Don Sinibaldo de Rentería había llegado por
sus pasos contados, y sin deber los ascensos a intrigas ni aldabas, a ocupar el
puesto de jefe en las oficinas de Hacienda en una provincia de primera clase.
No había mejor empleado en el ramo, y nada tenía que ver con su aptitud para el
cargo la acalorada fantasía que Dios le había concedido. Dividía la vida en dos
partes: de un lado los expedientes con
toda su horrible realidad, apremios y embargos inclusive: de otro lado la
loca de la casa, que hacía vivir a D. Sinibaldo
en perpetua novela interior, en continua hipótesis histórica. Porque
él llamaba así a su manía invencible.
«En la hipótesis, -empezaba
a pensar, de que yo fuera esto y lo otro, y me sucediera tal cosa...»
Y seguía imaginando aventuras, incidentes,
episodios, lugares, diálogos, actitudes; en fin, creando un mundo en que se
enfrascaba, y a poco, ya tomaba por el único positivo. Esta transformación de
la hipótesis en soñada realidad era
involuntaria. En esto se parecía el Delegado de Hacienda a no pocos sabios que
empiezan inventando también modestamente una hipótesis, y al cabo juran que es
la verdad pura y que «no le mana, canalla infame...», con todo lo demás que D.
Quijote asegu raba de Dulcinea o de
la modesta Madasima. De su embelesamiento, de su universo fantástico, solía
sacarle a D. Sinibaldo algún encuentro brusco con... una esquina, o un pisotón
de un mozo de cordel; y el soñador volvía al triste mundo de los demás,
exclamando:
-Animal, ¡mire Ud. por dónde anda!
Sin ver que, por andar él por los espacios
imaginarios, era por lo que le pisaba un humilde gallego. De esto hay mucho en
la vida, y también en el Don Quijote, al que la
vida tanto se parece.
* * *
Veraneaba D. Sinibaldo Rentería en un
puertecillo del mar Cantábrico, de playa hermosa, pero pérfida como
la onda, y precisamente pérfida por las ondas y
las disimuladas corrientes; peligrosa por el mal abrigo del Oeste por donde, a
veces, de pronto, venía bonitamente la galerna con todos sus horrores, sin
anunciarse, y llegando con su furia casi a tierra, pues no había obstáculo que
lo estorbase.
Más que en estas condiciones de la playa,
había reparado Rentería, que si era gallo, no se le podía desechar por duro y
viejo, en la hermosura de una señora, compañera de fonda y casada con un
caballero que se pasaba la vida metido, no sé si en todo, pero por lo menos en
los charcos, y que amaba el peligro, aunque todavía no había perecido en él.
Aquel señor creía que no se era buen bañista si no se pasaba la temporada hecho
un anfibio, y un esquimal por lo que toca a la comida. Todo el santo día, y
madrugaba mucho, se lo pasaba descalzo de pie y pierna, metido en el agua,
entre las peñas, o bien en la playa corriendo sobre la arena pero algo
mar adentro como él decía. Pescaba todo lo que podía y arrancaba de
las peñas las pobres lapas, con crueldad y constancia de hambriento, y como si no tuviera que
meter en la boca en su casa, pasaba mil afanes por chuparle el jugo al mar, en
forma de mariscos.
Este señor, una tarde se decidió a
aventurarse y a pasar la mar, o por lo menos darse por ella un paseo de algunas
millas. Era toda una hazaña para aquellos bañistas de tierra adentro, que
solían hacer personalmente del Océano, que en frente tenían, el mismo
uso que del
mar pintado en el foro de un escenario.
-No le aconsejaba D. Sinibaldo al Sr.
Arenas, apellido del
osado argonauta, que se lanzase al mar tenebroso aquel
día, porque había oído él no sé qué de contraste y turbonada y otros términos
alarmantes.
El Sr. Arenas se embarcó, sin embargo,
provisto de aparatos de pesca, de cien clases, y no oyó las súplicas de su
mujer, a quien dejó, como una Ariadna de cabotaje, en poder, o al cuidado, de
aquellos señores que quedaban en la playa admirando el valor, no cívico,
como dijo uno de ellos, sino... marítimo del pescador...
de cangrejos, no de perlas.
Rentería, con la imaginación loca de
costumbre, hizo en seguida su novela correspondiente sobre el tema de cierto
recóndito y pecaminoso deseo.
«En la hipótesis, -comenzó
pensando, de que ese Sr. Arenas se ahogue, aunque sea en poca agua; de que
venga la galerna, y a él, con todos esos atrevidos nautas, los tumbe
y sepulte en las amargas olas...» Y así prosiguió inventando mil peripecias,
trágicas unas, otras altamente galantes, en que él se veía ya enamorando a la viuda, después
de haber lamentado juntos la catástrofe...
Unos quince minutos llevaría D. Sinibaldo de
soñar así, sentado en el suelo, junto a la orilla, cuando, no un pisotón de
gallego, sino la furia del viento, cargado de agua y arena, vino a sacarle, en
parte, de su idilio elegíaco y criminal, derribándole cuan largo era.
Levantose, sintió que el sombrero se lo llevaba el aire, viose envuelto por
incómodo torbellino, y mirando en torno, vio sólo una espesa niebla; y por la
parte del mar, entre aquella obscuridad, distinguió rayas blancas y negras, que
eran las olas lejanas, encrespadas: en la espuma de la cresta, como nieve, más
abajo como tinta, o por lo menos como obscurísima pizarra.
Oyó después, cerca, grandes gritos,
lamentos, voces de socorro; y, cuando huyó aquella ráfaga y algo se aclaró el
ambiente, distinguió Rentería, en el mar, la barca del temerario pescador
próxima a zozobrar, allá, muy lejos, y por el viento y las olas impelida con
fuerza y prisa hacia el Sudeste, esto es, hacia tierra; pero a gran distancia,
en dirección de un paraje de la playa, que distaba no poco del sitio en que se
había embarcado el mal aconsejado, es decir, bien aconsejado, pero testarudo náufrago. Vio
D. Sinibaldo que una dama corría por la playa hacia la parte a que la lancha
podía llegar, si antes no daba la tremenda voltereta, que parecía segura a cada
brinco sobre el lomo de cada ola. Rentería, sin pensar lo que hacía, y
volviendo a su novela, o, por lo menos, sin volver del
todo al mundo real, echó a correr tras la dama aquella, que no era otra que la viuda, como ya la llamaba el
Delegado para sus adentros.
Toda la gente que había en la playa, o los
más, se encaminaron en la misma dirección, pero con menos prisa; de modo que la Sra. de Arenas sacó gran
ventaja a todos muy pronto: y no poca les sacó D. Sinibaldo, que corría,
corría, y medio aturdido por el viento, la fatiga, los torbellinos cargados de
arena, iba soñando como si tuviese calentura, mezclando realidades y visiones.
Y mientras, con la lengua fuera, corría el
buen señor, iba fraguando todo esto: Ya el tal Arenas había perecido allá, en
la playa de tal (aquella en que estaban), mucho tiempo hacía; él, Rentería
había recogido el cadáver del náufrago, había consolado a la viuda, la había
obligado a agradecerle infinitos servicios, inestimables en los primeros
momentos de apuro; su buena amistad había continuado, y pasado el año de luto,
la viuda de Arenas y D. Sinibaldo contraían justas nupcias. Pero, como el cansancio y el
viento llevaban medio reventado y molido al buen gallo, se sentía mal
corriendo; fue a respirar fuerte y una punzada de dolor agudo en un lado le hizo
exclamar: «¡Adiós! Rosa (nombre de su
señora); ¿ves? ¡Ya la pesqué, pulmonía segura!»
Se ahogaba, «¡La disnea! ¡Este Madrid !
¿Por qué te empeñaste en que dejara mi vida de provincia y me viniera al
Ministerio? ¡Vaya, pues, adiós, hija, porque ya ves... no respiro... me
ahogo... sudo... se me doblan las piernas... adiós... adiós... me muero...
acuérdate de mí; no profanen la memoria de nuestro amor nuevas, para
mí ilícitas relaciones... adiós, mi Rosa !...»
Y se moría... Ya se había muerto; la prueba era que no se podía mover, que
estaba en tierra mascando polvo o arena... Sí, aquello era la tumba, el otro
mundo... Pero, ¡oh terrible realidad! Se veía desde el otro mundo este pícaro
que dejamos... Y se incorporó indignado, furioso, porque acababa de ver a su viuda, en
persona, sin esperar a que pasara el año de luto, abrazando a otro hombre, sin
duda al que escogía por tercer marido...
Y la pareja, unidos del brazo y haciendo
extremos de alegría, se acercaba sonriente a D. Sinibaldo, para agradecerle la
carrera que había dado por venir en socorro del Sr. Arenas, cuando el Delegado,
incorporándose... como delirando, exclamó:
-¡Aparta, mujer pérfida! Has echado dos al
hoyo, y todavía, sin recato, haces alarde de tus nuevos devaneos, me presentas
a tu tercer marido...
-Pero, ¿qué dice este hombre? -preguntó la
dama.
El Sr. Arenas, lleno de caridad y prudencia,
influido sin duda por el susto que acababa de pasar, pues había visto la muerte
de cerca, dijo cortésmente:
-Sin duda la emoción que le ha causado
nuestro peligro le ha transtornado por un momento... Yo no soy el tercer marido
de mi mujer, Don Sinibaldo; míreme usted bien; soy Arenas, que se ha salvado de
milagro...
-¿De modo... que... todos estamos vivos? Que
sea enhorabuena. Dispensen ustedes: ¡esta pícara fantasía!... ¡Qué
barbaridad!... ¿Pues no creí... haberme muerto... de una pulmonía?...
-Y reparando en sus indiscretas
revelaciones, se puso muy colorado .
-¡Pero qué novelero es Ud.! -le dijo la ex
viuda, también colorada; porque, menos atenta ya a otras cosas, o más lista que
su esposo, lo había comprendido todo.
-Ycomo le estaba muy agradecida por el interés
que había mostrado en el lance, mirole la señora de Arenas con ojos muy
compasivos.
-Sí, miró de arriba a abajo, sin disgusto, a su... segundo difunto.
-Y
-Sí, miró de arriba a abajo, sin disgusto, a su... segundo difunto.
No hay novela, por idealista que sea, que no
tenga algo real.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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