Servando Guardiola dejó
caer el libro, una novela francesa, sobre el embozo de la cama; apoyó bien la
nuca en la almohada, estiró los brazos con delicia de dilettante de la pereza... y bostezó, sin hastío, sin sueño
-acababa de dormir diez horas, sin hambre -acababa de tomar chocolate;
saboreando el bostezo, poniendo en él algo de oración al dios de la galbana,
que alguno ha de tener.
Dejaba caer el libro
para continuar deleitándose con las propias ideas y las queridas familiares
imágenes, mucho más interesantes que la lectura que le había sugerido, por
comparación, mil recuerdos, mil reflexiones.
Se sentía superior al
libro, con una inadvertida complacencia.
Era el volumen pequeño,
elegante, coquetón, de un autor joven, de moda, de los pervertidos, jefe de escuela, un jeune maître próximo ya a la Academia y que iba cansándose de su especialidad,
el amor con quintas esencias y lo quería convertir en extraña filosofía
austera, de austeridad falsa, llena de inquietud y sobresalto.
Todavía aquel poeta del
vicio parisiense, que tantas depravaciones eróticas había pintado, casi
inventado, continuaba en esta reciente obra, por tesón de escuela, por
costumbre, acaso por espíritu mercantil, buscando nuevos espasmos del placer; pero lo hacía con evidente disgusto ya,
cansado de repetirse, empleando por rutina, ahora, las frases gráficas,
fuertes, audaces, que en otro tiempo habían sido el triunfo principal de su
estilo nervioso.
Todo aquello le sabía a
puchero de enfermo a Servando, gran lector ahora de clásicos, que estaba descubriendo la historia en los autores
célebres antiguos, aquellos de que todos hablan y que en nuestro tiempo casi
nadie los tiene para leer. Él sí, los leía, los saboreaba; ¡qué de cosas decían
que no habían hecho constar los comentaristas más minuciosos!
¡Qué mayor novedad que leer de veras a uno de esos maestros
antiguos!
Y en cuanto a las
novedades de caprichosa y misteriosa voluptuosidad que el autor francés
encontraba a cada paso en ciertos antros del vicio de la gran capital, ¡qué
poca admiración le causaban a Guardiola, que algo conocía y todo lo demás del
género lo daba por visto y condenado en nombre, no ya de la moral, del buen
sentido estético y hasta del mero egoísmo sensual y utilitario!
Le halagaba, sin darse
él cuenta, el verse tan fuera y por encima de todo snobismo concupiscente; y esto, sin pretender perfecciones morales
de que, ¡ay!, sabía él, definitiva-mente, que estaba muy lejos.
Había vivido bastante
en Madrid, en Sevilla; conocía por experiencia la vida poco edificante del
París menos original acaso, el del vicio... y conocía además el gran mundo de las concupiscencias
intelectuales, las grandes farsas de la pseudofilosofía, de la ciencia preocupada por unos cuantos
postulados ilegítimos, y soberbia en sus deleznables conclusiones.
Pero estaba lejos de
ser un escéptico, ni de la vida, ni de la ciencia. Le repugnaba la
clasificación de los sistemas en pesimistas y optimistas, y le placía ver de
qué grotesca manera el telégrafo y la prensa van deshaciendo el sentido de
estas palabras, optimismo, pesimismo, que jamás debieron servir
para clasificar ni calificar filosofías.
Y pensaba Servando
aquella mañana fría, húmeda, de cielo gris, para él tibia, seca, de cielo de
plata, entre el calor de las sábanas, con la chimenea encendida en el próximo
gabinete, pensaba que era necia pretensión la de aquellos autores de las
populosas capitales empeñados en pasmar al mundo, a la provincia con la perversión febril de las acumulaciones del
rebaño humano en los grandes centros.
¿Qué hacía París, que
no hubieran hecho Babilonia, Antioquía, Síbaris, Roma y tantas otras ilustres
corruptoras de la antigüedad remota?
¡Provinciano! Él se
sentía profundamente provinciano. Ni corte, ni cortijo; quería su ciudad
adormecida, con yerba en algunas calles, con resonancias en los atrios solitarios,
con paseos por las largas carreteras, orladas de álamos... sin gente.
Allá, a lo lejos, se
distinguen dos, tres, cuatro puntos... se mueven, avanzan, se acercan... ¿será
ella? ¿Quién era ella?... Una mujer; la mujer, cualquiera; pero toda una mujer;
respetable, idealizada... la manzana de ceniza, tal vez, que... no se monda.
El amor era eso...
hacer el oso. ¡Siempre el oso! Nada más que eso. Es claro que, en la juventud
primera, Servando había amado con fuerza, creyendo; idealizando siempre, pero
deseando, esperando. Pero con aquello no había que contar... Aquellos paraísos perdidos no aguardaban
redención; no volvían. Eso es, pasa, no vuelve... Hasta acordarse de ello hace
daño. A otra cosa. Los ojos, los ojos a distancia. No había más.
El oso, el verdadero,
el tenaz, es provinciano. Sin saber por qué a punto fijo, Servando comprendía
el amor del oso provinciano, sin mañana, porque mañana es como hoy, sin finalidad, como el arte, según Kant,
el fin sin fin, le comparaba a los cánticos del coro de los canónigos en la
catedral.
Aquel alabar a Dios por
costumbre, por deber, por oficio, sin arrebatos líricos, con respeto, con más
somnolencia que misticismo, se parecía al oso
eterno, a que él se consagraba en la calle, en el paseo, en el teatro, en el
baile. Los canónigos alaban a Dios sin acordarse de la recíproca; no esperan,
por lo regular, ninguna recompensa sobrenatural por la justa corte que hacen al
Señor.
Tampoco Servando
esperaba nada de la mujer a quien miraba de lejos con una constancia que sólo
tiene el vacío.
En su pueblo, en su
vieja y aburrida ciudad querida, mansión propicia para filósofos previamente
desencantados, había notado Guardiola que mucha clase de relaciones sociales se
parecían a las del oso por la falta de comunicación oral o escrita entre
personas y personas.
Años y años veía él
ciertos convecinos a quienes no trataba, porque no había habido ocasión para
ello, ni deseo de lograrla; los veía todos, todos los días; sabía su vida
entera, sus costumbres, sus gustos; eran para él imágenes familiares, que le
cansaban por lo repetidas, y que, no obstante, contribuían a la plácida
sensación de bienestar local que sólo
en su pueblo satisfacía.
Se estimaban sin
decírselo, sin saberlo, él y aquellos desconocidos
que conocía como a hermanos; y sin embargo, jamás cruzó palabra ni un saludo.
No había ocasión.
A lo mejor una
gacetilla anunciaba la grave enfermedad de aquel señor a quien, en efecto, Servando había notado un poco alicaído...
Al obscurecer, una campanilla; el Viático. A veces Guardiola llevaba el Señor al enfermo... ¡Uno menos! Moría
aquel convecino a quien jamás había hablado... Y dejaba un vacío. Y así otros,
y otros. Y parecía nada, y sin embargo, la tristeza, la soledad que iba
encontrando en el teatro, en los paseos solemnes de los días de fiesta no era
causada exclusivamente por la edad que se le echaba encima; también contribuía
a aislarle aquella ausencia de los
desconocidos familiares, con quien no había hablado nunca.
¿Y las desconocidas? ¡Los osos, sin palabras y que duraban años y años! ¡Cuántos ideales de aquellos había visto Servando
envejecer!
Había amado ya a cuatro o cinco generaciones.
Ahora idealizaba las nietas de sus Beatrices de los quince años. Con una
indiferencia perfectamente natural y espontánea, lanzaba al olvido los ideales
que se hicieron viejos. No había crueldad ni inconstancia en este proceder,
porque ya se ha dicho que el oso era
una finalidad sin fin.
Ni había que sacarle
consecuencias de las que suelen pedir los demás amores, los utilitarios. Ni
matrimonio, ni logro, ni celos, ni perfidia, ni cansancio, ni hastío... El oso
no acababa hasta que llegaba la imposibilidad fisiológica de darle un parecido
con el amor. Además los osos antes de
hacerse del todo viejos, sabían desaparecer. Casi todos se convertían en madres
honradas que salían poco de casa y sólo pensaban en los hijos. Cada primavera
traía su juventud y ¡quién se acordaba de las hojas de otoño!
El amor así era
compatible con toda clase de ocupaciones y preocupaciones. Servando había sido
una porción de cosas, dándoles importancia, y sin dejar de hacer el oso de
aquella manera. Político, algo beato, casado, viudo..., todo eso había sido y
nada de ello tenía que ver con el oso; cosa aparte.
Cuando le empezó a
salir la pata de gallo, llevaba diez o doce años de mirar a una marquesita muy
mona, muy lánguida, casada con un cacique terrible del partido liberal.
La había conocido
cuando ella, niña todavía, jugaba al aro, y a saltar la cuerda en el paseo
principal. Desde entonces empezó a mirarla como a todas. Y ella a él, como a
todos.
El oso en estos pueblos
aburridos es propiedad ideal de la comunidad, casi, casi corre con él el
Ayuntamiento. Todas miran a todos, y viceversa.
La marquesita pálida,
interesante, esbelta, era un alma de Dios; fiel a su esposo, como era
respetuosa con su madre; se había casado porque sí, y hacía el oso lo mismo,
porque lo veía hacer al mundo entero. Ponía los ojos a lo místico, en el
cielo... o en el cielo raso, según el lugar, y dejaba caer de repente la mirada
sobre el varón puesto enfrente; que era muchas veces, en muchas partes,
Guardiola.
No se habían hablado
diez veces en la vida; unas temporadas se saludaban y otras no. ¡Y qué de historia común! ¡Qué relaciones tan largas las suyas! A
veces, en el teatro, mal alumbrado -con poca gente-, no tenía ella más oso que él, ni él más oso que ella... Y,
¡cosa rara!, esas noches se aburrían de lo lindo, bostezaban, y se miraban
mucho menos!
Faltaba la competencia,
la animación, ¡qué sé yo! En cambio, los días alegres, los de gran función, las
miradas se buscaban con afán, se aprovechaban del bullicio, de la multitud que
pasaba por delante, entre ojos y ojos, para hablar más claros, más
insinuantes... pero total, relámpagos. Nubes de verano en lo más frío del invierno.
. . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Una noche, al retirarse
Servando, oyó tocar a administrar en
la parroquia vecina. Era para la marquesita. Una fiebre puerperal, cosa de
días. Servando cogió un cirio y siguió al cortejo religioso. Quería estar muy
triste, muy triste, y no podía; no sabía.
Aquel ideal de tantos años, que acaso era el
último, tan familiar, tan escogido... se desvanecía también; y Servando tenía
que confesarse que había sentido más la muerte de cierto primo carnal, que
sentía la de la marquesita.
Murió aquella bendita y
elegante señora, y Servando estuvo un mes sin ir al paseo, ni al teatro. Pero
por culto que rendía a la sinceridad, pasado el mes volvió al paseo y al teatro.
¡El vacío existía! Sí. ¡Grande! En
aquella platea solitaria de la marquesita había un agujero negro... El diablo
de la metafísica no le dejaba a Guardiola entregarse a la desesperación con tan
plausible motivo.
Vivir es ir muriendo
todos los días, dicen muchos poetas, sin recordar que ya lo había dicho Séneca,
y no había sido el primero. Pero ¿y qué? Claro que vivir es cambiar; y cambiar
es eso; ahora uno y mañana otro; hoy por ti; mañana por mí.
Guardiola se murió
también. Y no muy viejo. De un catarro mal curado. Fue al purgatorio, como era
de esperar. La marquesita también había estado allí; pero ya había subido al
cielo. Bien lo merecía, aunque sólo fuera por haber estado casada con un
cacique.
Al cabo de los años
mil, también Servando ascendió en el escalafón lo suficiente para llegar a la
gloria eterna. Había estado mucho más tiempo purgando culpas que la marquesita;
pero no por los osos, que en esto,
allá se iban, y pesaban poco en la balanza de la Justicia ; pero él había
sido filósofo y ella no. Y por eso.
Sabido es que en la
corte celestial está todo como lo dispuso Miguel Ángel, maestro de ceremonias.
Cristo a la diestra de Dios Padre, y cada cual como corresponde y es de
derecho. Después de arcángeles y serafines, tronos y dominaciones, ángeles,
santos patriarcas, doctores, etc., etc., viene la gente menuda; y entre la
gente menuda se vio, y no esperaba otra cosa, Servando. Los asientos están en
largas filas paralelas. Los hombres a un lado, las mujeres a otro. Pero se ven,
se ven, cuando las nubes de incienso no son demasiado espesas, los hombres y
las mujeres.
Durante muchos millones
de años, Servando no atendió más que a gozar de la felicidad eterna, que le
correspondía. Pero tantos siglos de siglos -secula
saeculorum- fueron pasando, que al fin, al fin (es decir, al fin no, porque
aquello no tiene fin) Servando... se puso a reparar en el mujerío que tenía
enfrente.
No se podía hablar con
los demás una palabra, pero esto no le importaba a él, que ya venía
acostumbrado a tal silencio desde la vida en su pueblo. En una ocasión en que
el humo era menos denso se le figuró ver... ¡no había duda! ¡Era la marquesita!
La tenía enfrente. Ella le había visto a él mucho antes.
Al principio (muchos millones de
millones de años) no se atrevieron a mirarse... pero... al cabo de ese pedazo
de eternidad, la marquesita clavó los ojos en el cielo del cielo... y los dejó
caer, como solía en su pueblo, sobre el buen Guardiola.
No tenían otra cosa que
hacer... y se entregaron a su costumbre favorita; a mirarse de lejos, sin un
gesto, como si no fueran más que ojos, y no unos completos bienaventurados.
Se disponían a pasar la
eternidad haciéndose el oso. Y se lo hicieron, siglos de siglos...
Pero se enteró la
policía celestial. Aquello no estaba bien. Era cosa inocente, pero más propia
que del cielo, del limbo. Pero como del cielo ya no se les podía echar, ni era
la cosa para tanto..., los trasladaron al cielo... estrellado.
Y la marquesita y
Servando Guardiola pasaron a ser entre estrellas telescópicas, dos muy juntas
enfrente de otras dos muy juntas, formando entre todas un grupo, una
constelación que, cuando se descubra, se llamará... el oso mayor.
[Nota preliminar: Edición digital basada en La Correspondencia de España 26 de marzo de 1898 y cotejada con la edición de Ángeles Ezama, Barcelona, Editorial Crítica, 1997.]
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
No hay comentarios:
Publicar un comentario