«Bien lo veía él; Rosario iba marchitándose. Luchaba en vano,
fingía en vano». Juan la compadecía tanto como
la amaba. ¡Cuántas noches, al mismo tiempo, estarían ella y él pidiendo a Dios
lo mismo: que volviera aquel hombre por quien se moría Rosario !- «¡Sí, se decía Juan, que vuelva; yo
no sé lo que será para mí verle junto a ella, pero de todo corazón le pido a
Dios que vuelva. ¿Por qué no? Yo no aspiro a nada; yo no puedo tener celos; yo
no quiero su cuerpo, ni aun de su alma
más que lo que ella da sin querer en cada mirada que por azar llega a la mía.
Mi cariño sería infame si, no fuera así». Juan no maldecía sus manteos; no
encontraba una cadena en su estado; no, cada vez era mejor sacerdote, estaba
más contento de su destino. Mucho menos envidiaba al clero protestante. Un
discípulo de Jesús casado... ¡Ca! Imposible. Absurdo. El protestantismo
acabaría por comprender que el matrimonio de los clérigos es una torpeza, una
fealdad, una falsedad que desnaturaliza y empequeñece la idea cristiana y la
misión eclesiástica. Nada; todo estaba bien. Él no pedía nada para sí; todo
para ella.
Sólo él compartía su dolor, sólo él sufría
tanto como ella
misma. Pero la ley era que esto no lo supiera ella nunca. El mundo era así.
Juan no se sublevaba, pero le dolía mucho.
Días y más días contemplaba los postigos del balcón de Rosario,
entornados. El corazón se le subía a la garganta: «era que guardaba cama; la
debilidad la había vencido hasta el punto de postrarla». Solía durar semanas
aquella tristeza de los postigos entornados; entornados, sin duda, para que la
claridad del
día no hiciese daño a la enferma. Detrás de los vidrios de otro balcón, Juan
divisaba a la madre de Rosario, a la viuda enlutada, que cosía por las dos,
triste, meditabunda, sin levantar cabeza. ¡Qué solas estaban! No podían
adivinar que él, un transeúnte, las acompañaba en su tristeza, en su soledad , desde lejos...
Hasta sería una ofensa para todos que lo supieran.
Por la noche, cuando nadie podía
sorprenderle, Juan pasaba dos, tres, más veces por la rinconada; la torre
poética, misteriosa, o sumida en la niebla, o destacándose en el cielo como con
un limbo de luz estelar, le ofrecía en su silencio místico un discreto
confidente; no diría nada del misterioso amor que presenciaba, ella, canción de
piedra elevada por la fe de las muertas generaciones al culto de otro amor
misterioso. En la casa humilde todo era recogimiento, silencio. Tal vez por un
resquicio salía del
balcón una raya de luz. Juan, sin saberlo, se embelesaba contemplando aquella
claridad. «Si duerme ella, yo velo. Si vela... ¿quién le diría que un hombre,
al fin soy un hombre, piensa en su dolor y en su belleza espiritual, de ángel,
aquí, tan cerca... y tan lejos; desde la calle... y desde lo imposible? No lo
sabrá jamás, jamás. Esto es absoluto: jamás. ¿Sabe que vivo? ¿Se ha fijado en
mí? ¿Puede sospechar lo que siento? ¿Adivinó ella esta compañía de su dolor?».
Aquí empezaba el pecado. No, no había que pensar en esto. Le parecía, no sólo
sacrílega, sino ridícula la idea de ser querido... a lo menos así, como las mujeres solían
querer a los hombres.- No, entre ellos no había nada común más que la pena de
ella, que él había hecho suya.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
No hay comentarios:
Publicar un comentario