Era la hora de las burras de
leche. San Pedro frotaba con un paño el aldabón de la puerta del cielo y lo
dejaba reluciente como un sol. ¡Claro! Como que era el aldabón que limpiaba San
Pedro el mismísimo sol que nosotros vernos aparecer todas las mañanas por el
Oriente.
El santo portero, de mejor
humor que sus colegas de Madrid, cantaba no sé qué aire, muy parecido al ça irá
de los franceses.
-¡Hola! Parece que se madruga
-dijo inclinando la cabeza y mirando de hito en hito a un personaje que se le
había puesto delante en el umbral de la puerta.
El desconocido no contestó,
pero se mordió los labios, que eran delgados, pálidos y secos.
-Sin duda -prosiguió San
Pedro, ¿es usted el
sabio que se estaba muriendo esta noche?... ¡Vaya una noche que me ha hecho
usted pasar, compadre!... ¡No he pegado ojo en toda ella, esperando que a usted
se le antojase llamar, y como tenía órdenes terminantes de no hacerle a usted
aguardar ni un momento!... ¡Poquito respeto que se les tiene a ustedes aquí en
el cielo! En fin, bien venido, y pase usted; yo no puedo moverme de aquí, pero
no tiene pérdida. Suba usted... todo derecho... No hay entresuelo.
El forastero no se movió del
umbral, y clavó los ojos pequeños y azules en la venerable calva de San Pedro,
que había vuelto la espalda para seguir limpiando el sol.
Era el recién venido delgado,
bajo, de color cetrino, algo afeminado en los movimientos, pulcro en el trato
de su persona y sin pelo de barba en todo su rostro. Llevaba la mortaja con
elegancia y compostura, y medía los ademanes y gestos con académico rigor.
Después de mirar una buena
pieza la obra de San Pedro, dio media vuelta y quiso desandar el camino que sin
saber cómo había andado, pero vio que estaba sobre un abismo de oscuridad en
que había tinieblas como palpables, ruidos de tempestad horrísona, y a
intervalos ráfagas de una luz cárdena, a la manera de la que tienen los
relámpagos. No había allí traza de escalera, y la máquina con que medio recordaba
que le habían subido tampoco estaba a la vista.
-Caballero -exclamó con voz
vibrante y agrio tono-, ¿se puede saber qué es esto? ¿Dónde estoy? ¿Por qué se
me ha traído aquí?
-¡Ah! ¿Todavía no se ha
movido usted? Me alegro, porque se me había olvidado un pequeño requisito -y
sacando un libro de memorias del bolsillo, mientras mojaba la punta de un lápiz
en los labios, preguntó: ¿Su gracia de usted?
-Yo soy el doctor Pértinax,
autor del libro estereotipado en su vigésima edición, que se intitula Filosofía
última.
San Pedro, que no era listo
de mano, sólo había escrito a todo esto Pértinax...
-Bien. ¿Pértinax de qué?
-¿Cómo de qué? ¡Ah, sí!
¿Querrá usted decir de dónde? Así como se dice: Tales de Mileto, Parménides de
Elea..., Michelet de Berlín.
-Justo. Quijote de la
Mancha...
-Escriba usted: Pértinax de
Torrelodones. Y ahora, ¿podré saber qué farsa es ésta?
-¿Cómo farsa?
-Sí, señor; yo soy víctima de
una burla. Esto es una comedia. Mis enemigos, los de mi oficio, ayudados con
los recursos de la industria, con efectos de teatro, exaltando mi imaginación
con algún brebaje, han preparado todo esto, sin duda; pero no les valdrá el
engaño. Sobre todas estas apariencias está mi razón, mi razón, que protesta con
voz potente contra y sobre toda esta farándula; pero no valen carátulas ni
relumbrones, que a mí no se me vence con tan grosero ardid, y digo lo que
siempre dije y tengo consignado en la página trescientas quince de la Filosofía
última..., nota b de la subnota alfa, a
saber: que después de la muerte no debo subsistir el engaño del aparecer, y es
hora de que cese el concupiscente querer vivir, Nolite vivere, que
es sólo cadena de sombras engarzada en deseos, etc., etc. Con que así, una de
dos: o yo me he muerto o no me he muerto; si me he muerto, no es posible yo sea
yo, como hace media hora, que vivía. Y todo esto que delante tengo, como sólo
puede ser ante mí, en la representación no es, porque no soy; pero si no me he
muerto y sigo siendo yo, éste que fui y soy, es claro que esto que tengo
delante, aunque existe en mí como representación, no es lo que mis enemigos
quieren que yo crea, sino una farsa indigna tramada para asustarme, pero en
vano, porque ¡vive Dios!...
Y juró el filósofo como un
carretero. Y no fue lo peor que jurase, sino que ponía el grito en el cielo, y
los que en él estaban comenzaron a despertarse al estrépito, y ya bajaban
algunos bienaventurados por las escalonadas nubes, teñidas, cuál de gualda,
cuál otra de azul marino.
Entre tanto San Pedro se
apretaba los ijares con entrambas manos por no descoyuntarle con la risa, que
le sofocaba. Mas, se irritaba Pértinax con la risa del Santo, y éste hubo de
suspenderla para aplacarle, si podía, con tales palabras:
-Señor mío, ni aquí hay farsa
que valga, ni se trata de engañar a usted, sino de darle el cielo, que, por lo
visto, ha merecido por buenas obras, que yo ignoro; como quiera que sea,
tranquilícese y suba, que ya la gente de casa bulle por allá dentro y habrá
quien le conduzca donde todo se lo expliquen a su gusto, para que no le quede
sombra de duda, que todas se acaban en esta región donde lo que menos brilla es este sol que estoy
limpiando.
-No digo yo que usted quiera
engañarme, pues me parece hombre de bien; otros serán los farsantes, y usted
sólo un instrumento sin conciencia de lo que hace.
-Yo soy San Pedro...
-A usted le habrán persuadido
de que lo es; pero eso no prueba que usted lo sea.
-Caballero, llevo más de mil
ochocientos años en la portería...
-Aprensión, prejuicio...
-¡Qué prejuicio ni qué
calabaza! -grita el Santo, ya incomodado un tantico; San Pedro soy, y usted un
sabio como todos los que de allá nos vienen, tonto de capirote y con muchos
humos en la cabeza... La
culpa la tiene quien yo me sé, que no se va más despacio en el admitir gente de
pluma donde bendita la falta que hace. Y bien dice San Ignacio...
A la sazón aparecióse en el
portal la majestuosa figura de un venerable anciano, vestido de amplia y
blanquísima túnica, el cual, mirando con dulces ojos al filósofo colérico, le
dijo, mientras cogía sus flacas manos, con las que él tenía de luz, o, por lo
menos, de algo muy tenue y esplendoroso:
-Pértinax, yo soy el
solitario de Patmos; ven conmigo a la presencia del Señor. Tus pecados te han
sido perdonados y tus méritos te levantaron, como alas, de la tierra triste, y
llegaste al cielo, y verás al Hijo a la diestra del Padre... El Verbo que se
hizo carne.
-Habitó entre nosotros, ya sé
la historia; pero, señor San J uan,
digo y repito que esto es indigno, que reconozco la habilidad de los
escenógrafos; pero la farsa, buena para alucinar un espíritu vulgar, no sirve
contra el autor de la Filosofía
última y el pobre filósofo escupía espuma de puro rabiado.
El portal estaba lleno de
ángeles y querubines, tronos y dominaciones, santos y santas, beatas y beatos y
bienaventurados rasos. Hacían coro alrededor del extranjero y escuchaban con
sonrisa... de bienaventurados la sabrosa plática que tenían ya entablada el
autor del Apocalipsis y el de la Filosofía última. Como
San J uan se explicara en términos un
tanto metafísicos, fue apaciguándose poco a poco el furioso pensador, y con el
interés de la polémica llegó a olvidar la que él llamaba farsa indigna.
Entre los del coro había dos
que se miraban de reojo, como animándose mutuamente a echar su cuarto a
espadas. Eran Santo Tomás y Hégel, que por distintas razones veían con disgusto
en el cielo al autor de la Filosofía última, obra
detestable en su dictamen, esta vez de acuerdo. Por fin, Santo Tomás, terciando
el manteo, interrumpió al filósofo intruso, gritando sin poder contenerse:
-Nego suppositum!
Volvióse el doctor Pértinax
con altiva dignidad para contestar como se merecía al Doctor Angélico el cual,
después de haberle negado el supuesto, se preparaba a anonadarle bajo la fuerza
de la Summa
Teológica , que al efecto hizo
traer de la biblioteca celestial. Diógenes el Cínico, que andaba
por allí, puesto que se había salvado por los buenos chascarrillos que supo
contar en vida, no por otra cosa; Diógenes opinó que la mejor manera de sacar
de sus errores al doctor Pértinax era enseñarle todo el cielo, desde la bodega
hasta el desván. A esto, Santo Tomás apóstol dijo: «Perfectamente; eso es, ver
y creer.» Pero su tocayo, el de Aquino, no se dio a partido; insistió en
demostrar que la mejor manera de vencer los paralogismos de aquel filósofo era
recurrir a la Summa.
Y dicho y hecho; ya llegaba con cuatro tomos como casas sobre
las robustas espaldas una especie de mozo de cordel muy guapo que llamaban allí
Alejandrito, y era, efectivamente, Alejandro Pidal y Mon, tomista de tomo y
lomo que estaba en el cielo de temporada y en calidad de corresponsal. Abrió
Santo Tomás la Summa con mucha prosopopeya, y la
primer q con que topó vínole como pedrada en ojo de boticario. Ya
el Santo había juntado el dedo índice con el pulgar en forma de anteojo, y comenzaba
a balbucir latines, cuando Pértinax gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
-¡Callen todas las
Escolásticas del mundo donde está mi Filosofía última! En
ella queda demostrado...
-Oiga usted, señor filósofo
-interrumpió Santa Escolástica, que era una señora muy sabida; yo no quiero
callar, ni es usted quién para venir aquí con esos aires de taco, y lo que yo
digo es que ya no hay clases, y que aquí entra todo el mundo.
-Señora -exclamó el santo J o b,
haciendo una reverencia con una teja que llevaba en la mano y usaba a guisa de
cepillo-; señora, sea todo por Dios, y dejemos que entre el que lo merezca, que
todos cabemos. Yo creo que mi amigo Diógenes dice bien; este caballero se
convencerá de que ha vivido en un error si se le hace ver el Universo y la
corte celestial tal como son efectivamente; esto no es desairar a Santo Tomás,
mi buen amigo, Dios me libre de ello; pero, en fin, por mucho que valga la Summa,
más vale el gran libro de la Naturaleza, como dicen en la tierra; más vale la
suma de maravillas que el Señor ha creado, y así, salvo mejor parecer, propongo
que se nombre una Comisión de nuestro seno que acompañe al doctor Pértinax y le
vaya haciendo ver la fábrica de la inmensa arquitectura, como dijo Lope de
Vega, a quien siento no ver entre nosotros.
Grandísimo era el respeto que
a todos los santos y santas merecía el santo J o b, y así, aunque otra le
quedaba, el de Aquino tuvo que dar su brazo a torcer, y Pidal volvió con la Summa
a la
biblioteca. Procedióse a votación nominal, en la que se empleó
mucho tiempo, por haber acudido al portalón del cielo más de medio
martirologio, y resultaron elegidos de la Comisión los señores siguientes: el
santo J o b,
por aclamación; Diógenes, por mayoría, y Santo Tomás apóstol, por mayoría.
Tuvieron votos Santo Tomás de Aquino, Scoto y Espartero.
El doctor Pértinax accedió a
las súplicas de la Comisión y consintió en recorrer todas aquellas decoraciones
de magia que le podrían meter por los ojos, decía él, pero no por el espíritu.
-Hombre, no sea usted pesado
-le decía Santo Tomás, mientras le cosía unas alas en las clavículas para que
pudiese acompañarles en el viaje que iban a emprender. Aquí me tiene usted a
mí, que me resistía a creer en la Resurrección del Maestro; vi, toqué y creí. Usted
hará lo mismo...
-Caballero -replicó Pértinax,
usted vivía en tiempos muy diferentes; estaban ustedes entonces en la edad
teológica, como dice Comte, y yo he pasado ya todas esas edades y he vivido del
lado de acá de la Crítica de la
razón pura y de la
Filosofía última, de modo
que no creo en nada, ni en la madre que me parió; no creo más que en esto: en
cuanto me sé de saberme, soy conscio, pero sin caer en el prejuicio de
confundir la representación con la asencia, que es inasequible, esto es, fuera
de, como conscio, quedando todo lo que de mí (y conmigo todo), sé, en saber que
se representa todo (y yo como todo) en puro aparecer, cuya realidad sólo se
inquieta el sujeto por conocer por nueva representación volitiva y afectiva,
represen-tación dañosa por irracional y pecado original de la caída, pues
deshecha esta apariencia del deseo, nada queda por explorar, ya que ni la
voluntad del saber queda.
Sólo el santo J o b oyó
la última palabra del discurso, y, rascándose con la teja la pelada coronilla,
respondió:
-La verdad es que son ustedes
el diablo para discurrir disparates, y no se ofenda usted, porque con esas
cosas que tiene metidas en la cabeza o en la representación, como usted quiere,
va a costar sudores hacerle ver la realidad tal como es.
-¡Andando, andando! -gritó
Diógenes en esto. A mí me negaban los sofismas el movimiento, y ya saben
ustedes cómo se lo demostré. ¡Andando, andando!
Y emprendieron el vuelo por
el espacio sin fin. ¿Sin fin? Así lo creía Pértinax, que dijo:
-¿Piensan ustedes hacerme ver
todo el Universo?
-Sí, señor -respondió Santo
Tomás apóstol (único Santo Tomás de que hablaremos en adelante), eso pronto se
ve.
-¡Pero, hombre, si el
Universo (en el aparecer, por supuesto) es infinito! ¿Cómo conciben ustedes el
límite del espacio?
-Lo que es concebirlo, mal;
pero verlo, todos los días lo ve Aristóteles, que se da unos paseos atroces con
sus discípulos, y, por cierto, que se queja de que primero se acaba el espacio
para pasear que las disputas de sus peripatéticos.
-Pero, ¿cómo puede ser que el
espacio tenga fin? Si hay límite, tiene que ser la nada; pero la nada, como no
es, nada puede limitar, porque lo que limita es, y es algo distinto del ser
limitado.
El santo J o b, que
ya se iba impacientando, le cortó la palabra con éstas:
-¡Bueno, bueno, conversación!
Más le vale a usted bajar la cabeza para no tropezar con el techo, que hemos
llegado a ese límite del espacio que no se concibe, y si usted da un paso más,
se rompe la cabeza contra esa nada que niega.
Efectivamente; Pértinax notó
que no había más allá; quiso seguir, y se hizo un chichón en la cabeza.
-¡Pero esto no puede ser!
-exclamó, mientras Santo Tomás aplicaba al chichón una moneda de las que
llevaban los paganos en su viaje al otro mundo.
No hubo más remedio que
volver pie atrás, porque el Universo se había acabado. Pero finito y todo,
¡cuán hermoso brilla el firmamento con sus millones de millones de estrellas!
-¿Qué es aquella claridad
deslumbradora que brilla en lo alto, más alta que todas las constelaciones? ¿Es
alguna nebulosa desconocida de los astrónomos de la tierra?
-¡Buena nebulosa te dé Dios!
-contestó Santo Tomás. Aquélla es la J erusalén
celestial, de donde bajamos nosotros precisamente; allí ha disputado usted con
mi tocayo, y eso que brilla son las murallas de diamantes que rodean la ciudad
de Dios.
-¿De manera que aquellas
maravillas que cuenta Chateaubriand, y que yo juzgaba indignas de un hombre
serio?...
-Son habas contadas, amigo
mío. Ahora vamos a descansar en esta estrella que pasa por debajo, que, a fe de
Diógenes, que estoy cansado de tanto ir y venir.
-Señores, yo no estoy
presentable -dijo Pértinax; todavía no me he quitado la mortaja, y los
habitantes de esa estrella se van a reír de este traje indecoroso...
Los tres cicerones del cielo
soltaron la carcajada a un tiempo. Diógenes fue el que exclamó:
-Aunque yo le prestara a
usted mi linterna, no encontraría usted alma viviente ni en esa estrella ni en
estrella alguna de cuantas Dios creó.
-¡Claro, hombre, claro!
-añadió muy serio Job. No hay habitantes más que en la tierra; no diga usted
locuras.
-¡Eso sí que no lo puedo
creer!
-Pues vamos allá -replicó
Santo Tomás, a quien ya se le iba subiendo el humo a las narices.
Y emprendieron el viaje de
estrella en estrella, y en pocos minutos habían recorrido toda la vía láctea y
los sistemas estelares más lejanos. Nada, no había asomo de vida. No
encontraron ni una pulga en tantos y tantos globos como recorrieron. Pértinax
estaba horrorizado.
-¡Está es la Creación ! -exclamó. ¡Qué
soledad! A ver, enséñeme usted la tierra; quiero ver esa región privilegiada;
por lo que barrunto, debe de ser mentira toda la cosmografía moderna, la tierra
estará quieta y será centro de toda la bóveda celeste; y a su alrededor girarán
soles y planetas y será la mayor de todas las esferas...
-Nada de eso -repuso Santo
Tomás; la Astronomía no se ha equivocado; la tierra anda alrededor del sol, y
ya verá usted qué insignificante aparece. Vamos a ver si la encontramos entre
todo este garbullo de astros. Búsquela usted, santo J o b, usted que es cachazudo.
-¡Allá voy! -exclamó el Santo
de la teja, dando un suspiro y asegu rando
en las orejas unas gafas- ¡Es como buscar una aguja en un pajar!... ¡Allí la
veo! ¡Allí va! ¡Mírela usted, mírela usted, qué chiquitina! ¡Parece un
infusorio!
Pértinax vio la tierra, y
suspiró, pensando en Mónica y en el fruto de sus filosóficos amores.
-¿Y no hay habitantes más que
en esa mota de tierra?
-Nada más.
-¿Y el resto del Universo
está vacío?
-Vacío.
-Y entonces, ¿para qué sirven
tantos y tantos millones de estrellas?
-Para faroles. Son el
alumbrado público de la
tierra. Y sirven, además, para cantar alabanzas al Señor. Y
sirven de ripio a la poesía.
Y no se puede negar que son muy bonitas.
-¡Pero vacío todo! ¡Vacío!
Pértinax permaneció en los
aires un buen rato triste y meditabundo. Se sentía mal. El edificio de la Filosofía
última amenazaba ruina. Al ver que el Universo era tan distinto de
como lo pedía la razón, empezaba a creer en el Universo. Aquella lección brusca
de la realidad era el contacto áspero y frío de la materia que necesitaba su
espíritu para creer. «¡Está todo tan mal arreglado, que acaso sea verdad!», así
pensaba el filósofo.
De repente se volvió hacia
sus compañeros, y les preguntó:
-¿Existe el infierno?
Los tres suspiraron, hicieron
gestos de compasión, y respon-dieron:
-Sí, existe.
-Y la condenación, ¿es
eterna?
-Eterna.
-¡Solemne injusticia!
-¡Terrible realidad!
-respondieron los del cielo a coro.
Pértinax se pasó la mortaja
por la frente. Sudaba
filosofía. Iba creyendo que estaba en el otro mundo. Aquella sinrazón de todo
le convencía.
-¿Luego la cosmogonía y la
teogonía de mi infancia eran la verdad?
-Sí; la primera y última
filosofía.
-¿Luego no sueño?
-No.
-¡Confesión, confesión!
-gritó, llorando el filósofo; y cayó desmayado en los brazos de Diógenes.
Cuando volvió en sí, estaba
de rodillas, todo vestido de blanco, en los estrados de Dios, a los pies de la Santísima Trinidad. Lo
que más le chocó fue ver, efectivamente, al Hijo sentado a la diestra de Dios
Padre. Como el Espíritu Santo estaba encima, entre cabeza y cabeza, resultaba
que el Padre estaba a la
izquierda. No sé si un Trono o una Dominación, se acercó a
Pértinax y le dijo:
-Oye tu sentencia definitiva
-y leyó la que sigue: «Resultando que Pértinax, filósofo, es un pobre de
espíritu, incapaz de matar un mosquito;
»Resultando que estuvo
dando alimentos y carrera por espacio de muchos años a un hijo natural habido
por el tambor mayor Roque García en Mónica González, ama de llaves del
filósofo;
»Considerando que todas sus
filosofías no han causado más daño que el de abreviar su existencia, que no
servía para bendita de Dios la cosa,
»Fallamos que debemos
absolver y absolvemos libremente al procesado, condenando en costas al fiscal
señor don Ramón Nocedal, y dando por los méritos dichos al filósofo Pértinax la
gloria eterna.»
Oída la sentencia, Pértinax
volvió a desmayarse.
***
Cuando despertó, se encontró
en su lecho. Mónica y un cura estaban a su lado.
-Señor -dijo la bruja, aquí
está el confesor que usted ha pedido...
Pértinax se incorporó; pudo
sentarse en la cama, y extendiendo ambas manos gritó, mirando al confesor con
ojos espantados:
-Digo y repito que todo es
pura representación, y que se ha jugado conmigo una farsa indigna. Y, en último
caso, podrá ser cierto lo que he visto; pero entonces juro y perjuro que si
Dios hizo el mundo, debió haberlo hecho de otro modo y expiró de veras.
No le enterraron en sagrado.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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