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domingo, 25 de mayo de 2014

El secreto (a voces)

El secreto se llama un soneto de Grilo que acaba de publicarse en La Ilustración. Parece ser que, afortunado en amores (ya que en el juego con las musas no lo sea), el señor Grilo alcanzó de una dama... todo lo que una dama puede dar de sí. Estos poetas no saben tener nada oculto y el señor Grilo, prometiéndole a esa señora ser una tumba, ¡va y... zas! publica en una de las ilustraciones más populares y más leídas su buena suerte: que buen provecho le haga.
Para decir a una mujer: mire usted, esto quedará aquí entre los dos, no es necesario recurrir a la prensa, como Sagasta cuando está constipado.
Y comienza el soneto:

«¡Tu belleza es el mar!»

Pruébelo usted. ¿A que no lo prueba? Grilo, por lo visto, piensa que el mar es un vaso de agua.
Heine comparó los ojos de una morena con dos tazas de café... con azúcar.
Dos tazas pase; pero Grilo coge el Océano y lo arroja sobre una sola mujer. Y la habrá puesto como una sopa en vino.
Quite usted agua.

«¡Tu belleza es el mar! Tanta poesía
produce tu belleza en cuanto tocas,
que hasta en los pechos duros como rocas
la fiebre del amor despertaría».

Estas consecuencias de Grilo se parecen a los silogismos de Los Debates. ¿Qué opina El Siglo Futuro? Que hable Villaamil. Oiga el señor Villaamil: tanta poesía produce la belleza de la señora que se encaprichó por Grilo, en cuanto toca dicha señora que no hay pecho, aunque sea como el peñón de Gibraltar, que no despierte con fiebre de amor. Esos pechos berroqueños se enamoran al parecer, no de la señora, como sería lo más cortés y fino, sino de lo que toca.
Es así que, según se deduce del contexto, esa señora le habrá tocado al pelo de la ropa al señor Grilo, luego la consecuencia es lógica; pero pone los pelos de punta.
Lógica, señor Grilo, lógica, diría Villaamil, y con tal motivo hablaría de la enseñanza de los seminarios.
Vuelvo al soneto:
Saber que nuestras almas aquel día

(¿el día de la fecha?)
al encontrarse se volvieron locas,

(debió usted empezar por ahí, así se explica todo satisfactoriamente)

que soy tu esclavo; que mi nombre invocas,

(Antonio se llama el autor)

y no poder morir diciendo ¡es mía!»

(Dígalo usted, que sí lo puede decir; bueno es usted; como si el poeta tuviera pelos en la lengua.)
Pero mire usted que es fuerte cosa; saber usted que es esclavo de ella y no poder llamarla mía (suya quiero decir). Será el primer esclavo a quien le suceden esas cosas.

«Para ocultar mi bien seré discreto.

(Y lo pone en letras de molde, para que el público se entere.)

Pero entre tanto que tu sombra sigo

(en el ínterin, como dice La época)

a la distancia eterna del respeto».

Aquí aparece el genio del poeta en toda su horrible desnudez. Distancias que se miden por kilómetros, según el sistema moderno, el entusiasta enamorado las mide por eternidades. De distancias infinitas he oído hablar; pero las eternas las ha inventado ese amante para que sus versos salgan con las once sílabas cabales.

«Sabe que donde estés estoy contigo
que muero por guardar este secreto

(diga usted que primero le matan que calle)
y que el secreto morirá conmigo».

Se acabó el soneto. Como soneto es muy malo, señor poeta, creo haberlo demostrado en colaboración con usted; y si usted quiere hacerle valer como ejemplo moral de discreción, todavía es peor, porque el secreto no se ha guardado y esa señora, que ojalá sea una figuración de usted, no tiene nada que agradecerle.
Cuando se tienen aventuras de ese género y se hacen sonetos de esa especie, lo mejor es callarse como un muerto.
Por lo que a mí toca, le juro a usted no decir nada a nadie.

CLARÍN.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

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