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domingo, 25 de mayo de 2014

El señor - Cap. VI

Así vivía, cuando una tarde, paseando, ya cerca del obscurecer, por la plaza, muy concurrida, de San Pedro, sintió el choque de una mirada que parecía ocupar todo el espacio con una infinita dulzura. Por sitios de las entrañas que él jamás había sentido, se le paseó un escalofrío sublime, como si fuera precursor de una muerte de delicias: o todo iba a desvanecerse en un suspiro de placer universal, o el mando iba a transformarse en un paraíso de ternuras inefables. Se detuvo; se llevó las manos a la garganta y al pecho. La misma conciencia, una muy honda, que le había dicho que allá lejos se habría satisfecho brindando con la propia sangre al amor divino, ahora le decía, no más clara: «O aquello o esto».
-Otra voz, más profunda, menos clara, añadió: «Todo es uno». Pero «no» -gritó el alma del buen sacerdote: «Son dos cosas; esta más fuerte, aquella más santa. Aquella para mí, esta para otros». Y la voz de antes, la más honda, replicó: «No se sabe».
 La mirada había desaparecido. Juan de Dios se repuso un tanto y siguió conversando con sus amigos, mientras de repente le asaltaba un recuerdo mezclado con la reminiscencia de una sensación lejana. Olió, con la imaginación; a agua de colonia, y vio sus manos blancas y pulidas exten-diéndose sobre un grupo de fieles para que se las besaran. Él era un misacantano, y entre los que le besaban las manos perfumadas, las puntas de los dedos, estaba una niña rubia, de abundante cabellera de seda rizada en ondas, de ojos negros, pálida, de expresión de inocente picardía mezclada con gesto de melancólico y como vergonzante pudor. Aquellos ojos eran los que acababan de mirarle. La niña era ya una joven esbelta, no muy alta, delgada, de una elegancia como enfermiza, como una diosa de la fiebre. El amor por aquella mujer tenía que ir mezclado con dulcísima caridad. Se la debía querer también para cuidarla. Tenía un novio que no sabía de estas cosas. Era un joven muy rico, muy fatuo, mimado por la fortuna y por sus padres. Tenía la mejor jaca de la ciudad, el mejor tílburi, la mejor ropa; quería tener la novia más bonita. Los diez y seis años de aquella niña fueron como una salida del sol, en que se fijó todo el mundo, que deslumbró a todos. De los diez y seis a los diez y ocho la enfermedad que de años atrás ayudaba tanto a la hermosura de la rubia, que tanto había sufrido, desapareció para dejar paso a la juventud. Durante estos dos años Rosario, así se llamaba, hubiera sido en absoluto feliz... si su novio hubiese sido otro; pero el de la mejor jaca, el del mejor coche la quiso por vanidad, para que le tuvieran envidia; y aunque para entrar en su casa (de una viuda pobre también, como la madre de Juan, también de costumbres cristianas) tuvo que prometer seriedad, y muy pronto se vio obligado a prometer próxima y segura coyunda, lo hizo aturdido, con la vaga conciencia de que no faltaría quien le ayudara a faltar a su palabra. Fueron sus padres, que querían algo mejor (más dinero) para su hijo.
El pollo se fue a viajar, al principio de mala gana; volvió, y al emprender el segundo viaje ya iba contento. Y así siguieron aquellas relaciones, con grandes intermitencias de viajes, cada vez más largos. Rosario estaba enamorada, padecía... pero tenía que perdonar. Su madre, la viuda, disimulaba también, porque si el caprichoso galán dejaba a su hija el desengaño podía hacerla mucho mal; la enfermedad, acaso oculta, podía reaparecer, tal vez incurable. A los diez y ocho años Rosario era la rubia más espiritual, más hermosa de su pueblo; sus ojos negros, grandes y apasionados dolorosamente, los más bellos, los más poéticos ojos... pero ya no era el sol que salía. Estaba acaso más interesante que nunca, pero al vulgo ya no se lo parecía. «Se seca» -decían brutalmente los muchachos que la habían admirado, y pasaban ahora de tarde en tarde por la solitaria plazoleta en que Rosario vivía.

 1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

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