Entonces fue cuando Juan de Dios tropezó con
su mirada en la plaza de San Pedro. La historia de aquella joven llegó a sus
oídos, a poco que quiso escuchar, por boca de los mismos amigos suyos,
sacerdotes y todo. Estaba el novio ausente; era la quinta o sexta ausencia, la
más larga. La enfermedad volvía. Rosario
luchaba; salía con su madre porque no dijeran; pero la rendía el mal, y pasaba
temporadas de ocho y quince días en el lecho.
Las tristezas de la niñez enfermiza volvían,
mas ahora con la nueva amargura del
amor burlado, escarnecido. Sí, escarnecido; ella lo iba compren-diendo; su madre
también, pero se engañaban mutuamente. Fingían creer en la palabra y en el amor
del que no
volvía. Las cartas del ricacho escaseaban, y como era él poco escritor,
dejaban ver la frialdad, la distracción con que se redactaban. Cada carta era una alegría al llegar, un
dolor al leerla. Todo el bien que las recetas y los consejos higiénicos del médico podían cansar
en aquel organismo débil, que se consumía entre ardores y melancolías, quedaba
deshecho cada pocos días por uno de aquellos infames papeles.
Y ni la madre ni la hija procuraban un
rompimiento que aconsejaba la dignidad, porque cada una a su modo, temían una
catástrofe. Había, lo decía el doctor, que evitar una emoción fuerte. Era menos
malo dejarse matar poco a poco.
La dignidad se defendía a fuerza de engañan
al público, a los maliciosos que acechaban.
Todo esto, y más, acabó por notarlo Juan de
Dios, que para ir a muchas partes pasaba desde entonces por la plazoleta en que
vivía Rosario .
Era una rinconada cerca de la iglesia de un convento que tenía una torre esbelta,
que en las noches de luna, en las de cielo estrellado y en las de vaga niebla,
se destacaba romántica, tiñendo de poesía mística todo lo que tenía a su
sombra, y sobre todo el rincón de casas humildes que tenía al pie como a su
amparo.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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