Así vivía, cuando una tarde, paseando, ya
cerca del
obscurecer, por la plaza, muy concurrida, de San Pedro, sintió el choque de una
mirada que parecía ocupar todo el espacio con una infinita dulzura. Por sitios
de las entrañas que él jamás había sentido, se le paseó un escalofrío sublime, como si fuera precursor de
una muerte de delicias: o todo iba a desvanecerse en un suspiro de placer
universal, o el mando iba a transformarse en un paraíso de ternuras inefables.
Se detuvo; se llevó las manos a la garganta y al pecho. La misma conciencia,
una muy honda, que le había dicho que allá
lejos se habría satisfecho brindando con la propia sangre al amor
divino, ahora le decía, no más clara: «O aquello o esto».
-Otra voz, más profunda, menos clara,
añadió: «Todo es uno». Pero «no» -gritó el alma del buen sacerdote: «Son dos cosas; esta
más fuerte, aquella más santa. Aquella para mí, esta para otros». Y la voz de
antes, la más honda, replicó: «No se sabe».
La
mirada había desaparecido. Juan de Dios se repuso un
tanto y siguió conversando con sus amigos, mientras de repente le asaltaba un
recuerdo mezclado con la reminiscencia de una sensación lejana. Olió, con la imaginación; a agua de colonia,
y vio sus manos blancas y pulidas exten-diéndose sobre un grupo de fieles para
que se las besaran. Él era un misacantano, y entre los que le besaban las
manos perfumadas, las puntas de los dedos, estaba una niña rubia, de abundante
cabellera de seda rizada en ondas, de ojos negros, pálida, de expresión de
inocente picardía mezclada con gesto de melancólico y como vergonzante pudor. Aquellos ojos eran los que acababan de mirarle. La niña era ya una joven
esbelta, no muy alta, delgada, de una elegancia como enfermiza, como una diosa
de la fiebre. El amor por aquella mujer tenía que ir mezclado con dulcísima
caridad. Se la debía querer también para cuidarla. Tenía un novio que no sabía
de estas cosas. Era un joven muy rico, muy fatuo, mimado por la fortuna y por
sus padres. Tenía la mejor jaca de la ciudad, el mejor tílburi, la mejor ropa;
quería tener la novia más bonita. Los diez y seis años de aquella niña fueron como una salida del
sol, en que se fijó todo el mundo, que deslumbró a todos. De los diez y seis a
los diez y ocho la enfermedad que de años atrás ayudaba tanto a la hermosura de
la rubia, que tanto había sufrido, desapareció para dejar paso a la juventud.
Durante estos dos años Rosario, así se llamaba, hubiera sido en absoluto
feliz... si su novio hubiese sido otro; pero el de la mejor jaca, el del mejor
coche la quiso por vanidad, para que le tuvieran envidia; y aunque para entrar
en su casa (de una viuda pobre también, como la madre de Juan, también de
costumbres cristianas) tuvo que prometer seriedad, y muy pronto se vio obligado
a prometer próxima y segura coyunda, lo hizo aturdido, con la vaga conciencia
de que no faltaría quien le ayudara a faltar a su palabra. Fueron sus padres,
que querían algo mejor (más dinero) para su hijo.
El pollo se fue a viajar, al principio de
mala gana; volvió, y al emprender el segundo viaje ya iba contento. Y así
siguieron aquellas relaciones, con grandes intermitencias de viajes, cada vez
más largos. Rosario
estaba enamorada, padecía... pero tenía que perdonar. Su madre, la viuda,
disimulaba también, porque si el caprichoso galán dejaba a su hija el desengaño
podía hacerla mucho mal; la enfermedad, acaso oculta, podía reaparecer, tal vez
incurable. A los diez y ocho años Rosario
era la rubia más espiritual, más hermosa de su pueblo; sus ojos negros, grandes
y apasionados dolorosamente, los más bellos, los más poéticos ojos... pero ya
no era el sol que salía. Estaba acaso más interesante que nunca, pero al vulgo
ya no se lo parecía. «Se seca» -decían brutalmente los muchachos que la habían
admirado, y pasaban ahora de tarde en tarde por la solitaria plazoleta en que Rosario vivía.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
No hay comentarios:
Publicar un comentario