Ya iban a darle garrote, cuando extendió una
mano hacia el público, indicando que quería hablar.
El verdugo no tuvo inconveniente en
suspender por un momento su penosa tarea, porque aquel pobre señor no lo había dado
nada que hacer, y le era simpático, como al
pueblo entero que presenciaba la ejecución, y como lo había sido al Tribunal y a cuantos habían intervenido en la causa
famosa que le llevaban al suplicio.
Era un ilustre sabio naturalista, que había
descubierto infinidad de cosas útiles para la humanidad y para la ciencia, sin
meterse jamás en honduras
metafísicas sobre lo que era o no era la materia, ni en sí había alma o dejaba de haberla.
Había matado a su mujer y a la nodriza de su unigénito en un momento de
alucinación. Los médicos se habían empeñado en demostrar que había obrado como un loco, por un
impulso irresistible. Pero don Atanasio, el sabio, se puso furioso con esta
interpretación y publicó un manifiesto, desde la cárcel, poniendo de vuelta y media
a los doctores y a la escuela antropológica italiana y a cuantos fisiólogos se
meten en honduras
de derecho y a tergiversarlo todo. «No, señor; venía a decir el manifiesto: he
dado muerte a mi cara mitad y al ama de cría en el pleno uso de mis facultades,
con toda la libertad, o lo que por tal entendemos vulgarmente, con que se
pueden hacer estas cosas. Me estaban distrayendo con una disputa acerca de unos
pañales que había robado o no la lavandera; yo tenía en la mano un frasco de
una materia, invención mía, capaz de prender fuego a medio mundo; se me había
olvidado cierta fórmula con la cual yo convertía aquella mezcla terrible en un
elixir que asegu raba a la humanidad
una salud de miles de años; y cuando ya volvía la fórmula a la punta de la
lengua, al recuerdo, la disputa de los pañales me llevó el santo al cielo, huyó
la fórmula... y arrojé [97] el frasco sobre las
hembras viles que así robaban a la humanidad la dicha asegu rada.
-No hubo más que eso: no soy criminal nato, ni
estoy loco, ni me coge ninguna eximente ni atenuante; y en cambio deben de
cogerme por el medio varias agravantes. Con que al palo. Pero que no me den
matraca con juicios orales y pamplinas. Tengo más que hacer que defenderme. Voy
a pasar los pocos días que me dejen de vida. discurriendo, a ver si vuelvo a
dar con la fórmula que asegu ra
tantos años de existencia al ser humano. Y dicho y hecho. Don Atanasio no
volvió a pensar en otra cosa. Ni se acordaba de haber asistido al juicio, ni de
haber oído la sentencia, ni de haber estado en capilla.
Cuando le sentaron y sintió en la garganta
el frío del corbatín de hierro, se estremeció... y en vez de ver las estrellas,
vio en el aire, de repente, con los ojos de la imaginación... una fórmula; pero
otra, otra mucho mejor, ¡qué fórmula!
* * *
-¡Ya la encontré! ¡Albricias, señores!
-gritó adelantándose hacia el público por el tablado adelante. -Que no me maten
de ninguna manera; sería una atrocidad:
es decir, por ahora. Que me dejen ensayar mi descubrimiento, y después que
hagan de mí lo que quieran.
-Pero ¿qué ha descubierto usted? -preguntó
el verdugo, que empezaba a temer que aquello fuese una treta.
-¡Pues nada, hijo; he descubierto la
inmortalidad del
hombre! Pero no la inmortalidad del alma, no; la del cuerpo y el alma juntos; vamos, que he
encontrado lo que perdió Adán. ¡Claro! La otra fórmula... era floja,
insuficiente; me faltaba... lo del
pentóxido de fósforo, y no había pensado en la forma cristalina de la
betaméthylnaftalina, y en cambio había metido el ácido amidosulfónico donde no
toca pito. ¡Pero, señor, cómo me había yo olvidado de las propiedades
cristalográficas de los dos estereoisomeros ácidos
alfa-methyl-beta-clorocrotónico, del
ácido alfa-dicloro-sigma-dimethyl-succi-nico! ¡Ve usted qué cabeza la mía...
señor... justicia mayor!
El verdugo se dijo: -«Vaya, se ha vuelto
loco de miedo».
Y no sabía qué hacer, si matarlo o dejarlo.
Pero intervino el público, la fuerza, la autoridad, y de explicación en
explicación se llegó a telegrafiar al gobierno, consultando lo que se hacía con
aquel hombre que juraba haber descubierto la inmortalidad de la vida... mortal,
o ci devant mortal, como
diría un corresponsal de París.
El gobierno accedió a lo que don Atanasio
pedía; a saber, que le oyera una junta de sabios, y que si no les convencía de
que era infalible su descubrimiento, se le diese, no ya garrote, sino los
mayores tormentos de la inquisición, y que le descuartizaran si querían.
A los pocos días, las Academias de todas las
ciencias, menos las morales y políticas, reunidas, publicaban su informe. En
efecto, don Atanasio había descubierto el modo de preservar al hombre de la
muerte, de toda clase de muerte; pero...
* * *
Pero no al hombre, así,
en general; no a todos los hombres, sino a uno solo. A uno solo entre los
vivos; pero los que éste engendrara serían ya inmortales también.
La idea se le había ocurrido a don Atanasio
por la sugestión de ciertas teorías del malogrado filósofo Guyau, que, medio en
serio, medio en broma, había hablado de la posibilidad de llegar a tal
progreso, que hubiera medios de mantener el equilibrio de los elementos vitales
en el organismo en constante renovación. Si la humanidad, pensaba don Atanasio,
no ha hecho hasta ahora nada por su inmortalidad, ha sido culpa del apriorismo
metafísico, y después por la dichosa teoría de la evolución, también metafísica, que dice que todo
lo que nace muere. «Dejad las preocupaciones tradicionales; dejad a
Spencer y demás sabios evolucionistas; empapaos en el profundo sentido de esa biblia
natural que se llama el Origen de las especies de
Darwin, y estaréis en el noviciado de la gran Orden de la inmortalidad»; esto
decía don Atanasio. -No hay tiempo para explicar aquí por qué lo decía. Tampoco
lo hay para dar razón detallada de por qué no podía inmortalizarse más que a un
hombre y su descendencia. Ello era que los polvos de la madre Celestina,
digámoslo así, merced a los cuales se podía conseguir la vida inmortal, eran de
tan esmeradísima, difícil y delicada fabricación, que la humanidad entera tenía
que consagrarse, en sacrificio, a producir el elixir misterioso, que era una
quinta esencia de cierto jugo vital descubierto por don Anastasio. Se calculó
que se necesitaba que todos los millones de hombres que forman los pueblos
civilizados y a medio civilizar se dejasen hacer cierta operación dolorosísima,
aunque no peligrosa, para sacar la substancia necesaria a producir la
inmortalidad de un solo individuo. Además, la tal operación exigía gastos
exorbitantes de los Estados en materias químicas, estudios, hospitales ad hoc,
viajes, comisiones, etc., etc. En fin, un dineral. Cada nación tenía que
empeñarse para mucho tiempo.
No importaba; todo se daba por bien
empleado. ¿Qué sacrificio no se haría por reconquistar la vida inmortal,
perdida a las puertas del Paraíso? La
humanidad civilizada y a medio civilizar decidió ganar la inmortalidad
para el hombre, costase lo que costase; pero...
* * *
¿A qué gato se le ponía el cascabel? ¿Quién
iba a ser el único inmortal entre los vivos, el nuevo Adán, fundador de
la raza de los inmortales? -Algunos sabios empezaron a protestar, diciendo que
la cosa no era tan ventajosa como
se creía; que era una inmortalidad ontogénica; no
filogénica.
-¡Mentira! -replicó don Anastasio, no se
salva sólo un individuo, sino la especie, mediante los descendientes de un
individuo.
-Bueno; pero, ¿quién va a ser el
afortunado... inmortal?
-¡El Papa! -dijeron unos.
-El Emperador de la China , -dijeron
los chinos.
-El Rey de Inglaterra, -dijeron los
ingleses.
-Nuestro amo... -gritaron los alemanes.
-El Presidente de la República , -exclamaron
los franceses: et sic de caeteris.
Los españoles se creyeron llamados a escoger
el inmortal, pues don Atanasio, por pura distracción, se había dejado parir en
España.
Y aparecieron mil candidatos. ¡Don Alfonso!
¡Don Carlos ! ¡Cánovas! ¡Guerrita!
¡Irún! ¡Pablo Cruz!
-Señores, -dijo Ferreras desde El
Correo; de no ser Sagasta, que casi nos lo había prometido... que
sea... el mismo don Atanasio... el inventor.
-¡De ningún modo! -protestó el tribunal de
derecho. Don Atanasio está condenado a muerte y la inmortalidad sería
demasiado indulto.
Algunos hombres sinceros que había
esparcidos por el mundo, uno aquí y otro en Pekín, se hicieron oír.
-Seamos francos, -decían; un bien tan
grande, tan impensado, tan incalcu-lable como la inmortalidad nadie lo quiere
para otro, nadie quiere sacrificarse, sufrir esa terrible operación, gastar su
hacienda... para conseguir el tormento de morir sabiendo que pudo ser inmortal.
Llegado el instante de la operación salvadora... nadie se dejaría operar para
inmortalizar a otro.
¡Es verdad, pensó la humanidad en silencio!
Algunos hipócritas sacaron a relucir el
sofisma paradójico de que el mayor suplicio sería una vida sin fin...
Ahora que se tocaba su posibilidad nadie
creía eso; la sed de la vida inmortal se apoderó de todos; se suspendieron los
suicidios, callaron los pesimistas, los místicos no pedían la muerte.
-¡A votar! ¡A votar! -gritó el mundo entero.
Se votó por razas, por naciones, por
provincias, por municipios, por barrios, por calles, por casas, por familias. Y
cada raza se votaba a sí propia, y nada más, y cada nación lo mismo, y cada
provincia igual; y así hasta llegar al seno de la familia... donde cada cual
quería la inmortalidad para sí mismo. Todo fue inútil. En último resultado, cada
hombre tuvo un voto: el suyo.
-¡Hay que recurrir a la lotería! -declaró el
Congreso de las naciones.
-¡Esa es la fija! ¡A quién Dios se la dé!...
-gritó a coro
el infinito vulgo.
-¡Inútil! -interrumpieron los pocos hombres
sinceros que había en la tierra.
-Inútil la lotería... porque ese premio
gordo no se le entregará al agraciado: la humanidad faltará a su palabra: no
sufrirá nadie la operación para que se salve un afortunado...
-¡Verdad! ¡Verdad! -reconoció el mundo.
Nadie padecerá martirio por dar a otro la vida inmortal segura,
visible, palpable.
-No se piense más en ello; ha sido un sueño.
¡O yo, o nadie! -declaró cada cual.
Y entonces el tribunal de derecho, que había
condenado a don Atanasio, exigió la ejecución de la sentencia.
-Como
no ha habido tal descubrimiento, pues no hay modo de llevarlo a la práctica, no
hay nada de lo dicho, señor mío... -dijo la autoridad.
Y dieron garrote al inventor de la
inmortalidad.
Y los hombres siguieron siendo mortales por
la misma causa que la otra vez: por el pecado
original.
Porque el pecado original, el
que priva al hombre de vivir sin morir, es
el egoísmo, el desamor, la envidia.
Y no el comer fruta verde.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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