Don Baltasar Miajas llevaba de empleado en
una oficina de Madrid más de veinte años; primero había tenido ocho mil reales
de sueldo, después diez, después doce y después... diez; porque quedó cesante,
no hubo manera de reponerle en su último empleo, y tuvo que contentarse, pues
era peor morirse de hambre, en compañía de todos los suyos, con el sueldo
inmediato... inferior. -¡Esto me rejuvenece! -decía con una ironía
inocentísima; humillado, pero sin vergüenza, porque «él no había hecho nada
feo», y a los Catones de plantilla que le aconsejaban renunciar el destino por
dignidad, les contestaba con buenas palabras, dándoles la razón, pero decidido
a no dimitir, ¡qué atrocidad! Al poco tiempo, cuando todavía algunos
compañeros, más por molestarle que por espíritu de cuerpo, hablaban con
indignación del «caso inaudito de Miajas», el
interesado ya no se acordaba de querer mal a nadie por causa del
bajón de marras, y estaba con sus diez mil como si en la vida hubiese tenido doce.
Otras varias veces hubo tentativas de
dejarle cesante, por no tener padrinos, aldabas, como decía él con grandísimo respeto; pero no
se consumaba el delito; porque, a falta de recomendaciones de personajes, tenía
la de ser necesario en aquella mesa que él manejaba hacía tanto tiempo. Ningún
jefe quería prescindir de él y esto le valió en adelante, no para ascender, que
no ascendía, sino para no caer. Sin embargo, no las tenía todas consigo, y a
cada cambio de ministerio se decía: «¡Dios mío! ¡Si me bajarán a ocho!»
Por lo demás, no pensaba en la cosa pública
más que cuando había crisis. Hasta que los chicos anunciaban por las calles:
«¡El extraordinario con la caída del Ministerio!» Don1 Baltasar no se acordaba de que había
Estado, ni gobierno, ni intereses públicos en el mundo. Y no era que no
comprase todas las noches, al retirarse, su periódico. Pero no era por la
política: era por las charadas, los acertijos, anagramas, etc., etc.
Se metía en casa, y rodeado de su mujer y de
sus tres hijos, dos varones y una
hembra, pequeñuelos todavía, se entregaba a las dulzuras del hogar, de las
zapatillas suizas, y de la sección amena de su periódico. No aborrecía el
mundo, no era misántropo; pero no estaba a gusto más que entre los suyos, que
eran la familia de que va hecho mérito, y unos cincuenta tiestos con flores, y
veinte pájaros que tenía y cuidaba en un estrechísimo terrado, a que le daba
derecho su cuarto piso con honores de guardilla. Era en la calle de Ferraz;
desde aquella altura disfrutaba la vista de un panorama que le parecía
asombroso, sobre todo por el silencio, por la soledad , por la luz esplendorosa y por el
aire puro. Allí no venía a interrumpirle en sus contemplaciones de anacoreta
lego o de bramán sin cavilaciones, más bicho viviente que éste o el otro gato,
que se le quedaba mirando, también perezoso, también soñador y amigo de aquella
soledad en la altura.
Miajas bajaba al mundo pensando en sus
flores, sus aves y sus hijos; se enfrascaba en los expedientes con la afición
que le había ido dando el amor al cumplimiento exacto del deber, y de todo lo demás que le rodeaba
allá abajo no se daba cuenta siquiera. Como
donde él vivía de veras, con toda el alma ,
era en su cuarto piso, en su terrado principalmente, las calles, la oficina,
los paseos, todo le parecía metido en un pozo rastrero, ahogado...in
inferis-¡Sursum corda! le gritaba el pecho, aunque no en latín; y en cuanto
podía, ¡arriba! ¡al terrado!La impureza del
aire de abajo era para Miajas una preocupación constante; creía deber la salud
al aire puro de su retiro empingorotado. Cuando oía hablar de las
prevaricaciones y manos puercas de muchos sujetos, algunos compañeros suyos, y
pensaba con orgullo, en su inmaculada honradez, en su probidad segura, achacaba
la diferencia por asociación de ideas, o mejor de imágenes, a la impureza del
aire que se respiraba allá abajo. Se le figuraba que aquellas pobres gentes que
casi nunca se codeaban con los gatos allá por las nubes, que no recibían, horas
y horas, los soplos del aire puro, cerca del cielo, bajo torrentes de luz, en
atmósfera transparente, se iban llenando de microbios morales que producían
aquellas debilidades de conciencia, aquellas tristes caídas. Pero, en general,
pensaba muy poco en todo esto. No le importaba lo que hacían los demás, y
tampoco dedicaba mucho tiempo a recordar los propios méritos y servicios. Así,
que casi tenía olvidadas ciertas visitas que le habían hecho illo tempore, en
su humilde guardilla disimulada, ilustres personajes de la política y del foro. Dos habían
sido los señorones que habían venido a pedir algo al pobre Miajas a tales
alturas.
La oficina de don Baltasar era muy
importante porque en ella se despachaban asuntos de muchísimo dinero, y como,
en último resultado, el que entendía y en realidad resolvía las arduas
cuestiones de minas o cosa así de que se trataba, era don Baltasar, y solo él;
los que entendían de veras la aguja de marear querían y procuraban tenerlo de
su parte; pues aún suponiendo que más arriba se quisiera atender más al favor
que a la justicia y a la ley, mucho era, y en ocasiones indispensable,
contar con el informe de aquel perito incorruptible. Una emperatriz o cosa así,
tenía grandísimos intereses en cierto negocio famoso, y era, abogado y
principal agente de la ilustre dama un santón político de los primeros, muy
popular, elocuente... y largo. No se anduvo en chiquitas; con sus aires
democráticos, subió al cuarto piso de Miajas, y entre bromitas, confianzas,
promesas y veladísimas amenazas procuró ganar el ánimo del modestísimo empleado de diez mil reales,
de quien ¡oh, escándalo! en realidad dependía aquel asunto que importaba tantos
millones. -Pero ¡ay, amigo! que el ilustre prócer no tenía razón; y Miajas,
avergonzado, sintiéndolo infinito, como si cometiera un delito de lesa majestad
o por lo menos de lesa soberanía nacional... dijo nones, y el señor aquél,
elocuentísimo, jefe de partido, casi árbitro de los destinos del país, en
ocasiones, tuvo que bajar el ciento y pico de escaleras, lo mismo que las había
subido, sin sacar nada en limpio, porque allí no se podía hacer nada sucio.
-Este triunfo no dejaba de halagar a don Baltasar, más que por el mérito de su
honrada resistencia, por el honor de haber tenido en su casa, y suplicándole en
vano y tratando de convencerle a tan conspicuo personaje. Sin embargo, se le
mezclaba esta satisfacción con el remordimiento de no haber podido complacer a
una eminencia como aquella, y también tenía
cierto escozor que era así como
vagos temores de que algún día aquel prócer se vengara dejándole cesante,
o por lo menos... bajándole a ocho.
La otra visita fue de otro santón no menos
ilustre o influyente, también demócrata y que era un especialista en materias
de conciencia. Cuando él, en un discurso decía: ¡Mi conciencia! Parecía decir:
¡Mis pergaminos! Pues él también andaba en cosas de minas, y también subió las
cien escaleras y pico. Pero éste hizo ante todo grandes protestas de la pureza
de sus intenciones; con toda sinceridad mostraba el gran disgusto que tenía
solo con pensar que don Baltasar pudiera creer que venía a sobornarle, a
deslumbrarle... Venía a convencerle; no tenía que esperar Miajas ni premio ni
castigo, resolviese lo que quisiera. Se hablaba a su convicción y nada más. Y
el señor de la conciencia sacó unos papelitos y los leyó; y discutieron él y
Miajas, y después de dos horas, con la mayor naturalidad, don Baltasar declaró
que aquel ilustre prohombre tenía razón, que la ley estaba con él y que el
negociado informaría, si a él se le hacía caso, como pedía el insigne
caballero, que de resultas se ganaría acaso millones. Y se fue el señor
rectísimo, dejando a Miajas los papelitos aquellos, con su firma, y no volvió
en la vida; ni el empleado de diez mil reales le debió jamás favor alguno ni se
lo encontró cara a cara otra vez. No importaba: él guardaba como un tesoro los papelitos y sin decírselo
a nadie, saboreaba el orgullo de haber tenido ante sí, tan fino, tan amable, al
hombre más severo de España, al Catón más tieso de la Península. Pero
después de algún tiempo fue olvidando la aventura y por fin ya disfrutaba de la
contemplación de la propia honradez como
de una cosa muy insípida, sin mérito grande, aunque indispensable. Estaba
dispuesto a morir de hambre antes que a prevaricar en lo más insignificante.
Pero el placer de este estado de alma era ya para él muy inferior al que le
proporcionaba la solución de un jeroglífico.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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