El Iris se abría a las ocho de la mañana en invierno. Los mozos,
soñolientos, barrían, limpiaban los bancos, deshacían las torres de sillas que
había sobre las mesas, y se iban los más a dormir otra vez. Quedaban dos o tres
para el poco servicio de la mañana. Leía uno el Diario, periódico de primer orden en la provincia; otro jugaba con
el gato. En el mostrador, silencio. El piano, bien cerrado y abrigadito con su
funda verde, extendía su cola sobre la plataforma de pino blanco, majestuoso en
su sueño de toda la mañana. Estaba la plataforma en medio de la sala, rodeada
por un antepecho de madera pintada de azul y oro. Sobre un musiquero había
algunos libros y piezas sueltas de música. Al otro lado del piano una silla
alta forrada de terciopelo carmesí, oriunda de algún teatro. Allí se sentaba
«el señor de Madrid», la celebridad que cobraba cinco duros todas las noches y
cenaba de balde. Los mozos del Iris
no ocultaban su orgullo. La cerillera del portal, que vendía toda la prensa de
Madrid y de provincias, oía con religiosa atención a Lucas ,
el mozo más viejo del Iris, por la
milésima vez, su maravillosa narración.
-El señor de Madrid fue
contratado primero por esos granujas del café del Gra n Mundo, esos tipos llenos de fantasía
que se están empeñando hasta las orejas por hacernos perder a todos... pero ¿ve
usted cuánto rumbo y cuánto convite a los de los papeles?, pues bueno, señora
Engracia, por peso de más, peso de menos, el señor de Madrid se quedó sin la
contrata y los de allá sin su músico. Entonces el amo, que lo supo, el amo, que
sabe gastar de veras y sin ponerlo en el diario, fue ¿y qué hizo? Pues nada,
llamó al señor de Madrid y le dijo:
-¿Que los cinco duros?,
pues los cinco duros ¿y que cena?, pues que cena.
-Ahora los de allá,
despechaos, claro, dicen que valiente ganga, que ellos hacen más ruido; que
este señor de Madrid es un arruinao, un trasto viejo; y la verdad es que la
gente se va al Gra n Mundo, porque este pueblo, señora
Engracia no es filantrópico, y vamos... que no sabe de música; pero V. lo sabe,
V. le ha oído, el de Madrid toca como un ángel; y el pobrecillo pone una cara
de bueno pa tocar...
La señora Engracia
estaba de acuerdo con Lucas , y no
había disputa; el mozo se volvía a retozar con el gato.
Por la tarde el Iris se llenaba de gente del campo, que
en aquella tierra dejan sus faenas mucho antes de que el sol se ponga. Con su
manta al hombro muchos, casi todos con su pañuelo de colores atado a la cabeza,
entraban con aire satisfecho, pisando fuerte y llamando recio al mozo.
De cinco a siete había
música. Pero nada más que de piano. El señor de Madrid tocaba por la noche.
El pianista ganaba
cuatro pesetas y cenaba también. Era un viejo calvo, grueso, lacio, mustio. La
expresión de su rostro era la de un carnero cansado, momentos antes de morir.
Vivía de cobrar un tanto por ciento al clero catedral por derechos de
habilitado, y de tocar el piano en el Iris.
En lo mejor de su edad, a los treinta años, había compuesto habaneras y algunas
variaciones sobre la jota; pero ya no escribía música; la copiaba y le iba
mejor; se vendía, aunque barata. Él prefería la introducción de Semíramis, Safo, La Cenerentola , pero
el público quería novedades peligrosas, música francesa, una prostitución. Y tocaba
lo que mandaba el amo del Iris.
Menos mal por las
noches, desde que había venido el señor Rodríguez, un violinista muy aceptable,
de la buena escuela. Don Ramón Betegón, el pianista, concluida su tarea de la
tarde se iba a comer y volvía al Iris
a las ocho y media.
Ya estaba allí
Rodríguez, con su mujer, su hijo y la niñera, alrededor de una mesa cerca de la
plataforma.
-Doña Carmen, muy
buenas noches -decía Betegón.
Daba un beso a
Robertito, un apretón de manos a Ventura y se iba al piano.
Razón tenía Lucas ; los habitantes de aquella ciudad noble y leal
no eran filantrópicos. El café estaba
lleno, eso sí; pero no había lo que en aquella tierra, y en otras muchas se
llama todavía personas decentes.
Acudían muchos
artesanos con los tiznes del trabajo en la cara, de mano callosa y torpe en el
manejo de vidrios y lozas del servicio; abundaban los mozos de coches y carros,
los pillastres de variadas profesiones, algunas ilícitas; había algunos
soldados, casi todos con galones, más cabos que sargentos, y más distinguidos
que cabos. Y sobre todo, muchos campesinos que viven en la heroica ciudad y son
capaces de madrugar con el sol y acostarse tarde, por darse aires de señorío y desembrutecerse con el café y la música.
Algunas mujeres honradas, de pueblo, acompañaban a sus maridos padres o hijos
mirándolo todo con curiosos ojos que no ven claro, saboreando el gasto con
usura; hablaban en voz baja y tomaban su café con religiosa ceremonia, pensando
en la importancia de los 25 céntimos que cuesta.
El sexo débil estaba
más bulliciosamente representado por algunas mozas del partido, que
ordinariamente guardaban la compostura debida, pero que a veces olvidaban
su comedimiento riendo como en el lupanar. Algún prudente ¡chisss!... de Lucas imponía silencio, y la buena crianza volvía a
reinar en aquella reunión, donde los pobres procuraban adquirir uno de los
vicios más necios de los que pueden gastar dos reales en lo superfluo y mucho
tiempo en lo innecesario.
Una noche tocaba
Ventura Dichter und Baüer (poeta y aldeano),
y le acompañaba con mucho gusto el Sr. Betegón en el piano. Allí cerca, junto a
la plataforma, Carmen, la digna esposa, el consuelo constante de tantas
pesadumbres, apoyaba un codo en la mesa de siempre y contemplaba amorosa a su
marido. Carmen era ya su único admirador; en realidad su único público.
¡Aquellos labriegos, aquellos artesanos le oían como quien oye llover! Se les
había dicho que el señor de Madrid cobraba cinco duros (eran tres pero se había
convenido en decir cinco), y con esto tenían bastante: saboreaban el café y el
placer de estar oyendo a un ricazo de la corte, que estaba allí para
divertirles a ellos. Entre los pillastres había quien le miraba con cierta
insolencia, como diciendo: no creas que me asustas, yo he oído cosas mejores,
he estado en Madrid y no me asombro por tan poco.
Al terminar una pieza
sonaban algunos aplausos; era cuando querían que se repitiese, por gusto de
hacer trabajar más a los músicos, por sacarle más jugo al real del café.
Después de la repetición nunca se aplaudía, porque eso sería pedir otra
repetición, y allí no se querían gollerías. Los domingos había muchos más
consumidores: venían al Iris niños y
perros, y el estrépito era infernal. Cuando algún trozo de música alegre les
llegaba al alma, como un solo hombre los baturros pedían «¡La jota, la jota!
Venga la jota...».
Carmen se ponía como un
tomate allá abajo, en su banco pegado a la pared, y miraba al pobre Ventura
como diciéndole:
-¡Perdónales, no saben
lo que hacen!... -y a Ventura aquello de «¡la jota!» le sonaba como si dijeran
-¡Crucifícale, crucifícale!
Carmen tomaba café en
el Iris; el niño jugaba con la
niñera, porque su padre quería tenerle cerca, le necesitaba allí para decidirse
a ganar el pan de cada día. A las diez madre, hijo y criada se iban a casa muy
tapaditos. Ventura no dejaba a nadie el cuidado de envolver a Roberto en
mantones y pañuelos; le daba cien besos y le ponía en brazos de la muchacha.
Carmen se despedía con
una sonrisa animadora... y él los veía marchar, triste, con una tristeza dulce,
lánguida, resignada; y entonces, a solas ya con su violín, entre aquel
populacho bueno, pero sin ojos para sus penas ni para su arte, tocaba Ventura,
sin conocerlo acaso, como en sus mejores tiempos, mejor tal vez, tal vez como
lo pedía aquella su invención de la música sencilla, sincera, buena, santa, de
que ya no se acordaba, o por lo menos en que ya no creía. Y entre el ruido de
las cucharillas, patadas, toses, voces de «¡café!, ¡que mancho!, ¡mozo! ¡El Imparcial!» sonaba el violín como una
queja de un alma dolorida por pena eterna, ante un Dios eternamente sordo a las
quejas de las almas. Don Ramón Betegón, impasible, abofeteaba el piano y
aprovechaba los solos de Ventura para dar tres o cuatro chupaditas al
cigarro... Ventura tocaba entonces en el Iris
como en su jardín de Madrid; los parroquianos eran testigos tan inteligentes
como los árboles... peores, porque los árboles no pedían la jota.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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