Cap.
I
Acababa de leer El Siglo Futuro.
En el mismo momento se
extinguió la mortecina luz del quinqué.
No bien quedé en las
tinieblas sentí pasar junto a mi rostro un viento frío, como aire de Guadarrama,
ráfaga de pulmonía o espíritu de moderado. Mis cabellos se erizaron, latióme el
corazón en la garganta. Con terror me vi frente a frente de lo sobrenatural;
temblé en lo más profundo de mi alma; porque sumido en la prosa ordinaria de la
vida, comprendí que me encontraba débil para las emociones que me preparaba no
sé qué taumaturgo oculto en mi gabinete.
Aulló en la plaza un
perro... pero sus aullidos tenían un carácter también extraordinario;
parecíanse a interjecciones humanas, y una vez, y otra y otra le oí pronunciar
distintamente Candauuu... Candauuu... con voz tan lastimera que corrieron de
mis ojos involuntarias lágrimas.
Luego sonó dulcísima
una música. Tocaba algo muy conocido por mis oídos. Una tras otra fueron
sucediéndose en el aire aquellas notas con que imita Meyerbeer el acompasado
andar de una cabra que lleva al cuello colgada una campanilla... ¡y apareció la
cabra! -Yo la vi, porque una luz rojiza, como la que rodea a los aparecidos en
las comedias de magia, fue saliendo de no sé qué foco e iluminando con
fantástica claridad mi gabinete... que no era ya mi gabinete. Era... ¡el salón
de sesiones de nuestro Congreso! Ofrecía un extraño espectáculo. La
presidencial poltrona no pude distinguir quién la ocupaba. -¡La campanilla que
sonaba era la que movía la mano fina y aristocrática del presidente!
También me había
equivocado en lo tocante al perro. No era tal perro.
Cap. II
Era un diputado que,
desde los bancos de la derecha, apostrofaba... con los puños a una especie de
estatua del Comendador sentada en el centro. El que parecía estatua, pero sin
serlo, era Candau... el que apostrofaba, imprecaba, gesticulaba... Taravilla.
Taravilla, que era un
jefe de pelea; Taravilla, genio oculto por mucho tiempo, pero que al fin salía
de la oscuridad, y que, sin más que unos cuatrocientos discursos, había logrado
en pocas semanas llamar la atención de todo el mundo político, y era por
entonces el faro luminoso que en «las borrascas del Parlamento buscaban, como
estrella de salvación, los atrevidos nautas,
que a navegar en las alborotadas aguas se atrevían, sin temor a las súbitas
turgencias de los fervientes senos y cosenos», según muy elocuentemente había
dicho pocos días antes el señor Morcillo, también profundo político y
experimentado polemista.
Taravilla, en fin, jefe
de una fracción colocada en el centro del centro derecho del centro de la
derecha, y que era llamada la fracción de la
sin-hueso, aludiendo a su cabecilla, pues digo, que Taravilla (y todo esto
pasaba, es decir, pasará si no mienten los espíritus, hacia el Carnaval del año
que viene) encontrábase en un momento de verdadera inspiración, irritado por
una de esas frases de Candau que conmueven una civilización o sublevan a un
diputado.
¡Taravilla y Candau! Es
decir, Aquiles y Héctor , titán
contra titán, Ruiz Gómez y el rayo; trueno contra trueno, choque de planetas.
Afuera, el ruido
confuso de un pueblo feliz que se divierte con esos honestos placeres que sólo
pueden saborearse cuando un Gobierno paternal vela por los intereses más sagrados,
cuando un Parlamento de eminentes medianías discute las más acerbas
personalidades en el seno de la
representación nacional; afuera, Carnestolendas.
Y dentro Taravilla
fulminante... y un poco más lejos Candau, impasible.
Candau está solo. ¡Le
bastan sus pensamientos y sus frases! Taravilla rodeado por una corte de dioses
mayores y menores: Morcillo, J uan
García, Telesforo González, Orovio (Minerva), Hevia (J o ve)... y otros miles.
Esto es lo que
representa el teatro...
Oigamos ahora a
Taravilla...
El discurso en el
número próximo.
(Artículo de doble vista)
CLARÍN.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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