El secreto se llama un
soneto de Grilo que acaba de publicarse
en La Ilustración. Parece
ser que, afortunado en amores (ya que en el juego con las musas no lo sea), el
señor Grilo alcanzó de una dama... todo lo que una dama puede dar de sí. Estos
poetas no saben tener nada oculto y el señor Grilo, prometiéndole a esa señora ser una tumba, ¡va y... zas! publica en
una de las ilustraciones más populares y más leídas su buena suerte: que buen
provecho le haga.
Para decir a una mujer:
mire usted, esto quedará aquí entre los dos, no es necesario recurrir a la
prensa, como Sagasta cuando está constipado.
Y comienza el soneto:
«¡Tu belleza es el mar!»
Pruébelo usted. ¿A que
no lo prueba? Grilo, por lo visto, piensa que el mar es un vaso de agua.
Dos tazas pase; pero
Grilo coge el Océano y lo arroja sobre una sola mujer. Y la habrá puesto como
una sopa en vino.
Quite usted agua.
«¡Tu belleza es el mar! Tanta poesía
produce tu belleza en cuanto tocas,
que hasta en los pechos duros como rocas
la fiebre del amor despertaría».
Estas consecuencias de
Grilo se parecen a los silogismos de Los
Debates. ¿Qué opina El Siglo Futuro?
Que hable Villaamil. Oiga el señor Villaamil: tanta poesía produce la belleza de la señora que se encaprichó por Grilo, en
cuanto toca dicha señora que no hay pecho, aunque sea como el peñón de
Gibraltar, que no despierte con fiebre de amor. Esos pechos berroqueños se
enamoran al parecer, no de la señora, como sería lo más cortés y fino, sino de
lo que toca.
Es así que, según se
deduce del contexto, esa señora le habrá tocado al pelo de la ropa al señor
Grilo, luego la consecuencia es lógica; pero pone los pelos de punta.
Lógica, señor Grilo,
lógica, diría Villaamil, y con tal motivo hablaría de la enseñanza de los
seminarios.
Vuelvo al soneto:
Saber que nuestras almas aquel día
(¿el día de la fecha?)
al encontrarse se volvieron locas,
(debió usted empezar
por ahí, así se explica todo satisfactoriamente)
que soy tu esclavo; que mi nombre invocas,
(Antonio se llama el
autor)
y no poder morir diciendo ¡es mía!»
(Dígalo usted, que sí
lo puede decir; bueno es usted; como si el poeta tuviera pelos en la lengua.)
Pero mire usted que es
fuerte cosa; saber usted que es esclavo de ella y no poder llamarla mía (suya quiero decir). Será el primer
esclavo a quien le suceden esas cosas.
«Para ocultar mi bien seré discreto.
(Y lo pone en letras de
molde, para que el público se entere.)
Pero entre tanto que tu sombra sigo
(en el ínterin, como dice La época)
a la distancia eterna del respeto».
Aquí aparece el genio
del poeta en toda su horrible desnudez. Distancias que se miden por kilómetros,
según el sistema moderno, el entusiasta enamorado las mide por eternidades. De
distancias infinitas he oído hablar; pero las eternas las ha inventado ese amante para que sus versos salgan con
las once sílabas cabales.
«Sabe que donde estés estoy contigo
que muero por guardar este secreto
(diga usted que primero
le matan que calle)
y que el secreto morirá conmigo».
Se acabó el soneto.
Como soneto es muy malo, señor poeta, creo haberlo demostrado en colaboración
con usted; y si usted quiere hacerle valer como ejemplo moral de discreción,
todavía es peor, porque el secreto no se ha guardado y esa señora, que ojalá
sea una figuración de usted, no tiene nada que agradecerle.
Cuando se tienen
aventuras de ese género y se hacen sonetos de esa especie, lo mejor es callarse
como un muerto.
Por lo que a mí toca,
le juro a usted no decir nada a nadie.
CLARÍN.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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