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domingo, 25 de mayo de 2014

El señor - Cap. VIII

Juan de Dios no dio nombre a lo que sentía, ni aun al llegar a verlo en forma de remordimiento. Al principio aturdido, subyugado con el egoísmo invencible del placer, no hizo más que gozar de su estado. Nada pedía, nada deseaba; sólo veía que ya había para qué vivir, sin morir en Asia.
Pero a la segunda vez que por casualidad su mirada volvió a encontrarse con la de Rosario, apoyada con tristeza en el antepecho de su balcón, Juan tuvo miedo a la intensidad de sus emociones, de aquella sensación dulcísima, y aplicó groseramente nombres vulgares a su sentimiento. En cuanto la palabra interior pronunció tales nombres, la conciencia, se puso a dar terribles gritos, y también dictó sentencia con palabras terminantes, tan groseras e inexactas como los nombres aquellos. «Amor sacrílego, tentación de la carne». «¡De la carne!». Y Juan estaba seguro de no haber deseado jamás ni un beso de aquella criatura: nada de aquella carne, que más le enamoraba cuanto más se desvanecía. «¡Sofisma, sofisma!» gritaba el moralista oficial, el teólogo... y Juan se horrorizaba a sí mismo. No había más remedio. Había que confesarlo. ¡Esto era peor!
Si la plasticidad tosca, grosera, injusta con que se representaba a sí propio su sentir era ya cosa tan diferente de la verdad inefable, incalificable de su pasión, o lo que fuera, ¿cuánto más impropio, injusto, grosero, desacertado, incongruente había de ser el juicio que otros pudieran formar al oírle confesar lo que sentía, pero sin oírle sentir? Juan, confusamente, comprendía estas dificultades: que iba a ser injusto consigo mismo, que iba a alarmar excesivamente al padre espiritual... ¡No cabía explicarle la cosa bien! Buscó un compañero discreto, de experiencia. El compañero no le comprendió. Vio el pecado mayor, por lo mismo que era romántico, platónico. «Era que el diablo se disfrazaba bien; pero allí andaba el diablo».
Al oír de labios ajenos aquellas imposturas que antes se decía él a sí mismo, Juan sintió voces interiores que salían a la defensa de su idealidad herida, profanada. Ni la clase de penitencia que se le imponía, ni los consejos de higiene moral que le daban, tenían nada que ver con su nueva vida: era otra cosa. Cambió de confesor y no cambió de sentencia ni de pronósticos. Más irritada cada vez la conciencia de la justicia en él, se revolvía contra aquella torpeza para entenderla. Y, sin darse cuenta de lo que hacía, cambió el rumbo de su confesión; presentaba el caso con nuevo aspecto, y los nuevos confesores llegaron a convencerse de que se trataba de una tontería sentimental, de una ociosidad pseudomística, de una cosa tan insulsa como inocente.
Llegó día en que al abordar este capítulo el confesor le mandaba pasar a otra materia, sin oírle aquellos platonismos. Hubo más. Lo mismo Juan que sus sagrados confidentes, llegaron a notar que aquel ensueño difuso, inexplicable, coincidía, si no era causa, con una disposición más refinada en la moralidad del penitente: si antes Juan no caía en las tentaciones groseras de la carne, las sentía a lo menos; ahora no... jamás. Su alma estaba más pura de esta mancha que en los mejores tiempos de su esperanza de martirio en Oriente. Hubo un confesor, tal vez indiscreto, que se detuvo a considerar el caso, aunque se guardó de convertir la observación en receta. Al fin Juan acabó por callar en el confesonario todo lo referente a esta situación de su alma; y pues él solo en rigor podía comprender lo que le pasaba, porque lo sentía, él solo vino a ser juez y espía y director de sí mismo en tal aventura. Pasó tiempo, y ya nadie supo de la tentación, si lo era, en que Juan de Dios vivía. Llegó a abandonarse a su adoración como a una delicia lícita, edificante.
De tarde en tarde, por casualidad siempre, pensaba él, los ojos de la niña enferma, asomada a su balcón de la rinconada, se encontraban con la mirada furtiva, de relámpago, del joven místico, mirada en que había la misma expresión tierna, amorosa de los ojos del niño que algún día todos acariciaban en la calle, en el templo.
Sin remordimiento ya, saboreaba Juan aquella dicha sin porvenir, sin esperanza y sin deseos de mayor contento. No pedía más, no quería más, no podía haber más.
No ambicionaba correspondencia que sería absurda, que le repugnaría a él mismo, y que rebajaría a sus ojos la pureza de aquella mujer a quien adoraba idealmente como si ya estuviera allá en el cielo, en lo inasequible. Con amarla, con saborear aquellos rápidos choques de miradas tenía bastante para ver el mundo iluminado de una luz purísima, bañándose en una armonía celeste llena de sentido, de vigor, de promesas ultraterrenas. Todos sus deberes los cumplía con más ahínco, con más ansia; era un refresco espiritual sublime, de una virtud mágica, aquella adoración muda, inocente adoración que no era idolátrica, que no era un fetichismo, porque Juan sabía supeditarla al orden universal, al amor divino. Sí; afinaba y veneraba las cosas por su orden y jerarquía, sólo que al llegar a la niña de la rinconada de las Recoletas, el amor que se debía a todo se impregnaba de una dulzura infinita que transcendía a los demás amores, al de Dios inclusive.
Para mayor prueba de la pureza de su idealidad, tenía el dolor que le acompañaba. ¡Ah, sí! Padecía ella, bien lo observaba Juan, y padecía él. Era, en lo profano (¡qué palabra! -pensaba Juan)- como el amor a la Virgen de las Espadas, a la Dolorosa. En rigor, todo el amor cristiano era así: amor doloroso, amor de luto, amor de lágrimas.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

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