño la cabeza, con los ojos medio cerrados, pálido y triste con una tristeza que estaba ya petrificada en las arrugas de su rostro. Podía Ventura sonreír, hasta reír a carcajadas; allí estaban las arrugas para protestar, como una fe de muerto de aquel espíritu que se vio adulado con el apodo de genio.
Don Ramón se levantó y volvió al piano. Le siguió poco después Rodríguez. Comenzaron la Stella confidente.
Entonces entró en el café un subteniente de caballería. Se sentó en una mesa que estaba enfrente de la mesa de Carmen. Pidió café, distraído. Tardó en notar que tocaban el piano y el violín. Atendió. Le gustaba aquello. Se sentó en otra mesa, más cerca del piano. Miró en derredor y echó de ver que allí no había más personas regulares que él y aquella señora... debía de ser la de uno de los músicos.
-¡Demonio!, qué bien toca ese hombre -pensó, y llamó al mozo.
-Es el señor Rodríguez, un músico de Madrid.
-¿Rodríguez? Rodríguez... ¡Ah!, sí, creo haber oído...
El subteniente se puso el sable entre las piernas y clavó los ojos en el violinista. Positivamente estaba entusiasmado. A los pocos compases le hizo acordarse de su madre, que estaba en el otro mundo, y de su novia, que le había dado calabazas. Era forastero, estaba muy solo y muy triste, tenía mucha nostalgia, según él llamaba a su aburrimiento, y aquella música le estaba llegando al alma. ¡Qué modo de tocar! ¡Y no hay aquí más que plebe!... Él también había tocado algo. Era la flauta, pero todo es tocar. Además era poeta. Sentía muy bien.
-¡Pues no se me saltan las lágrimas! Mozo, una copa del Mono... Y aquella señora debe de ser la suya... es guapa. ¡Canario ya lo creo, muy guapa!
También él era guapo. Alto, rubio, muy esbelto, de aspecto marcial como un dragón, pero de ojos dulces como un ángel. Y el bigote fino y bien peinado. Era muy guapo. Carmen le había visto desde el momento en que entró.
Había observado su atención, su asombro, su entusiasmo, su enter-necimiento. Pero cuando él la miró, ella separó los ojos y los fijó en su marido. Y así estuvieron: el militar yendo con la vista y el alma del violinista a Carmen, de Carmen al violinista.
Carmen mirando a su esposo con fijeza y viendo al subteniente.  
Ventura arrebatado por la música y la contemplación de sus amores, Roberto y Carmen, no veía al de caballería. Terminó la Stella y los músicos volvieron a la mesa. El público, que no quería repetir, no aplaudió; el subteniente abrió las manos, pero al ver aquella frialdad, se las metió intactas en los bolsillos.
-¡Qué lástima!, tenía que marcharse sin remedio. Era tarde, le esperaba el coronel. Pagó y salió visiblemente disgustado, según observación de Carmen.
-Tendrá una ocupación urgente -pensó- ¡esos militares!...
A la noche siguiente el de caballería se presentó a las nueve menos cuarto. Se trataba del Non tornó.
El sentimentalismo del amo del café, se imponía hasta a los músicos que cobraban cinco duros nominales, tres en efectivo. Ventura vio entrar al subteniente, y no le cayó en saco roto aquel extraño consumidor de café y música. En una de las vueltas que daba con el violín en el brazo para seguir los juegos de Roberto, vio Rodríguez al simpático alférez, que tenía los ojos inflamados por la admiración, la boca entreabierta, la mirada fija en el músico. Dio otra vuelta y vio lo mismo. El alférez, no cabía duda, era un admirador. Ventura se lo agradeció en el alma: le echó mil bendiciones con el arco; y aunque haciéndose el desentendido, con una coquetería de artista, se esforzó cuanto pudo, tocó lo mejor que supo; y todo aquello iba dedicado al subteniente, a quien aparentaba no ver siquiera. Carmen notó que su marido se acercaba radiante, como si viniera de un gran triunfo; pero él no dijo nada.
-Está V. hoy contento -dijo D. Ramón, que siempre estaba triste, y sólo simpatizaba con los desconsolados.
-Sí, me siento bien hoy. Y además el médico me ha dicho que lo de Roberto no es nada.
-Sin embargo, yo recomiendo el aceite de hígado de bacalao... ese niño crece poco; mire V., parece un tapón.
-Pobrecito mío -exclamó la madre- te llaman tapón.
-Un tapón muy bonito, pero un tapón, señora... Mire V., apostaría a que cabe en la caja del violín de su padre. Se le podría enterrar en ella.  
Jesús! -gritó Carmen estremeciéndose, no tanto... y no lo quiera Dios.
Mientras la madre apretaba al niño contra su corazón, Ventura tembló reparando en la caja del violín; en efecto parecía un ataúd para un angelito... como un violín. Era de madera negra con chapas de plata.
-Stradella... Pietà signore... -dijo don Ramón, y puso con solemnidad las manos sobre el teclado.
Ventura tocaba con una tristeza religiosa, que llegaba a las entrañas al subteniente. Pensó este que aquello del infierno era muy verosímil. Pidió otra media copa de anís del Mono, y se abismó en reflexiones religiosas. La existencia de Dios era evidente. Pero, a Dios gracias, era un Señor infinitamente justo y misericordioso, que no había de incomodarse porque un subteniente aburrido se enamorase platónicamente de la mujer de un notable violinista. Porque, no había para qué ocultárselo a sí mismo, él se iba enamorando de aquella señora. ¡Su posición y su postura eran tan interesantes! Además, él veía en ella un reflejo del talento de su marido. Él había empezado, y seguía, admirando al  músico como tal, pero no era cosa de enamorarse de él... y... naturalmente, se enamoraba de su mujer... por lo platónico.
Carmen se confesaba en aquel instante a sí misma que toda la noche había pensado en el subteniente, que le era muy simpático, aparte de ser buen mozo; porque se le veía que admiraba a Ventura, que sentía aquella manera, que ella comprendía también, y muy a su costa, por cierto.
La casta esposa notó al cabo que las miradas del alférez se repartían entre ambos cónyuges... Pero no lo tomó a mala parte. Con no mirarle ella a él bastaba. Y precisamente para verle no necesitaba mirarle. Ventura volvió a tocar para su admirador; ya le quería, sin saber por qué.
-¡Qué vueltas da el mundo! -pensaba, yo desprecié a un público de inteligentes, de maestros... ¡y ahora me sabe a miel agradar a un alférez que no sabrá ni tocar la corneta!...
Ventura hacía prodigios de habilidad, de gracia, de elegancia; el violín lloraba, gemía, blasfemaba, imprecaba, deprecaba... todo lo que quería el brazo. El entusiasmo y el enternecimiento del militar eran sinceros. Pero le gustaba la mujer del violinista, sin menoscabo del arte. La música le cargaba de electricidad, pero la electricidad se le escapaba al depósito común de las pasiones terrenas por los ojos de aquella señora.
Pasaron días y días. El subteniente debía de estar de guarnición, porque no se marchaba. No faltaba ni una noche al Iris. También Ventura le veía en sueños. Le veía, vestido de capitán general, acercarse a él, que estaba en un trono; y después de muchos saludos con el tricornio, le entregaba una corona de laurel y oro, y se marchaba, andando hacia atrás y con grandes reverencias. Rodríguez ya se atrevía a sonreír frente al alférez, y a dedicarle sus saludos cuando había aplausos.
Una noche, que se pidió la jota, le agradeció mucho que impusiera silencio a un baturro, que gritaba:
-¡Otra, otra, pues!
Pero no quería hablarle. Prefería tener aquel admirador a distancia. Acaso sería un majadero -aunque no lo encontraba probable- y era preferible no conocerle. Así se podía figurar en él al mismo Wagner disfrazado.
El subteniente tampoco deseaba acercarse. Se le antojaba indigno de su nobleza valerse de la amistad para probar fortuna; todo quería deberlo al poder de sus ojos, nada a la falsedad de una estratagema.
Ventura dijo una noche a su mujer:
-¿No te has fijado en aquel subteniente?
-¿Cuál?
-Aquel, no hay más que ese. Viene todas las noches. Creo que le gusta lo que toco.
-No tendría nada de particular -contestó ella.
Siempre había sido Carmen muy fiel esposa. Amaba y admiraba a su Ventura. Pero hacía muchos años que en las caricias, en los cuidados, en las confidencias del músico había una profunda tristeza, una desesperación resignada, atónita, humilde, casi servil, que daba frío y sombra en derredor: parecía el contacto de aquel dolor mudo, el contacto de la muerte; no era posible respirar mucho tiempo la atmósfera de desconsuelo en que Ventura vivía: todo organismo debía de sentir repugnancia cerca de aquella frialdad pegajosa... la intimidad del músico amenazaba con una especie de asfixia moral.

 1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

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