Don Eufrasio Macrocéfalo me
permitió una noche penetrar en el sancta sanctorum, en su gabinete de estudio,
que era, más bien que gabinete, salón biblioteca: las paredes estaban
guarnecidas de gruesos y muy respetables volúmenes, cuyo valor en venta había de
subir a un precio fabuloso el día en que don Eufrasio cerrase el ojo y se
vendiera aquel tesoro de ciencia en pública almoneda; pues si mucho vale
Aristóteles por su propia cuenta, un Aristóteles propiedad del sabio
Macrocéfalo tenía que valer mucho más para cualquier bibliómano capaz de
comprender a mi ilustre amigo. Era mi objeto, al visitar la biblioteca de don
Eufrasio, verificar notas en no importa qué autor, cuyo libro no era fácil
encontrar en otra parte; y llegó a tanto la amabilidad insólita del erudito,
que me dejó solo en aquel santuario de la sabiduría mientras él iba a no sé qué
Academia a negar un premio a cierta Memoria en que se le llamaba animal, no por
llamárselo, sino por demostrar que no hay solución de continuidad en la escala
de los seres.
La biblioteca de don Eufrasio era
una habitación tan abrigada, tan herméticamente cerrada a todo airecillo
indiscreto por lo colado, que no había recuerdo de que jamás allí se hubiera
tosido ni hecho manifestación alguna de las que anuncian constipado: don
Eufrasio no quería constiparse, porque su propia tos le hubiera distraído de
sus profundas meditaciones. Era, en fin, aquella una habitación en que bien
podría cocer pan un panadero, como dice Campoamor. Junto a la mesa escritorio
estaba un brasero todo ascuas, y al extremo de la sala, en una chimenea de
construcción anticuada, ardían troncos de encina, que se quejaban al quemarse.
Mullida alfombra cubría el pavimento, cortinones de tela pesada colgaban en los
huecos, y no había rendija sin tapar, ni por lado alguno pretexto para que el
aire frío del exterior penetrase atropelladamente, sino por sus pasos contados
y bajo palabra de ir calentándose poco a poco.
Largo rato pasé gozando de aquel
agradable calorcillo, que yo juzgaba tan ajeno a la ciencia, siempre tenida por
fría y casi helada. Creíame solo, porque de ratones no había que hablar en casa
de Macrocéfalo, químico excelente, especie de Borgia de los mures. Yo callaba,
y los libros también; pues aunque me decían muchas cosas con lo que tenían escrito
sobre el lomo, decíanlo sin hacer ruido; y sólo allá en la chimenea alborotaban
todo lo que podían, que no era mucho, porque iban ya de vencida, los abrasados
troncos.
En vez de evacuar las citas que
llevaba apuntadas, arrellanéme en una mecedora, cerca del brasero, y en dulce
somnolencia dejé a la perezosa fantasía vagar a su antojo, llevando el
pensamiento por donde ella fuere. Pero la fantasía se quejaba de que la faltaba
espacio entre aquellas paredes de sabiduría, que no podía romper, como si fuesen
de piedra. ¿Cómo atravesar con holgura aquellos tomos que sabían todo lo que
Platón dijo, y que gritaban aquí ¡Leibnitz! más allá ¡Descartes! ¡San Agustín!
¡Enciclopedia! ¡Sistema del mundo! ¡Crítica de la razón pura! ¡Novum organum!
Todo el mundo de la inteligencia se interponía entre mi pobre imaginación y el
libre ambiente. No podía volar. ¡Ea! -le dije; busca materia para tus locuras
dentro del estrecho recinto en que te ves encerrada. Estás en la casa de un
sabio; este silencio, ¿nada te dice? ¿No hay aquí algo que hable del misterioso
vivir del filósofo? ¿No quedó en el aire, perceptible a tus ojos, algún rastro
que sea indicio de los pensamientos de don Eufrasio, o de sus pesares, o de sus
esperanzas, o de sus pasiones, que tal vez, con saber tanto, Macrocéfalo las
tenga? Nada respondió mi fantasía; pero en aquel instante oí a mi espalda un
zumbido muy débil y de muy extraña naturaleza; parecía en algo el zumbido de
una mosca, y en algo parecía el rumor de palabras que sonaban lejos, muy
apagadas y confusas.
Entonces dijo la fantasía: «¿Oyes?
¡Aquí está el misterio! Ese rumor es de un espíritu acaso; acaso va a hablar el
genio de don Eufrasio, algún demonio, en el buen sentido de la palabra, que
Macrocéfalo tendrá metido en algún frasco.» Sobre la pantalla de transparentes
que casi tapaba por completo el quinqué colocado sobre la mesa, que yo tenía
muy cerca, se vino a posar una mosca de muy triste aspecto, porque tenía las
alas sucias, caídas y algo rotas, el cuerpo muy delgado y de color... de ala de
mosca; faltábale alguna de las extremidades, y parecía al andar sobre la
pantalla baldada y canija. Repitióse el zumbido y esta vez ya sonaba más a
palabras; la mosca decía algo, aunque no podía yo distinguir lo que decía.
Acerqué más a la mesa la mecedora, y aplicando el oído al borde de la pantalla,
oí que la mosca, sin esquivar mi indiscreta presencia, decía con muy bien
entonada voz, que para sí quisieran muchos actores de fama:
-Sucedió en la suprema monarquía
de la Mosquea un rey, que aunque valiente,
la suma de riquezas que tenía
su pecho afeminaron fácilmente.
-¿Quién anda ahí? ¿Hospes, quis es?
-gritó la mosquita estremecida, interrumpiendo el canto de Villaviciosa, que
tan entusiasmada estaba declamando; y fue que sintió como estrépito horrísono
el ligero roce de mis barbas con la pantalla en que ella se paseaba con toda la
majestad que le consentía la cojera-. Dispense usted caballero -continuó
reportándose-, me ha dado usted un buen susto; soy nerviosa, sumamente
nerviosa, y además soy miope y distraída, por todo lo cual no había notado su
presencia.
Yo estaba perplejo; no sabía qué
tratamiento dar a aquella mosca que hablaba con tanta corrección y propiedad, y
recitaba versos clásicos.
-Usted es quien ha de dispensar
-dije al fin, saludando cortésmente-: yo ignoraba que hubiese en el mundo
dípteros capaces de expresarse con tanta claridad y de aprender de memoria
poemas que no han leído muchos literatos primates.
-Yo soy políglota, caballero; si
usted quiere, le recito en griego la Batracomiomaquia lo mismo que le recitaría
toda la Mosquea. Estos son mis poemas favoritos; para ustedes son poemas
burlescos, para mí son epopeyas grandiosas, porque un ratón y una rana son a
mis ojos verdaderos gigantes cuyas batallas asombran y no pueden tomarse a
risa. Yo leo la Batracomiomaquia como Alejandro leía La Iliada...
Arjómenos proton Mouson joron ex Heliconos...
¡Ay! Ahora me consagro a esta amena
literatura que refresca la imaginación, porque harto he cultivado las ciencias
exactas y naturales que secan toda fuente de poesía; harto he vivido entre el
polvo de los pergaminos descifrando caracteres rúnicos, cuneiformes, signos
hieráticos, jeroglíficos, etc.; harto he pensado y sufrido con el desengaño que
engendra siempre la filosofía; pasé mi juventud buscando la verdad, y ahora que
lo mejor de la vida se acaba, busco afanosa cualquier mentira agradable que me
sirva de Leteo para olvidar las verdades que sé.
Permítame usted, caballero, que
siga yo hablando sin dejarle a usted meter baza, porque esta es la costumbre de
todos los sabios del mundo, sean moscas o mosquitos. Yo nací en no sé qué
rincón de esta biblioteca; mis próximos ascendientes y otros de la tribu
volaron muy lejos de aquí en cuanto llegó la amable primavera de las moscas y
en cuanto vieron una ventana abierta; yo no pude seguir a los míos, porque don
Eufrasio me cogió un día que, con otros mosquitos inexpertos, le estaba yo
sorbiendo el seso que por la espaciosa calva sudaba el pobre señor; guardóme
debajo de una copa de cristal, y allí viví días y días, los mejores de mi
infancia. Servíle en numerosos experimentos científicos; pero como el resultado
de ellos no fuera satisfactorio, porque demostraba todo lo contrario de lo que
Macrocéfalo quería probar, que era la teoría cartesiana, que considera como
máquinas a los animales, el pobre sabio quiso matarme cegado por el orgullo,
tan mal herido en aquella lucha con la realidad.
Pero en la misma filosofía que iba
a ser causa de mi muerte hallé la salvación, porque en el momento de prepararme
el suplicio, que era un alfiler que debía atravesarme las entrañas, don
Eufrasio se rascó la cabeza, señal de que dudaba; y dudaba, en efecto, si tenía
o no tenía derecho para matarme. Ante todo, ¿es legítima a los ojos de la razón
la pena de muerte? Y dado que no lo sea, ¿los animales tienen derecho? Esto le
llevó a pensar lo que sería el derecho, y vio que era propiedad; pero
¿propiedad de qué? Y de cuestión en cuestión, don Eufrasio llegó al punto de
partida necesario para dar un solo paso en firme. Todo esto le ocupó muchos
meses, que fueron dilatando el plazo de mi muerte. Por fin, analíticamente,
Macrocéfalo llegó a considerar que era derecho suyo el quitarme de en medio;
pero como le faltaba el rabo por desollar, o sea la sintética que hace falta
para conocer el fundamento, el porqué, don Eufrasio no se decidió a matarme por
ahora, y está esperando el día en que llegue al primer principio, y desde allí
descienda por todo el sistema real de la ciencia, para acabar conmigo sin
mengua del imperativo categórico. Entretanto fue, sin conocerlo, tomándome
cariño, y al fin me dio la libertad relativa de volar por esta habitación; aquí
el aire caliente me guarda de los furores del invierno, y vivo, y vivo,
mientras mis compañeras habrán muerto por esos mundos, víctimas del frío que
debe hacer por ahí fuera. ¡Mas, con todo, yo envidio su suerte! Medir la vida
por el tiempo, ¡qué necedad! La vida no tiene otra medida que el placer, la
pasión desenfrenada, los accidentes infinitos que vienen sin que se sepa cómo
ni por qué, la incertidumbre de todas las horas, el peligro de cada momento, la
variedad de las impresiones siempre intensas. ¡Esa es la vida verdadera!
Calló la mosca para lanzar profundo
suspiro, y yo aproveché la ocasión y dije:
-Todo eso está muy bien, pero
todavía no me ha dicho usted cómo se las compone para hablar mejor que algunos
literatos...
-Un día -continuó la mosca, leyó
don Eufrasio en la Revista de Westminster, que dentro de veinte mil años,
acaso, los perros hablarían, y, preocupado con esta idea, se empeñó en
demostrar lo contrario; compró un perro, un podenco, y aquí, en mi presencia,
comenzó a darle lecciones de lenguaje hablado; el perro, quizá porque era
podenco, no pudo aprender, pero yo, en cambio, fui recogiendo todas las
enseñanzas que él perdía, y una noche, posándome en la calva de don Eufrasio,
le dije:
-Buenas noches, maestro, no sea
usted animal; los animales sí pueden hablar, siempre que tengan regular
disposición; los que no hablan son los podencos y los hombres que lo parecen.
Don Eufrasio se puso furioso
conmigo. Otra vez había echado yo por tierra sus teorías, pero yo no tenía la
culpa. Procuré tranquilizarle, y al fin creí que me perdonaba el delito de
contradecir todas sus doctrinas, cumpliendo las leyes de mi naturaleza. Perdido
por uno, perdido por ciento y uno, se dijo don Eufrasio, y accedió a mi deseo
de que me enseñara lenguas sabias y a leer y escribir. En poco tiempo supe yo
tanto chino y sánscrito como cualquier sabio español; leí todos los libros de
la biblioteca, pues para leer me basta pasearme por encima de las letras, y en
punto a escribir, seguí el sistema nuevo de hacerlo con los pies; ya escribo
regulares patas de mosca.
Yo creía al principio ¡incauta! que
Macrocéfalo había olvidado sus rencores: mas hoy comprendo que me hizo sabia
para mi martirio. ¡Bien supo lo que hacía!
Ni él ni yo somos felices. Tarde
los dos echamos de menos el placer, y daríamos todo lo que sabemos por una
aventurilla de un estudiante él, yo de un mosquito.
-¡Ay! una tarde -prosiguió la mosca-
me dijo el tirano: «Ea, hoy sales a paseo».
Y me llevó consigo.
Yo iba loca de contenta. ¡El aire
libre! ¡El espacio sin fin! Toda aquella inmensidad azul me parecía poco trecho
para volar. «No vayas lejos», me advirtió el sabio cuando me vio apartarme de
su lado. Yo tenía el propósito de huir, de huir por siempre. Llegamos al campo:
don Eufrasio se tendió sobre el césped, sacó un pastel y otras golosinas, y se
puso a merendar como un ignorante. Después se quedó dormido. Yo, con un poco de
miedo a aquella soledad, me planté sobre la nariz del sabio, como en una
atalaya, dispuesta a meterme en la boca entreabierta a la menor señal de
peligro. Había vuelto el verano, y el calor era sofocante. Los restos del
festín estaban por el suelo, y al olor apetitoso acudieron bien pronto
numerosos insectos de muchos géneros, que yo teóricamente conocía por la
zoología que había estudiado. Después llegó el bando zumbón de los moscones y
de las moscas mis hermanas. ¡Ay! en vez de la alegría que yo esperaba tener al
verlas, sentí pavor y envidia; los moscones me asustaban con sus gigantescos
corpachones, y sus zumbidos rimbombantes; las moscas me encantaban con la
gracia de sus movimientos, con el brillo de sus alas; pero al comprender que mi
figura raquítica era objeto de sus burlas, al ver que me miraban con desprecio,
yo, mosca macho, sentí la mayor amargura de la vida.
El sabio es el más capaz de amar a
la mujer; pero la mujer es incapaz de estimar al sabio. Lo que digo de la mujer
es también aplicable a las moscas. ¡Qué envidia, qué envidia sentí al
contemplar los fecundos juegos aéreos de aquellas coquetas enlutadas, todas con
mantilla, que huían de sus respectivos amantes, todos más gallardos que yo,
para tener el placer, y darlo, de encontrarse a lo mejor en el aire y caer
juntos a la tierra en apretado abrazo!
Volvió a callar la mosca infeliz;
temblaron sus alas rotas, y continuó tras larga pausa:
-Nessun maggior dolore
Che ricordarsi del tempo felice
Nella misseria...
Mientras yo devoraba la envidia y
la vergüenza de tenerla y de sentir miedo, una mosca, un ángel diré mejor,
abatió el vuelo y se posó a mi lado, sobre la nariz aguileña del sabio. Era
hermosa como la Venus negra, y en sus alas tenía todos los colores del iris;
verde y dorado era su cuerpo airoso; las extremidades eran robustas, bien
modeladas, y de movimientos tan seductores, que equivalían a los seis pies de
las Gracias aquellas patas de la mosca gentil. Sobre la nariz de don Eufrasio,
la hermosa aparecida se me antojaba Safo en el salto de Leucade. Yo, inmóvil,
la contemplé sin decir nada. ¿Con qué lenguaje se hablaría a aquella diosa? Yo
lo ignoraba. ¡Saber tantos idiomas, de qué me servía no sabiendo el del amor!
La mosca dorada se acercó a mí, anduvo alrededor, por fin se detuvo enfrente,
casi tocando mi cabeza con su cabeza. ¡Ya no vi más que sus ojos! Allí estaba
todo el universo. Kalé, dije en griego, creyendo que era aquella lengua la más
digna de la diosa de las alas de verde y oro. La mosca me entendió no porque
entendiera el griego, sino porque leyó el amor en mis ojos.
-Ven -me respondió hablando en el
lenguaje de mi madre, ven al festín de las migajas, serás tú mi pareja; yo soy
la más hermosa y a ti te escojo, porque el amor para mí es el capricho; no sé
amar, sólo sé agradecer que me amen; ven y volaremos juntos; yo fingiré que
huyo de ti...
-Sí, como Galatea, ya sé -dije
neciamente. Yo no entiendo de Galateas, pero te advierto que no hables en
latín; vuela en pos de mis alas, y en los aires encontrarás mis besos... Como
las velas de púrpura se extendían sobre las aguas jónicas de color de vino
tinto, que dijo Homero, así extendió sus alas aquella hechicera, y se fue por
el aire zumbando: ¡Ven, ven!... Quise seguirla, mas no pude. El amor me había
hecho vivir siglos en un minuto, no tuve fuerzas, y en vez de volar, caí en la
sima, en las fauces de don Eufrasio, que despertó despavorido, me sacó como
pudo de la boca, y no me dio muerte, porque aún no había llegado a la
metafísica sintética.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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