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domingo, 25 de mayo de 2014

El señor - Cap. VII

Entonces fue cuando Juan de Dios tropezó con su mirada en la plaza de San Pedro. La historia de aquella joven llegó a sus oídos, a poco que quiso escuchar, por boca de los mismos amigos suyos, sacerdotes y todo. Estaba el novio ausente; era la quinta o sexta ausencia, la más larga. La enfermedad volvía. Rosario luchaba; salía con su madre porque no dijeran; pero la rendía el mal, y pasaba temporadas de ocho y quince días en el lecho.
Las tristezas de la niñez enfermiza volvían, mas ahora con la nueva amargura del amor burlado, escarnecido. Sí, escarnecido; ella lo iba compren-diendo; su madre también, pero se engañaban mutuamente. Fingían creer en la palabra y en el amor del que no volvía. Las cartas del ricacho escaseaban, y como era él poco escritor, dejaban ver la frialdad, la distracción con que se redactaban. Cada carta era una alegría al llegar, un dolor al leerla. Todo el bien que las recetas y los consejos higiénicos del médico podían cansar en aquel organismo débil, que se consumía entre ardores y melancolías, quedaba deshecho cada pocos días por uno de aquellos infames papeles.
Y ni la madre ni la hija procuraban un rompimiento que aconsejaba la dignidad, porque cada una a su modo, temían una catástrofe. Había, lo decía el doctor, que evitar una emoción fuerte. Era menos malo dejarse matar poco a poco.
La dignidad se defendía a fuerza de engañan al público, a los maliciosos que acechaban.
Rosario, cuando la salud lo consentía, trabajaba junto a su balcón, con rostro risueño, desdeñando las miradas de algunos adoradores que pasaban por allí; pero no el trato del mundo como en los mejores días de sus amores y de su dicha. A veces la verdad podía más que ella y se quedaba triste y sus miradas pedían socorro para el alma...
Todo esto, y más, acabó por notarlo Juan de Dios, que para ir a muchas partes pasaba desde entonces por la plazoleta en que vivía Rosario. Era una rinconada cerca de la iglesia de un convento que tenía una torre esbelta, que en las noches de luna, en las de cielo estrellado y en las de vaga niebla, se destacaba romántica, tiñendo de poesía mística todo lo que tenía a su sombra, y sobre todo el rincón de casas humildes que tenía al pie como a su amparo.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

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