Serrano, pero además era otra doncella de Petra , aunque de más categoría que la que
oficialmente desempeñaba el cargo. Más que deberes taxativa-mente estipulados,
obligaba a J uana, en ciertos
servicios que tocaban en domésticos, su cariño, su gratitud hacia Petra, su
protectora y la que la había hecho feliz casándola con Pep e
Noval, un segundo galán cómico, muy pálido, muy triste en el siglo, y muy
alegre, ocurrente y gracioso en las tablas.
Noval había trabajado años y años en
provincias sin honra ni provecho, y cuando se vio, como en un asilo, en la
famosa compañía de la corte, a que daba el tono y el crédito Petra Serrano, se
creyó feliz cuanto cabía, sin ver que iba a serlo mucho más al enamorarse de J uana, conseguir su mano y encontrar, más que su
media naranja, su medio piñón; porque el grupo de marido y mujer, humildes,
modestos, siempre muy unidos, callados, menudillo él, delgada y no de mucho
bulto ella, no podía compararse a cosa tan grande, en su género, como la
naranja. En todas partes se les veía juntos, procurando ocupar entre los dos el
lugar que apenas bastaría para una persona de buen tamaño; y en todo era lo
mismo: comía cada cual media ración, hablaban entre los dos nada más tanto como
hablaría un solo taciturno; y en lo que cabía, cada cual suplía los quehaceres
del otro, llegado el caso. Así, Noval, sin descender a pormenores ridículos,
era algo criado de Petra
también, por seguir a su mujer.
El tiempo que J uana
tenía que estar separada de su marido, procuraba estar al lado de la Serrano. En el teatro,
en el cuarto de la primera dama, se veía casi siempre a su humilde compañera y
casi criada, la González.
La última mano al tocado de Petra siempre la daba J uana; y en cuanto no se la necesitaba iba a
sentarse, casi acurrucada, en un rincón de un diván, a oír y callar, a
observar, sobre todo; que era su pasión aprender en el mundo y en los libros
todo lo que podía. Leía mucho, juzgaba a su manera, sentía mucho y bien; pero
de todas estas gracias sólo sabía Pep e
Noval, su marido, su confidente, único ser del mundo ante el cual no le daba a
ella mucha vergüenza ser una mujer ingeniosa, instruida, elocuente y soñadora.
A solas, en casa, se lucían el uno ante el otro; porque también Noval tenía sus
habilidades: era un gran trágico y un gran cómico; pero delante del público y de los
compañeros no se atrevía a desenvolver sus facultades, que eran extrañas, que
chocaban con la rutina dominante. Profesaba Noval, sin grandes teorías, una escuela
de naturalidad escénica, de sinceridad patética, de jovialidad artística, que
exigía, para ser apreciada, condiciones muy diferentes de las que existían en
el gusto y las costumbres del público, de los autores, de los demás cómicos y
de los críticos. Ni el marido de J uana
tenía la pretensión de sacar a relucir su arte recóndito, ni J uana mostraba interés en que la gente se enterase
de que ella era lista, ingeniosa, perspicaz, capaz de sentir y ver rancho. Las
pocas veces que Noval había ensayado representar a su manera, separándose de la
rutina, en que se le tenía por un galán cómico muy aceptable, había recogido
sendos desengaños: ni el público ni los compañeros apreciaban ni entendían
aquella clase de naturalidad en lo cómico. Noval, sin odio ni hiel, se volvía a
su concha, a su humilde cáscara de actor de segunda fila. En casa se desquitaba
haciendo desternillarse de risa a su mujer, o aterrándola con el Otelo de su
invención y entristeciéndola con el Hamlet que él había ideado. Ella también
era mejor cómica en casa que en las tablas. En el teatro y ante el mando
entero, menos ante su marido, a solas, tenía un defecto que venía a hacer de
ella una lisiada del
arte, una sacerdotisa irregular
de Talía. Era el caso que, en cuanto tenía que hablar a varias personas que se
dignaban callar para escucharla, a J uana
se le ponía una telilla en la garganta y la voz le salía, como por un cendal,
velada, tenue; una voz de modestia histérica, de un timbre singular, que tenía
una especie de gracia inexplicable, para muy pocos, y que el público en general
sólo apreciaba en rarísimas ocasiones. A veces el papel, en determinados
momentos, se amoldaba al defecto fonético de la González , y en la sala
había un rumor de sorpresa, de agrado, que el público no se quería confesar, y
que despertaba leve murmullo de vergonzante admiración. Pasaba aquella ráfaga,
que daba a J uana más pena que
alegría, y todo volvía a su estado; la González seguía siendo una discreta actriz de las
más modestas, excelente amiga, nada envidiosa, servicial, agradecida, pero
casi, casi imposibilitada
para medrar y llamar la atención de veras. J uana
por sí, por sus pobres habilidades de la escena, no sentía aquel desvío, aquel
menosprecio compasivo; pero en cuanto al desdén con que se miraba el arte de su
marido, era otra cosa. En silencio, sin decírselo a él siquiera, la González sentía como una
espina la ceguera del público, que, por rutina, era injusto con Noval; por no
ser lince.
* * *
Una noche entró en el cuarto de la Serrano el crítico a quien
J uana, a sus solas, consideraba como
el único que sabía comprender y sentir lo bueno y mirar su oficio con toda la
honradez escrupulosa que requiere. Era D. Ramón Baluarte, que frisaba en los
cuarenta y cinco, uno de los pocos ídolos literarios a quien J uana tributaba culto secreto, tan secreto, que ni
siquiera sabía de él su marido. J uana
había descubierto en Baluarte la absoluta sinceridad literaria, que consiste en
identificar nuestra moralidad con nuestra pluma, gracia suprema que supone el
verdadero dominio del
arte, cuando este es reflexivo, o un candor primitivo, que sólo tuvo la poesía
cuando todavía no era cosa de literatura. No escandalizar jamás, no mentir
jamás, no engañarse ni engañar a los demás, tenía que ser el lema de aquella
sinceridad literaria que tan pocos consiguen y que los más ni siquiera
procuran. Baluarte, con tales condiciones, que J uana
había adivinado a fuerza de admiración, tenía pocos amigos verdaderos, aunque
sí muchos admiradores, no pocos envidiosos e infinitos partidarios, por temor a
su imparcialidad terrible. Aquella impar-cialidad había sido negada, combatida,
hasta vituperada, pero se había ido imponiendo; en el fondo, todos creían en
ella y la acataban de grado o por fuerza: esta era la gran ventaja de Baluarte;
otros le habían superado en ciencia, en habilidad de estilo, en amenidad y
original inventiva; pero los juicios de D. Ramón continuaban siendo los
definitivos. Aparentemente se le hacía poco caso; no era académico, ni figuraba
en la lista de eminencias que suelen tener estereotipadas los periódicos, y a
pesar de todo, su voto era el de más calidad para todos.
Iba poco a los teatros, y rara vez entraba
en los saloncillos y en los cuartos de los cómicos. No le gustaban cierta clase
de intimidades, que haría dificilísima su tarea infalible de justiciero. Todo
esto encantaba a J uana, que le oía
como a un oráculo, que devoraba sus artículos... y que nunca había hablado con
él, de miedo; por no encontrar nada digno de que lo oyera aquel señor.
Baluarte, que visitaba a la
Serrano más que a otros artistas, porque era una de las pocas
eminencias del teatro a quien
tenía en mucho y a quien elogiaba con la conciencia tranquila, Baluarte jamás
se había fijado en aquella joven que oía, siempre callada, desde un rincón del
cuarto, ocupando el menor espacio posible.
La noche de que se trata, D. Ramón entró muy
alegre, más decidor que otras veces, y apretó con efusión la mano que Petra,
radiante de expresión y alegría, le tendió en busca de una enhorabuena que iba
a estimar mucho más que todos los regalos que tenía esparcidos sobre las mesas
de la sala contigua.
-Muy bien, Petrica, muy bien; de veras bien.
Se ha querido usted lucir en su beneficio. Eso es naturalidad, fuerza,
frescura, gracia, vida; muy bien.
No dijo más Baluarte. Pero bastante era. Petra no veía su imagen
en el espejo, de puro orgullo; de orgullo no, de vanidad, casi convertida de
vicio en virtud por el agradecimiento. No había que esperar más elogios; D.
Ramón no se repetía; pero la
Serrano se puso a rumiar despacio lo que había oído.
A poco rato, D. Ramón añadió:
-¡Ah! Pero entendámonos; no es usted sola
quien está de enhorabuena: he visto ahí un muchacho, uno pequeño, muy modesto , el que tiene con
usted aquella escena incidental de la limosna...
-Pepito, Pep e
Noval...
-No sé cómo se llama. Ha estado admirable.
Me ha hecho ver todo un teatro como
debía haberlo y no lo hay... El chico
tal vez no sabrá lo que hizo... pero estuvo de veras inspirado. Se le aplaudió,
pero fue poco. ¡Oh! Cosa soberbia. Como no le
echen a perder con elogios tontos y malos ejemplos, ese chico tal vez sea una maravilla... Petra , a quien la alegría deslumbraba de modo que la hacía
buena y no la dejaba sentir la envidia, se volvió sonriente hacia el rincón de J uana, que estaba como
la grana, con la mirada
extática, fija en D. Ramón Baluarte.
-Ya lo oyes, J uana;
y cuenta que el señor Baluarte no adula.
-¿Esta señorita?...
-Esta señora es la esposa de Pep ito Noval, a quien usted tan justamente elogia.
Don Ramón se puso algo encarnado, temeroso de que se creyera en un ardid suyo
para halagar vanidades. Miró a J uana,
y dijo con voz algo seca:
-He dicho la pura verdad.
Juana sintió mucho, después, no haber podido
dar las gracias.
Pero, amigo, la ronquera ordinaria se había
convertido en afonía.
No le salía la voz de la garganta. Pensó, de
puro agradecida y entusiasmada, algo así como
aquello de «Hágase en mí según tu palabra»; pero decir, no dijo nada. Se
inclinó, se puso pálida, saludó muy a lo zurdo; por poco se cae del diván... Murmuró no
se sabe qué gorjeos roncos... pero lo que se llama hablar, ni pizca. ¡Su D.
Ramón, el de sus idolatrías solitarias de lectora, admirando a su Pep e, a su marido de su alma ! ¿Había felicidad mayor posible? No, no
la había.
Baluarte, en noches posteriores, reparó
varias veces en un joven que entre bastidores le saludaba y sonreía como adorándole era Pep e Noval, a quien su mujer se lo había contado
todo. El chico sintió el mismo placer que su
esposa, más el incomunicable del
amor propio satisfecho; pero tampoco dio las gracias al crítico, porque le
pareció una impertinencia. ¡Buena falta le hace a Baluarte, pensaba él, mi
agradecimiento! Además, le tenía miedo. Saludarle, adorarle al paso, bien; pero
hablarle, ¡quiá!
* * *
Murió Pep e
Noval de viruelas, y su viuda se retiró del
teatro, creyendo que para lo poco que habría de vivir, faltándole Pep e, le bastaba con sus mezquinos ahorrillos. Pero
no fue así; la vida, aunque tristísima, se prolongaba; el hambre venía, y hubo
que volver al trabajo. Pero ¡cuán otra volvió! El dolor, la tristeza, la
soledad, habían impreso en el rostro, en los gestos, en el ademán, y hasta en
toda la figura de aquella mujer, la solemne pátina de la pena moral,
invencible, como fatal, trágica; sus atractivos de modesta y taciturna, se
mezclaban ahora en graciosa armonía con este reflejo exterior y melancólico de
las amarguras de su alma. Parecía, además, como que todo su talento se había trasladado
a la acción; parecía también que había heredado la habilidad recóndita de su
marido. La voz era la misma de siempre. Por eso el público, que al verla ahora
al lado de Petra Serrano otra vez se fijó más, y desde luego, en J uana González, empezó a llamarla y aun a alabarla
con este apodo: La Ronca. La
Ronca fue en adelante para público, actores y críticos. Aquella voz
velada, en los momentos de pasión concentrada, como pudorosa, era de efecto mágico; en las
circuns-tancias ordinarias constituía un defecto que tenía cierta gracia, pero
un defecto. A la pobre le faltaba el pito,
decían los compañeros en la jerga brutal de bastidores.
Don Ramón Baluarte fue desde luego el
principal mantenedor del
gran mérito que había mostrado J uana
en su segunda época. Ella se lo agradeció como él no podía sospechar: en el
corazón de la sentimental y noble viuda, la gratitud al hombre admirado, que
había sabido admirar a su vez al pobre Noval, al adorado esposo perdido, tal
gratitud fue en adelante una especie de monumento que ella conservaba, y al pie
del cual velaba, consagrándole al recuerdo del cómico ya olvidado por el mundo.
J uana, en secreto, pagaba a Baluarte
el bien que le había hecho leyendo mucho sus obras, pensando sobre ellas,
llorando sobre ellas, viviendo según el espíritu de una especie de evangelismo estético, que se
desprendía, como un aroma, de las doctrinas y de
las frases del crítico artista, del crítico apóstol. Se
Hablaron, se trataron; fueron amigos. La Serrano los miraba y se sonreía; estaba enterada;
conocía el entusiasmo de J uana por
Baluarte; un entusiasmo que, en su opinión, iba mucho más lejos de lo que sospechaba
J uana misma... Si al principio los
triunfos de la González
la alarmaron un poco, ella, que también progresaba, que también aprendía, no
tardó mucho en tranquilizarse; y de aquí que, si la envidia había nacido en su
alma, se había secado con un desinfectante prodigioso: el amor propio, la
vanidad satisfecha; J uana, pensaba
Petra, siempre tendrá la irremediable inferioridad de la voz, siempre será La Ronca ;
el capricho, el alambicamiento podrán encontrar gracia a ratos en ese
defecto... pero es una placa resquebrajada, suena mal, no me igualará nunca.
En tanto la González procuraba
aprender, progresar; quería subir mucho en el arte, para desagraviar en su
persona a su marido olvidado; seguía las huellas de su ejemplo; ponía en
práctica las doctrinas ocultas de Pep e,
y además se esmeraba en seguir los consejos de Baluarte, de su ídolo estético;
y por agradarle a él lo hacía todo; y hasta que llegaba la hora de su juicio,
no venía para J uana el momento de la
recompensa que merecían sus esfuerzos y su talento. En esta vida llegó a
sentirse hasta feliz, con un poco de remordimiento. En su alma
juntaba el amor del muerto, el amor del arte y el amor del
maestro amigo. Verle casi todas las noches, oírle de tarde en tarde una frase
de elogio, de animación, ¡qué dicha!
* * *
Una noche se trataba con toda solemnidad en
el saloncillo de la Serrano
la ardua cuestión de quiénes debían ser los pocos artistas del teatro Español a
quien el Gobierno había de designar para representar dignamente nuestra escena
en una especie de certamen teatral que celebraba una gran corte extranjera.
Había que escoger con mucho cuidado; no habían de ir más que las eminencias que
fuera de España pudieran parecerlo también. Baluarte era el designado por el
Ministro de Fomento para la elección, aunque oficialmente la cosa parecía
encargada a una Comisión de varios. En realidad, Baluarte era el árbitro. De
esto se trataba; en otra compañía ya
había escogido; ahora había que escoger en la de Petra .
Se había convenido ya, es claro, en que iría
al certamen, exposición o lo que fuese, Petra Serrano. Baluarte, en pocas
palabras, dio a entender la sinceridad con que proclamaba el sólido mérito de
la actriz ilustre. Después, no con tanta
facilidad, se decidió que la acompañara Fernando, galán joven que a su lado se
había hecho eminente de veras. En el saloncillo estaban las principales partes
de la compañía; Baluarte y otros dos o tres literatos, íntimos de la casa. Hubo un momento de silencio
embarazoso. En el rincón de siempre, de antaño, J uana
González, como
en capilla, con la frente humillada, ardiendo de ansiedad, esperaba una
sentencia en palabras o en una preterición dolorosa. «¡Baluarte no se acordaba
de ella!». Los ojos de Petra brillaban con el
sublime y satánico esplendor del
egoísmo en el paroxismo. Pero callaba. Un infame, un envidioso, un cómico envidioso, se atrevió a decir:
-Y... ¿no va La Ronca ?
Baluarte, sin miedo, tranquilo, sin vacilar,
como si en el
mundo no hubiera más que una balanza y una espada, y no hubiera corazones, ni
amor propio, ni nervios de artista, dijo al punto, con el tono más natural y
sencillo:
-¿Quién, J uanita?
No; J uana ya sabe donde llega su
mérito. Su talento es grande, pero... no es a propósito para el empero de que
se trata. No puede ir más que lo primero de lo primero.
Y sonriendo, añadió:
-Esa voz que a mí me encanta muchas veces...
en arte, en puro arte, en arte de exposición, de rivalidad, la perjudica. Lo
absoluto es lo absoluto.
No se habló más. El silencio se hizo
insoportable, y se disolvió la reunión. Todos comprendieron que allí, con la
apariencia más tranquila, había pasado algo grave.
Quedaron solos Petra y Baluarte. J uana había desaparecido. La Serrano , radiante, llena
de gratitud por aquel triunfo, que sólo se podía deber a un Baluarte, le dijo,
por ver si le hacía feliz también halagando su vanidad:
-¡Buena la ha hecho usted! Estos sacerdotes de la crítica son
implacables. Pero criatura, ¿usted no sabe que le ha dado un golpe mortal a la
pobre J uana? ¿No sabe usted... que
ese desaire... la mata?
Y volviéndose al crítico con ojos de pasión,
y tocándole casi el rostro con el suyo, añadió con misterio:
-¿Usted no sabe, no ha comprendido que J uana está enamorada... loca... perdida por su
Baluarte, por su ídolo; que todas las noches duerme con un libro de usted entre
sus manos; que le adora?
* * *
Al día siguiente se supo que La Ronca había salido de Madrid , dejando la compañía, dejándolo todo.
No se la volvió a ver en un teatro hasta que años después el hambre la echó
otra vez a los de provincias, como
echa al lobo a poblado en el invierno.
Don Ramón Baluarte era un hombre que había
nacido para el amor, y envejecía soltero, porque nunca le había amado una mujer
como él quería
ser amado. El corazón le dijo entonces que la mujer que le amaba como él quería era La Ronca ,
la de la fuga. ¡A buena hora!
Y decía suspirando el crítico al acostarse:
-¡El demonio del sacerdocio!
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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