Translate

sábado, 21 de junio de 2014

Las dos cajas - Cap. V

El Iris se abría a las ocho de la mañana en invierno. Los mozos, soñolientos, barrían, limpiaban los bancos, deshacían las torres de sillas que había sobre las mesas, y se iban los más a dormir otra vez. Quedaban dos o tres para el poco servicio de la mañana. Leía uno el Diario, periódico de primer orden en la provincia; otro jugaba con el gato. En el mostrador, silencio. El piano, bien cerrado y abrigadito con su funda verde, extendía su cola sobre la plataforma de pino blanco, majestuoso en su sueño de toda la mañana. Estaba la plataforma en medio de la sala, rodeada por un antepecho de madera pintada de azul y oro. Sobre un musiquero había algunos libros y piezas sueltas de música. Al otro lado del piano una silla alta forrada de terciopelo carmesí, oriunda de algún teatro. Allí se sentaba «el señor de Madrid», la celebridad que cobraba cinco duros todas las noches y cenaba de balde. Los mozos del Iris no ocultaban su orgullo. La cerillera del portal, que vendía toda la prensa de Madrid y de provincias, oía con religiosa atención a Lucas, el mozo más viejo del Iris, por la milésima vez, su maravillosa narración.
-El señor de Madrid fue contratado primero por esos granujas del café del Gran Mundo, esos tipos llenos de fantasía que se están empeñando hasta las orejas por hacernos perder a todos... pero ¿ve usted cuánto rumbo y cuánto convite a los de los papeles?, pues bueno, señora Engracia, por peso de más, peso de menos, el señor de Madrid se quedó sin la contrata y los de allá sin su músico. Entonces el amo, que lo supo, el amo, que sabe gastar de veras y sin ponerlo en el diario, fue ¿y qué hizo? Pues nada, llamó al señor de Madrid y le dijo:
-¿Que los cinco duros?, pues los cinco duros ¿y que cena?, pues que cena.  
-Ahora los de allá, despechaos, claro, dicen que valiente ganga, que ellos hacen más ruido; que este señor de Madrid es un arruinao, un trasto viejo; y la verdad es que la gente se va al Gran Mundo, porque este pueblo, señora Engracia no es filantrópico, y vamos... que no sabe de música; pero V. lo sabe, V. le ha oído, el de Madrid toca como un ángel; y el pobrecillo pone una cara de bueno pa tocar...
La señora Engracia estaba de acuerdo con Lucas, y no había disputa; el mozo se volvía a retozar con el gato.
Por la tarde el Iris se llenaba de gente del campo, que en aquella tierra dejan sus faenas mucho antes de que el sol se ponga. Con su manta al hombro muchos, casi todos con su pañuelo de colores atado a la cabeza, entraban con aire satisfecho, pisando fuerte y llamando recio al mozo.
De cinco a siete había música. Pero nada más que de piano. El señor de Madrid tocaba por la noche.
El pianista ganaba cuatro pesetas y cenaba también. Era un viejo calvo, grueso, lacio, mustio. La expresión de su rostro era la de un carnero cansado, momentos antes de morir. Vivía de cobrar un tanto por ciento al clero catedral por derechos de habilitado, y de tocar el piano en el Iris. En lo mejor de su edad, a los treinta años, había compuesto habaneras y algunas variaciones sobre la jota; pero ya no escribía música; la copiaba y le iba mejor; se vendía, aunque barata. Él prefería la introducción de Semíramis, Safo, La Cenerentola, pero el público quería novedades peligrosas, música francesa, una prostitución. Y tocaba lo que mandaba el amo del Iris.
Menos mal por las noches, desde que había venido el señor Rodríguez, un violinista muy aceptable, de la buena escuela. Don Ramón Betegón, el pianista, concluida su tarea de la tarde se iba a comer y volvía al Iris a las ocho y media.
Ya estaba allí Rodríguez, con su mujer, su hijo y la niñera, alrededor de una mesa cerca de la plataforma.
-Doña Carmen, muy buenas noches -decía Betegón.
Daba un beso a Robertito, un apretón de manos a Ventura y se iba al piano.
Razón tenía Lucas; los habitantes de aquella ciudad noble y leal no eran filantrópicos. El café estaba lleno, eso sí; pero no había lo que en aquella tierra, y en otras muchas se llama todavía personas decentes.
Acudían muchos artesanos con los tiznes del trabajo en la cara, de mano callosa y torpe en el manejo de vidrios y lozas del servicio; abundaban los mozos de coches y carros, los pillastres de variadas profesiones, algunas ilícitas; había algunos soldados, casi todos con galones, más cabos que sargentos, y más distinguidos que cabos. Y sobre todo, muchos campesinos que viven en la heroica ciudad y son capaces de madrugar con el sol y acostarse tarde, por darse aires de señorío y desembrutecerse con el café y la música. Algunas mujeres honradas, de pueblo, acompañaban a sus maridos padres o hijos mirándolo todo con curiosos ojos que no ven claro, saboreando el gasto con usura; hablaban en voz baja y tomaban su café con religiosa ceremonia, pensando en la importancia de los 25 céntimos que cuesta.
El sexo débil estaba más bulliciosamente representado por algunas mozas del partido, que ordinariamente guardaban la  compostura debida, pero que a veces olvidaban su comedimiento riendo como en el lupanar. Algún prudente ¡chisss!... de Lucas imponía silencio, y la buena crianza volvía a reinar en aquella reunión, donde los pobres procuraban adquirir uno de los vicios más necios de los que pueden gastar dos reales en lo superfluo y mucho tiempo en lo innecesario.
Una noche tocaba Ventura Dichter und Baüer (poeta y aldeano), y le acompañaba con mucho gusto el Sr. Betegón en el piano. Allí cerca, junto a la plataforma, Carmen, la digna esposa, el consuelo constante de tantas pesadumbres, apoyaba un codo en la mesa de siempre y contemplaba amorosa a su marido. Carmen era ya su único admirador; en realidad su único público. ¡Aquellos labriegos, aquellos artesanos le oían como quien oye llover! Se les había dicho que el señor de Madrid cobraba cinco duros (eran tres pero se había convenido en decir cinco), y con esto tenían bastante: saboreaban el café y el placer de estar oyendo a un ricazo de la corte, que estaba allí para divertirles a ellos. Entre los pillastres había quien le miraba con cierta insolencia, como diciendo: no creas que me asustas, yo he oído cosas mejores, he estado en Madrid y no me asombro por tan poco.
Al terminar una pieza sonaban algunos aplausos; era cuando querían que se repitiese, por gusto de hacer trabajar más a los músicos, por sacarle más jugo al real del café. Después de la repetición nunca se aplaudía, porque eso sería pedir otra repetición, y allí no se querían gollerías. Los domingos había muchos más consumidores: venían al Iris niños y perros, y el estrépito era infernal. Cuando algún trozo de música alegre les llegaba al alma, como un solo hombre los baturros pedían «¡La jota, la jota! Venga la jota...».
Carmen se ponía como un tomate allá abajo, en su banco pegado a la pared, y miraba al pobre Ventura como diciéndole:
-¡Perdónales, no saben lo que hacen!... -y a Ventura aquello de «¡la jota!» le sonaba como si dijeran -¡Crucifícale, crucifícale!
Carmen tomaba café en el Iris; el niño jugaba con la niñera, porque su padre quería tenerle cerca, le necesitaba allí para decidirse a ganar el pan de cada día. A las diez madre, hijo y criada se iban a casa muy tapaditos. Ventura no dejaba a nadie el cuidado de envolver a Roberto en mantones y pañuelos; le daba cien besos y le ponía en brazos de la muchacha.
Carmen se despedía con una sonrisa animadora... y él los veía marchar, triste, con una tristeza dulce, lánguida, resignada; y entonces, a solas ya con su violín, entre aquel populacho bueno, pero sin ojos para sus penas ni para su arte, tocaba Ventura, sin conocerlo acaso, como en sus mejores tiempos, mejor tal vez, tal vez como lo pedía aquella su invención de la música sencilla, sincera, buena, santa, de que ya no se acordaba, o por lo menos en que ya no creía. Y entre el ruido de las cucharillas, patadas, toses, voces de «¡café!, ¡que mancho!, ¡mozo! ¡El Imparcial!» sonaba el violín como una queja de un alma dolorida por pena eterna, ante un Dios eternamente sordo a las quejas de las almas. Don Ramón Betegón, impasible, abofeteaba el piano y aprovechaba los solos de Ventura para dar tres o cuatro chupaditas al cigarro... Ventura tocaba entonces en el Iris como en su jardín de Madrid; los parroquianos eran testigos tan inteligentes como los árboles... peores, porque los árboles no pedían la jota.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

No hay comentarios:

Publicar un comentario